sacaron de mi litera en mitad de la guardia para ver cómo se hundía —continuó, con tono reflexivo.
De pronto su voz pareció alarmantemente fuerte. Lamenté mi locura. En la perspectiva de la sala no se veía la cofia de alas almidonadas de una monja enfermera; pero en mitad de una larga hilera de camas de hierro, vacías, una víctima de algún barco del puerto se hallaba sentado, moreno y enjuto, con un vendaje blanco en la cabeza, en un ángulo silencioso. De pronto mi interesante inválido extendió un brazo delgado como un tentáculo y me aferró el hombro.
—Sólo mis ojos fueron bastante buenos para ver. Soy famoso por la agudeza de mi vista. Por eso me llamaron, supongo. Ninguno de ellos tuvo la suficiente velocidad para ver cómo se hundía, pero vieron que estaba perdido y cantaron juntos… así… —Un aullido de lobo se me clavó en los rincones del alma.
—Oh, háganlo callarse —gimió la víctima, irritado.
—Sin duda no me cree —siguió el otro, con expresión de inefable jactancia—. Le digo que no hay ojos como los míos de este lado del golfo Pérsico. Mire debajo de la cama.
Es claro que me incliné en el acto. Estoy seguro de que cualquiera habría hecho lo mismo.
—¿Qué ve? —preguntó.
—Nada —contesté, sintiéndome muy avergonzado.
Me escudriñó el rostro con salvaje y ardiente desprecio.
—Por supuesto —dijo—, pero si yo mirase podría ver… Le digo que no hay ojos como los míos. —Otra vez me aferró, tirando de mí hacia abajo, en su ansiedad por aliviarse mediante una comunicación confidencial—. Millones de sapos rosados. No hay ojos como los míos. Puedo mirar barcos que se hunden y fumar mi pipa todo el día. ¿Por qué no me devuelven mi pipa? Podría fumar, mientras miro los sapos. El barco estaba repleto de ellos. Hay que vigilarlos ¿sabe? —Me hizo un guiño jocoso. Mi sudor goteó sobre la cabeza de él, la chaqueta de dril se me pegaba a la espalda mojada. La brisa de la tarde barrió con impetuosidad la hilera de camas y los rígidos pliegues de las cortinas se agitaron, perpendiculares, repiqueteando en las barras de bronce; las colchas de las camas vacías revolotearon sin ruido cerca del suelo desnudo, a todo lo largo de la fila y yo temblé hasta la médula. El suave viento de los trópicos jugaba en esa sala desnuda, tan yermo como un ventarrón de invierno en el viejo granero de mi casa.
—No deje que empiece a gritar, señor —pidió desde lejos la víctima, en un bramido afligido y furioso que llegó resonando entre las paredes, como un tembloroso llamado en un túnel. La mano parecida a una garra me tironeó del hombro; me lanzó una conocedora mirada de reojo.
—El barco estaba repleto de ellos ¿sabe?, y tuvimos que abandonarlo con el máximo sigilo —susurró con extrema rapidez—. Todos rosados. Todos rosados… grandes como mastines, con un ojo en la parte superior de la cabeza y garras en torno de la espantosa boca. ¡Aj! ¡Aj! —Rápidas sacudidas de piernas magras y agitadas. Ale soltó el hombro y trató de aferrar algo en el aire. El cuerpo le tembló, tenso como una cuerda de arpa. Y mientras yo lo miraba, el horror espectral que tenía adentro le estalló a través de la mirada vidriosa. En un instante su rostro de viejo soldado, con sus perfiles nobles y serenos, se descompuso ante mi vista con la corrupción de una taimada astucia, de una abominable cautela de un miedo desesperado. Contuvo un grito.
—¡Shhh! ¿Qué están haciendo ahí? —preguntó, señalando el suelo con una fantástica precaución de voz y ademanes, cuyo significado, transmitido a mi pensamiento en un relámpago cárdeno, hizo que me sintiera enfermo ante mi inteligencia.
—Duermen todos —contesté, mirándolo con atención.
Era eso. Eso era lo que quería escuchar; esas eran las palabras exactas que lo tranquilizarían. Lanzó un largo suspiro.
—¡Shhh! Silencio, cállese. Aquí soy un viejo caballo de diligencia. Conozco a esas bestias. Aplástele la cabeza a la primera que se asome. Son muchas, y no podrá nadar más de diez minutos. —Volvió a jadear—. ¡Deprisa! —gritó de pronto, y siguió en un grito interrumpido—. Están todos despiertos… son millones. ¡Me pisotean! ¡Espere! ¡Oh, espere! Los aplastaré a montones, como moscas. ¡Espérenme! ¡Socorro! ¡So-co-rro! —Un aullido interminable y sostenido completó mi desconcierto. Vi, a lo lejos, que la víctima se llevaba con angustia las dos manos a la cabeza vendada; un enfermero, con un delantal que le llegaba hasta la barbilla se mostró en el paisaje de la sala como si se lo viera en el extremo reductor de un telescopio. Me confesé derrotado por completo, y sin más trámites salí por uno de los largos ventanales y escapé a la galería exterior. El aullido me persiguió como una venganza. Pasé a un rellano desierto y de pronto todo quedó quieto y silencioso a mi alrededor, y bajé sin hacer ruido por la escalera desnuda y brillante. Entonces pude componer mis pensamientos enredados. Abajo me encontré con uno de los cirujanos residentes, quien cruzaba el patio y me detuvo.
—¿Fue a ver a su hombre, capitán? Creo que mañana lo podremos dejar ir. Estos tontos no saben cuidarse, aunque debo decir que aquí tenemos al jefe de máquinas de ese barco peregrino. Un caso curioso. Delirium tremens de la peor especie. Se pasó tres días bebiendo sin detenerse en esa taberna del griego, o el italiano. Qué se puede esperar. Cuatro botellas de ese tipo de coñac por día, me dicen.
Si es cierto, es asombroso. Apuesto a que por dentro está forrado de planchas de calderas. La cabeza, ¡ah!, la cabeza, es claro, ya no le sirve para nada, pero lo curioso es que en sus delirios hay algo de método.
Estoy tratando de descubrirlo. Muy poco común… ese hilo de lógica en semejante delirio. Por lo general tendría que ver serpientes, pero no las ve.
Hoy en día la buena y vieja tradición ya no rige. ¡Eh! Sus… este… visiones son de batracios. ¡Ja, ja! No, hablando en serio, no recuerdo haberme interesado nunca, hasta tal punto, por un caso de delirio. Tendría que estar muerto, ¿sabe?, después de ese experimento festivo. ¡Oh, es un tipo duro! Y por añadidura, veinticuatro años en los trópicos. De veras, debería echarle un vistazo. Un viejo borrachín de noble aspecto. El hombre más extraordinario que conocí, en términos médicos, es claro. ¿Irá a verlo? Mientras él hablaba, yo le ofrecía los habituales signos de interés cortés, pero en ese momento adopté una expresión pensativa, murmuré algo acerca de la falta de tiempo y le estreché la mano deprisa.
—Oiga —me gritó cuando me alejaba—, no puede concurrir a esa investigación. ¿Le parece que su declaración tiene importancia?
—Ni la menor —le contesté desde el portón.
Capítulo VI
Es evidente que las autoridades tenían la misma opinión. La investigación no se postergó. Se llevó a cabo el día designado para satisfacer a la ley, y tuvo una gran concurrencia, sin duda a consecuencia de su interés humano. No existía incertidumbre en cuanto a los hechos; quiero decir, en cuanto al único hecho material. No fue posible averiguar cómo se averió el Patna ; el tribunal no esperaba descubrirlo; y en todo el público no existía un solo hombre al que le importara. Sin embargo, como ya les dije, concurrieron todos los marinos del puerto, y los negocios portuarios estuvieron representados al máximo. Lo supieran o no, el interés que los atraía era puramente psicológico: la esperanza de escuchar alguna revelación esencial en cuanto a la fuerza, el poderío, el horror de las emociones humanas. Por supuesto, no era posible revelar nada por el estilo.
El interrogatorio del único hombre dispuesto a hacerle frente equivalía a un inútil andarse por las ramas, en torno del hecho bien conocido, y el juego de preguntas correspondientes fue tan instructivo como los golpes con un martillo en una caja de hierro, cuando se trata de averiguar qué hay adentro.
Pero una investigación oficial no podía hacer ninguna otra cosa. Su objetivo no era el porqué fundamental, sino el superficial cómo de ese asunto.
El joven habría podido decírselo, y aunque eso era lo único que interesaba al público, las preguntas que se le hicieron lo apartaron por fuerza