Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad


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      Lo miré. El rojo de su clara tez tostada se acentuó de pronto, bajo el vello de las mejillas le invadió la frente, se difundió hasta las raíces de su cabello rizado. Las orejas adquirieron un intenso tono carmesí, e inclusive el claro azul de los ojos se oscureció en varios matices con la precipitación de la sangre a la cabeza. Frunció un poco los labios, temblorosos, como si hubiese estado a punto de estallar en lágrimas. Me di cuenta de que era incapaz de pronunciar una palabra a consecuencia del exceso de su humillación. Y también por desilusión… ¿quién sabe? ¿Tal vez ansiaba los puñetazos que pensaba darme para rehabilitarse, para tranquilizarse? ¿Quién puede decir qué alivio esperaba de esa posibilidad de una riña? Era lo bastante ingenuo como para esperar cualquier cosa; pero en este caso se había traicionado sin motivos. Se mostró franco consigo mismo —y no hablamos de mí—, en la loca esperanza de llegar, de esa manera, a alguna refutación eficaz, y las estrellas le fueron irónicamente desfavorables. Emitió un sonido inarticulado con la garganta, como un hombre semi atontado por un golpe en la cabeza. Era lamentable.

      No volví a alcanzarlo hasta mucho más allá de los portones. Inclusive tuve que trotar un poco al final, pero cuando, casi sin aliento, junto a él, lo acusé de huir, respondió «¡Jamás!», y en el acto se volvió. Le expliqué que no tenía la intención de decir que huyese de mí.

      —De ninguno… ni de un solo hombre de la tierra —afirmó con expresión de terquedad. Me abstuve de señalarle la única y evidente excepción que requería para los más valientes de entre nosotros; pensé que muy pronto la descubriría él mismo. Me miró con paciencia mientras yo pensaba en algo que decirle, pero en el momento no pude encontrar nada, y él comenzó a alejarse. Lo seguí, ansioso de no dejar que se fuera. Le dije, deprisa, que no podía pensar siquiera en separarme de él sin eliminar una falsa impresión acerca de mí… de mí… tartamudeé. La estupidez de la frase me asustó, mientras trataba de terminarla pero el poder del habla nada tiene que ver con su sentido o con la lógica de su construcción.

      Mi estúpido mascullar pareció complacerlo.

      Me interrumpió diciendo, con cortés placidez, que hablaba de una inmensa capacidad de dominio, o si no de una maravillosa elasticidad de espíritu:

      —El error fue mío. —Me asombré ante esta expresión; habría podido estar refiriéndose a un suceso insignificante. ¿Acaso no entendía su deplorable significado?— Muy bien ¿puede perdonarme? —continuó, y luego siguió diciendo, con cierta melancolía—: Toda esa gente que me miraba en el tribunal parecía tan tonta que… que podría haber ocurrido tal como lo supuse.

      Esto, para mi asombro, abrió de pronto una nueva visión de él. Lo miré con curiosidad, y me encontré con sus ojos imperturbables e impenetrables.

      —No puedo soportar estas cosas —dijo, con suma sencillez—, ni quiero hacerlo. En el tribunal es distinto.

      Eso tengo que aguantarlo… y también puedo hacerlo.

      No pretendo haberlo entendido. Las visiones que me permitió tener de él eran como esas vislumbres a través de las móviles desgarraduras de una densa niebla trozos de detalles vívidos y fugaces, que no ofrecían una idea coherente del aspecto general de un paisaje. Alimentaban la curiosidad de uno sin satisfacerla; no servían para los fines de la orientación. En conjunto, el hombre resultaba equívoco.

      Así lo resumí para mis adentros, cuando me separé de él, ya avanzada la noche. Yo me hospedaba en la Casa Malabar durante algunos días, y ante mi insistente invitación cenó conmigo allí.

      Esta tarde había llegado un barco correo, y el gran comedor del hotel estaba ocupado en su mayor parte por personas con pasajes de cientos de esterlinas, de un viaje alrededor de la tierra. Había parejas de casados, de aspecto doméstico y aburrido, en medio de su viaje; había grupos grandes y pequeños, e individuos aislados que cenaban con solemnidad o festejaban ruidosamente, pero todos pensaban, conversaban, bromeaban o fruncían el entrecejo como lo hacían en su casa; y con una receptividad tan inteligente de nuevas impresiones como sus baúles, en sus habitaciones de arriba. En adelante se los rotularía, pasajeros en tal o cual lugar, lo mismo que su equipaje. Atesorarían esa distinción de sus personas, y conservarían los rótulos engomados en sus maletas, como pruebas documentales, como el único rastro permanente de su empresa de perfeccionamiento.

      Criados de rostros morenos caminaban sin ruido sobre el vasto y lustrado piso; de vez en cuando se escuchaba una risa de muchacha, tan inocente y vacía como su mente, o, en un repentino silencio del rumor de vajilla unas pocas palabras, de acento afectado, de algún ingenioso que bordaba, en beneficio de un sonriente grupo de comensales, el último relato gracioso de un escándalo a bordo. Dos solteronas nómadas, ataviadas con sus mejores galas recorrían con acrimonia la minuta, y se susurraban unas a otras, con labios descoloridos, rostro pétreo y extravagante, como dos suntuosos espantapájaros.

      Un poco de vino abrió el corazón de Jim y le aflojó la lengua. Me di cuenta de que, además, su apetito era bueno. Parecía haber enterrado en alguna parte el episodio inicial de nuestra relación. Era como algo acerca de lo cual no se volvería a hablar en este mundo. Y durante todo el tiempo tuve ante mí esos ojos azules, juveniles, que miraban directamente a los míos, ese rostro joven esos hombros fuertes, la frente franca y bronceada, con una línea blanca debajo de las raíces del crespo cabello rubio, ese aspecto que a primera vista convocaba todas mis simpatías; ese exterior franco, la sonrisa sincera, la seriedad juvenil. Era de los buenos; era uno de los nuestros. Hablaba con sobriedad, con una especie de compuesta falta de reserva y con un porte tranquilo que podía ser el resultado de un dominio viril, del descaro, de la insensibilidad, de una colosal inconsciencia, de un gigantesco engaño. ¡Quién puede saberlo! Por nuestro tono, habríamos podido estar hablando de una tercera persona, de un partido de fútbol, del tiempo del año pasado. Mis pensamientos flotaron en un mar de conjeturas, hasta que el giro de la conversación me permitió, sin resultar ofensivo, señalar que, en general, esa investigación debía ser bastante molesta para él. Extendió el brazo a través del mantel, me apretó la mano, al lado de mi plato, y me miró con fijeza. Me sobresalté.

      —Tiene que ser muy difícil —tartamudeé, confundido por esa exhibición de sentimiento mudo.

      —Es… un infierno —estalló, con voz apagada.

      El movimiento y las palabras hicieron que dos trotamundos acicalados de una mesa vecina levantasen la mirada, alarmados de su budín helado. Me puse de pie, y pasamos a la galería delantera, para beber café y fumar cigarros.

      En las mesitas octogonales ardían velas en globos de vidrio; grupos de plantas de hojas rígidas separaban los juegos de cómodos sillones de mimbre; y entre los pares de columnas, cuyos fustes rojizos reflejaban, en una larga hilera, el resplandor de las altas ventanas, la noche, reluciente y sombría, parecía colgar como un espléndido cortinado. Las móviles luces de los barcos guiñaban a lo lejos, como estrellas ponientes, y las colinas al otro lado del puerto, parecían negras masas redondas de nubes inmóviles.

      —No pude irme —comenzó a decir Jim—. El capitán lo hizo… Eso está bien para él. Yo no pude y no quise. Todos salieron del asunto, de una u otra manera, pero para mí eso no valía.

      Escuché con atención concentrada, sin atreverme a hacer un solo movimiento en mi sillón; quería saber… y hasta hoy no sé, sólo puedo adivinar. Parecía confiado y deprimido, al mismo tiempo, como si alguna convicción de inculpabilidad, innata frenase la verdad que se retorcía dentro de él a cada rato.

      Empezó por decir, y su tono era como el de quien admite su incapacidad para saltar por sobre una pared de cinco metros, que jamás volvería a su hogar; y esta declaración me recordó lo que había dicho Brierly, «que al viejo párroco de Essex parecía tener no poco cariño por su hijo marinero».

      No puedo decirles si Jim sabía que se le tenía un «cariño» especial. Pero el tono de sus referencias a «mi padre» estaba destinado a darme la idea de que el bueno y viejo párroco rural era casi el mejor hombre