Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad


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Ruthvel acababa de llegar, y según lo cuenta él, estaba a punto de comenzar su arduo día de trabajo dándole una buena jabonada a su empleado de más alto rango. Algunos de ustedes tienen que haberlo conocido: un sumiso y pequeño mestizo portugués, de ínfimo cuello flaco, y siempre preparado para conseguir de los enganchadores algo comestible, un trozo de cerdo salado, un bolso de galletas, unas papas o qué sé yo. Recuerdo que en un viaje le di como propina un cordero vivo de los restos de carga marítima. No es que quisiese que hiciera algo por mí —era incapaz, ¿saben?—, sino porque su creencia infantil en el sagrado derecho a las propinas me conmovía el corazón. Era tan fuerte, que casi resultaba bella. La raza —o más bien las dos razas— y el clima… Pero no importa. Sé dónde tengo un amigo para toda la vida.

      Bueno, Ruthvel dice que le estaba dando un serio sermón —supongo que vinculado con la moral oficial— cuando oyó a sus espaldas una especie de conmoción atenuada, volvió la cabeza y vio, según sus propias palabras, algo redondo y enorme, parecido a una barrica de azúcar de dieciséis quintales, envuelta en franeleta rayada, de pie en el centro de la vasta superficie del piso de la oficina. Declara que se sintió pasmado durante tanto tiempo, que no se dio cuenta de que la cosa tenía vida, y permaneció sentado, inmóvil, preguntándose con qué fin y por qué medios se había transportado el objeto para dejarlo delante de su escritorio. La arcada de la antesala estaba repleta de manipuladores de punkahs, barrenderos, policías, el contramaestre y la tripulación de la lancha de vapor del puerto, y todos estiraban el cuello y casi trepaban unos encima de otros. Todo un motín. Para entonces el sujeto había conseguido quitarse el casco a fuerza de tirones y sacudidas, y avanzaba hacia Ruthvel con leves inclinaciones de cabeza. Ruthvel me dijo que la visión era tan desconcertante, que durante un tiempo escuchó sin entender qué quería la aparición. Hablaba con voz ronca y lúgubre, pero intrépida, y poco a poco Archie entendió que se trataba de un aspecto del caso del Patna . Dice que en cuanto se dio cuenta de quién era el que tenía ante sí se sintió muy enfermo —Archie es tan simpático, y se conmueve con facilidad—, pero se recuperó y gritó:

      —¡Espere! No puedo escucharlo. Tiene que ir a ver al jefe ayudante. No puedo atenderlo. El hombre que tiene que ver es el capitán Elliot. Por aquí, por aquí.

      Se puso de pie de un salto, corrió en torno del largo mostrador, tiró, empujó; el otro se lo permitió, sorprendido pero obediente al comienzo, y sólo ante la puerta de la oficina privada cierto instinto animal lo hizo retroceder y bufar como un buey asustado:

      —¡Oiga! ¿Qué pasa? ¡Suelte! ¡Vamos! —Archie abrió la puerta sin golpear.

      —El capitán del Patna , señor —grita—. Entre, capitán.

      Vio que el viejo levantaba la cabeza de unos papeles, con tanta energía que las gafas se le cayeron; cerró con un portazo y huyó rumbo a su escritorio, donde algunos documentos aguardaban su firma. Pero dice que el estrépito que estalló allí fue tan horrendo, que no pudo recobrar el dominio de sus sentidos lo suficiente para recordar cómo se escribía su nombre. Archie es el enganchador más sensible de los dos hemisferios. Declara que sintió como si hubiese arrojado un hombre a un león hambriento. No cabe duda de que el ruido era grande. Yo lo escuché abajo, y tengo todos los motivos para creer que se lo oyó al otro lado de la explanada, hasta el palco de la orquesta. El viejo Elliot tiene un gran acopio de palabras, y sabe gritar; y no le importa a quién le grita. Le habría gritado al propio virrey. Como solía decirme:

      —He llegado tan alto como es posible; mi pensión está segura. Tengo ahorradas unas libras, y si no les gustan mis ideas sobre el deber, prefiero irme a casa. Soy un hombre viejo, y siempre dije lo que pensaba. Lo único que me interesa ahora es ver casadas a mis hijas antes de morir.

      En ese sentido estaba un poco chiflado. Sus tres hijas eran encantadoras, se parecían sorprendentemente a él, y por la mañana despertaba con una torva visión de las perspectivas matrimoniales de ellas; entonces la oficina se lo leía en la mirada y temblaba, porque, decían, sin duda aplastaría a alguien antes del desayuno. Pero esa mañana no se devoró al renegado, sino que, si se me permite seguir con mi metáfora, lo mascó en trocitos diminutos, por decirlo así y, ¡ah!, lo escupió de vuelta.

      Así, pocos minutos después vi que su monstruoso corpachón descendía a toda prisa y se quedaba inmóvil en los escalones exteriores. Se había detenido cerca de mí para dedicarse a una profunda meditación; le temblaban las amplias mejillas purpúreas.

      Se mordía el pulgar, y al cabo de un rato me miró con irritación de reojo. Los otros tres tipos que habían desembarcado con él lo esperaban en un grupito, a cierta distancia. Había un hombrecito de rostro cetrino, pequeño, con un brazo en cabestrillo, y un individuo alto, de chaqueta de franela azul, seco como una piedra y no más fornido que un palo de escoba, de caídos bigotes grises, que miraba en torno con aspecto de airosa imbecilidad. El tercero era un joven erguido, de anchos hombros, las manos en los bolsillos la espalda vuelta a los otros dos, que parecían conversar con animación. Miró a través de la explanada desierta. Un destartalado gharry a, todo polvo y celosías, se detuvo frente al grupo, y el conductor, levantando el pie derecho sobre la rodilla se dedicó al examen crítico de los dedos de los pies. El joven no hizo movimiento alguno, ni siquiera con la cabeza, y siguió mirando el sol. Esa fue la primera vez que vi a Jim. Parecía tan despreocupado e inabordable como sólo pueden parecerlo los jóvenes. Ahí estaba, esbelto de miembros, rostro limpio, firme sobre los pies, un joven tan promisorio como ninguno sobre los que haya brillado el sol; y al mirarlo, sabiendo todo lo que sabía él, y un poco más, me enojé como si lo hubiera sorprendido tratando de arrancarme algo con falsedades. No tenía derecho a exhibir un aspecto tan sano. Pensé para mí: bueno, si un hombre así puede andar tan mal… Y entonces sentí que podía arrojar mi sombrero al suelo y bailar sobre él de pura mortificación, como una vez vi que lo hacía el capitán de una barca italiana, porque el imbécil de su primer oficial había fabricado un embrollo con las anclas cuando hacía un amarre volante en un puerto repleto de barcos. Y me pregunté, mientras lo veía ahí, en apariencia tan a sus anchas: ¿es tonto, es insensible? Parecía dispuesto a silbar una melodía.

      Y fíjense que no me interesaba un bledo el comportamiento de los otros dos. Sus personas coincidían, más bien con la información que era de propiedad pública, y serían objeto de una investigación oficial.

      —Ese viejo pillastre loco de arriba me llamó sabueso —dijo el capitán del Patna . No sé si me reconoció; creo que sí. Pero de todos modos nuestras miradas se cruzaron. Él miró con furia; yo sonreí.

      Sabueso era el epíteto más suave que me había llegado a través de la ventana abierta.

      —¿De veras? —dije por no sé qué extraña imposibilidad de mantener la lengua quieta. Él asintió, volvió a morderse el pulgar y me miró con hosco y apasionado descaro.

      —¡Bah! El Pacífico es grande amigo. Ustedes, los malditos ingleses, pueden hacer lo que les parezca.

      Yo sé dónde hay lugar de sobra para un tipo como yo. Soy muy conocido en Apia, en Honolulú, en… —Se interrumpió, reflexivo, mientras sin esfuerzo alguno me imaginaba la clase de personas de las cuales tenía «conocimiento» en esos lugares. No revelo un secreto si digo que yo mismo tengo no pocos «conocidos» por el estilo. Hay ocasiones en que un hombre debe actuar como si la vida fuese igualmente dulce en cualquier compañía. Yo conocí esas ocasiones, y lo que es más, no fingiré ahora poner cara larga por mi necesidad, porque muchas de esas malas compañías, por falta de una… de una, ¿cómo diré?, postura moral, o por cualquier otra causa igualmente profunda, eran dos veces más instructivas y veinte veces más divertidas que el habitual y respetable ladrón del comercio a quienes ustedes invitan a su mesa sin verdadera necesidad; por costumbre, por cobardía, por afabilidad, por cien rastreras e inadecuadas razones.

      —Ustedes, los ingleses, son todos unos pillastres —continuó mi patriótico australiano de Flensborg o Stettin, en verdad no recuerdo ahora qué decente puertecito de las costas del báltico fue mancillado por ser el nido de ese precioso pájaro—. ¿Qué son ustedes para gritar? ¿Eh? ¡Dígame! No son mejores que otros, y ese viejo granuja hizo un alboroto del demonio conmigo.