y, para decirlo con franqueza, un magistrado policial cualquiera, y dos asesores náuticos, no sirven para mucho más que eso. No quiero decir que esos sujetos fuesen estúpidos. El magistrado se mostró muy paciente. Uno de los asesores era un capitán de veleros, de barba rojiza y disposición piadosa. El otro era Brierly. El Gran Brierly. Algunos de ustedes deben haber conocido al Gran Brierly, el capitán del barco más famoso de la línea Blue Star . Ese es el hombre.
Parecía aburrido al máximo por el honor que se le había confiado. Jamás en la vida cometió un error, nunca tuvo un accidente nunca un tropiezo, nunca un freno en su ascenso continuado, y parecía ser uno de esos individuos afortunados que nada saben acerca de indecisiones, y mucho menos de desconfianza respecto de sí mismos. A los treinta y dos años tenía uno de los mejores mandos del tráfico oriental, y lo que es más, sentía una alta estima por lo que poseía. Nada había en el mundo que se le asemejara, y supongo que si se le hubiese preguntado a boca de jarro, habría confesado que, en su opinión, no existía otro comandante igual. La elección había recaído sobre el hombre adecuado. El resto de la humanidad que no dirigía el vapor Ossa , de acero, capaz de desarrollar dieciséis nudos, estaba constituido por criaturas más bien dignas de lástima.
Había salvado vidas en el mar, rescatado barcos en aprietos, los aseguradores le habían regalado un cronómetro de oro, y algún gobierno exterior un par de binoculares con una inscripción adecuada, en conmemoración de dichos servicios. Poseía plena conciencia de sus méritos y recompensas. Yo le tenía bastante simpatía, aunque algunos que conozco —hombres tímidos, amistosos— no podían soportarlo para nada. No me cabe la menor duda de que se consideraba muy por encima de mí —y en verdad, si uno hubiera sido emperador de Occidente y de Oriente, no habría podido pasar por alto su propia inferioridad en presencia de él—, pero no conseguía engendrar en mí un verdadero sentimiento de ofensa.
No me despreciaba por nada que yo pudiese solucionar, por nada de lo que yo fuese. ¿Saben? Yo era una cifra insignificante nada más que porque no era el hombre afortunado de la tierra, no era Montague Brierly, al mando del Ossa , ni el dueño de un cronómetro de oro con una inscripción, ni de binoculares con montura de plata que atestiguasen la excelencia de mi capacidad marinera y mi indomable denuedo. No era dueño de un agudo sentimiento de mis méritos y recompensas, aparte del amor, o mejor, la adoración de un perdiguero negro, el más maravilloso de su tipo, pues nunca hubo un hombre así amado por un perro como ese. No cabe duda de que el hecho de que le impusieran todas esas cosas resultaba exasperante; pero cuando pensé que yo me encontraba vinculado a esas fatales desventajas, junto con doce millones de seres más o menos humanos, descubrí que podía soportar mi parte de su lástima bonachona y despectiva, a cambio de algo definido y atrayente que había en el hombre. Nunca intenté caracterizar ese atractivo, pero había momentos en que lo envidiaba. El aguijón de la vida no podía hacer con su alma complaciente más de lo que puede hacer el raspar de un alfiler en la cara lisa de una roca. Eso era envidiable.
Mientras lo contemplaba, flanqueado a un lado por el magistrado modesto y de rostro pálido, que presidía la investigación, su satisfacción consigo mismo presentaba, ante mí y ante el mundo, una superficie dura como el granito. Muy poco después se suicidó.
No es extraño que el caso de Jim lo aburriese, y mientras yo pensaba con algo parecido al temor de ver la inmensidad de su desprecio hacia el joven interrogado, él tal vez llevara a cabo una silenciosa investigación de su propio caso. El veredicto debe de haber sido de culpa sin atenuantes, y se llevó el secreto de la prueba consigo, en ese salto al mar. Si entiendo algo de los hombres, el caso, no cabe duda, era de la más grave importancia, una de esa; cositas que despiertan ideas, que dan vida a cierto pensamiento con el cual un hombre, no acostumbrado a esa compañía, encuentra imposible vivir. Ahora me encuentro en condiciones de saber que no se trataba de dinero, y que no era la bebida, ni una mujer.
Saltó sobre la borda, al mar, apenas una semana después del final de la investigación, y menos de tres días más tarde de zarpar del puerto, en su viaje hacia alta mar; como si en ese punto exacto, en medio de las aguas, hubiese descubierto de pronto las puertas de otro mundo, abiertas de par en par para su recepción.
Pero no fue un impulso repentino. Su canoso primer oficial, un marino de primera calidad y un anciano muy agradable con los desconocidos, pero en sus relaciones con su comandante el más hosco primer oficial que haya conocido, relata la historia con lágrimas en los ojos. Parece que cuando subió al puente, por la mañana, Brierly había estado escribiendo en el cuarto de mapas.
—Eran las cuatro menos diez —dijo—, y, por supuesto, la segunda guardia no había sido relevada.
Oyó mi voz en el puente, hablando con el segundo oficial, y me llamó. Y o no tenía deseos de ir, y esa es la verdad, capitán Marlow. No podía soportar al pobre capitán Brierly, se lo digo con vergüenza.
Nunca sabemos de qué está hecho un hombre. Se lo había ascendido por encima de muchos otros, sin contarme a mí, y tenía una maldita manera de hacer que uno se sintiese pequeño, nada más que por la forma en que decía «Buenos días». Jamás le hablaba, como no fuese por asuntos de trabajo, y en esas ocasiones tenía que esforzarme mucho para hablarle con cortesía. —En ese sentido, se auto elogiaba. A menudo me pregunté cómo Brierly pudo aguantar sus modales durante más de medio viaje—. Tengo esposa e hijos —continuó—, y hacía diez años que estaba en la Compañía, esperando siempre el próximo mando como un verdadero tonto. Y él me dice: «Venga, Mr. Jones —con esa voz jactanciosa que tenía—. Venga, Mr. Jones». Fui. «Determinaremos la posición», dice, inclinándose sobre el mapa, con un compás en la mano. Según las órdenes corrientes, el oficial que dejaba la guardia tenía que hacer eso al final de ella. Pero yo no contesté, y seguí mirando mientras él señalaba la posición del barco con una minúscula cruz y escribía la fecha y la hora. Puedo verlo en este momento mismo, escribiendo con sus pulcros números: diecisiete, ocho, cuatro de la mañana. El año queda escrito en tinta roja en la parte superior del mapa. Nunca usaba sus mapas más de una vez por año, el capitán Brierly. Yo lo tengo ahora. Cuando termina, se queda mirando la marca que trazó y sonríe para sí, y luego me mira. «Treinta y dos millas más con el mismo rumbo —dice—, y entonces usted podrá alterar el rumbo veinte grados al suroeste».
Pasábamos al norte del banco Héctor en este viaje. Respondí «Muy bien señor», mientras me preguntaba por qué se tomaba tanto trabajo ya que de cualquier manera yo tenía que llamarlo antes de modificar el rumbo. En ese momento sonaron las ocho campanadas; salimos al puente, y el segundo oficial, antes de irse, menciona, como de costumbre, «setenta y una en la corredera». El capitán Brierly mira la brújula y después pasea la mirada en torno.
Era una noche negra y clara, y todas las estrellas se destacaban como en una noche helada de altas latitudes.
De pronto dice, con una especie de suspiro:
—Voy a proa, y yo mismo pondré la corredera en cero para usted, de modo que no haya errores.
Treinta y dos millas más de este rumbo, y ya estará a salvo. Veamos… la corrección de la corredera es de un seis por ciento aditivo; digamos, entonces, treinta según la esfera y puede virar veinte grados a estribor en el acto. De nada sirve perder distancia, ¿verdad? Jamás lo había escuchado hablar tanto de una vez, y, según me parecía, sin necesidad. No respondí.
Bajó por la escala y el perro, que siempre le pisaba los talones, fuese a donde fuere, de día o de noche, lo siguió, deslizando el hocico ante sí. Oí los tacones de sus botas que golpeteaban en el puente de popa, y luego se detuvo y le habló al perro.
—Vuelve, Rover. ¡Al puente, amigo! ¡Vamos… vete! —Luego me llama desde la oscuridad—: Encierre a ese perro en el cuarto de mapas, Mr. Jones, ¿quiere? Esa fue la última vez que escuché su voz, capitán Marlow.
Fueron las últimas palabras que pronunció al alcance del oído de ningún ser humano viviente, señor.
En ese punto la voz del anciano se volvió un tanto insegura.
—Temía que el pobre animal saltara tras él, ¿entiende? —continuó con voz