La ocasión era oscura, insignificante… lo que quieran: un joven perdido uno en un millón… Pero era uno de los nuestros; un incidente tan por entero carente de importancia como la inundación de un hormiguero, y sin embargo el misterio de su actitud se apoderó de mí como si hubiese sido un individuo ubicado al frente de su especie, como si la oscura verdad involucrada tuviese la suficiente trascendencia como para afectar la concepción que el género humano tiene acerca de sí mismo…
Marlow hizo una pausa para infundir nueva vida a su cigarro que se apagaba, pareció olvidar el relato, y de pronto lo reinició.
—La culpa es mía, por supuesto. No es correcto interesarse de veras. Es una debilidad mía. La de él era de otra clase. Mi debilidad consiste en no tener un ojo discriminador para lo incidental… para lo exterior… en no saber ver el cesto del recolector de trapos o el delicado lienzo del vecino. El vecino… eso es. He conocido a tantos hombres —continuó, con momentánea tristeza—, y los conocí, además, con ciertos… ciertos… impactos, digamos. Como a ese individuo, por ejemplo… y en cada caso, lo único que veía era nada más que al ser humano. Una maldita cualidad democrática de visión que puede ser mejor que la ceguera total, pero que jamás me resultó ventajosa, puedo asegurarles. Los hombres esperan que uno tenga en cuenta sus delicadas telas.
Pero yo nunca conseguí entusiasmarme con esas cosas. ¡Oh, es un defecto! ¡Es un defecto! Y entonces viene una noche tranquila. Una cantidad de hombres demasiado indolentes para jugar al whist… y un relato…
Volvió a hacer una pausa para esperar una frase de aliento, tal vez, pero nadie habló; sólo el anfitrión, como si cumpliera un degradado deber, murmuró con desgano:
—Usted es tan sutil, Marlow.
—¿Quién? ¿Yo? —preguntó Marlow en voz baja.
Pero él lo era; y por más que trate de tener éxito con esta narración, paso por alto innumerables matices… tan delicados, tan difíciles de transmitir con palabras incoloras. Porque él complicaba las cosas al mostrarse tan sencillo… ¡El más sencillo de los pobres diablos!… ¡Caramba!, resultaba sorprendente.
Estaba ahí, sentado, diciéndome que, tal como lo veía ante mis ojos, no temía enfrentarse con nada… y, además, lo creía. ¡Les digo que era fabulosamente inocente, y que el asunto era enorme, enorme! Lo miré a hurtadillas como si hubiese sospechado que tenía la intención de irritarme. El hombre confiaba en que, «la cara limpia, ¡fíjense!», no había nada que no pudiese enfrentar. Desde que era «así de alto», «un chiquillo», venía preparándose para todas las dificultades que pueden acosarlo a uno en la tierra y en el mar. Confesó con orgullo este tipo de previsión.
Había elaborado peligros y defensas, esperando lo peor, ensayando lo mejor. Tuvo que haber llevado una existencia exaltada. ¿Se lo imaginan? ¡Una sucesión de aventuras, tanta gloria, un avance victorioso! Y el profundo sentimiento de su sagacidad que coronaba todos los días de su vida interior.
Se olvidó de sí mismo. Le brillaron los ojos, y con cada una de las palabras mi corazón, registrado por la luz de su absurdo, se me volvía cada vez más pesado en el pecho. No tuve ganas de reírme, y para no sonreír me compuse un rostro estólido. Él dio muestras de irritación.
—Siempre ocurre lo inesperado —dije, con tono propiciatorio. El que yo fuese tan obtuso le provocó un despectivo «¡Bah!». Supongo que quería decir que lo inesperado no lo rozaba; sólo lo inconcebible podía superar su perfecto estado de preparación. Se lo había atacado por sorpresa… y susurró para sí una maldición contra las aguas y el firmamento, contra el barco, contra los hombres. ¡Y todo lo había traicionado! Se lo indujo, con engaños, a ese tipo de resignación altanera que le impedía levantar siquiera el meñique, en tanto que esos otros que tenían una clarísima percepción de la necesidad real, tropezaban unos contra otros, y sudaban, desesperados, con el asunto del bote. Algo había salido mal allí, a último momento. Parece que en su prisa se las arreglaron, de alguna manera misteriosa, para atascar el retén del bote delantero, y a continuación perdieron el resto de su cordura a consecuencia de la mortífera naturaleza del accidente. Debió ser un espectáculo sumamente bonito el de la feroz industriosidad de esos sujetos, trajinando en un barco inmóvil que flotaba, tranquilo, en el silencio de un mundo dormido, luchando contra el tiempo por liberar el bote.
Arrastrándose en cuatro patas, poniéndose de pie, desesperados, tironeando, empujándose, ladrándose el uno al otro venenosos, prontos a matar, prontos a llorar, y sólo impedidos de lanzarse el uno a la garganta del otro por el temor a la muerte que permanecía silenciosa, detrás de ellos como un capataz inflexible y de ojos fríos. ¡Ah, sí! Debió ser un muy bonito espectáculo. Él lo vio todo, podía hablar de eso con desdén y amargura; tenía un minucioso conocimiento de ello gracias a cierto sexto sentido, entiendo, porque me juró que se mantuvo aparte, sin mirarlos ni a ellos ni al bote, sin una sola mirada.
Y yo le creo. Sí, pienso que debió estar demasiado ocupado observando la amenazadora inclinación del barco, la amenaza en suspenso descubierta en medio de la más perfecta seguridad… fascinado por la espada que colgaba de un pelo sobre su imaginativa cabeza.
Nada en el mundo se movía ante sus ojos, y pudo describirse, sin tropiezos, el repentino sesgo hacia arriba de la oscura línea del horizonte, el súbito ascenso de la vasta llanura del mar, el veloz movimiento sorprendente, el brutal lanzamiento, el apretón del abismo, la lucha sin esperanzas, la luz de las estrellas cerrándose sobre su cabeza para siempre, como la bóveda de una tumba… la rebelión de su vida joven… el negro final. ¡Podía! ¡Caramba! ¿Quién no habría podido? Y deben recordar que era un consumado artista en esa manera peculiar, era un pobre diablo dotado de la facultad de una rápida y previsora visión. Las escenas que ésta le mostraba lo habían convertido en fría piedra, desde las plantas de los pies hasta la nuca, pero en la cabeza había una caliente danza de pensamientos, una danza de pensamientos cojos, ciegos, mudos, un remolino de horrendos tullidos. ¿No les dije que se confesó ante mí como si yo tuviese el poder de atar y desatar? Cavó muy, muy adentro, con la esperanza de mi absolución, que de nada le habría servido. Era uno de esos casos que ningún solemne engaño puede paliar, que ningún hombre puede atenuar; en que su propio Hacedor parece abandonar a un pecador a su propio arbitrio.
Se hallaba en el lado de estribor del puente, tan lejos como podía apartarse de la lucha por el bote, que seguía con la agitación de la locura y el sigilo de una conspiración. Entretanto, los dos malayos continuaban aferrados a la rueda del timón. Imagínense a los actores de ese episodio, ¡gracias a Dios!, único en el mar, cuatro hombres fuera de sí, con feroces y secretos esfuerzos, y tres que miraban en completa inmovilidad, y arriba las toldillas descubrían la ignorancia de cientos de seres humanos, con su fatiga, con sus sueños, con sus esperanzas, detenidos, inmovilizados por una mano invisible al borde de la aniquilación. Pues eso eran, no me cabe duda: dada la situación del barco, esa era la más mortífera descripción posible del accidente que podía ocurrir.
Esos sujetos del bote tenían todos los motivos para enloquecer de terror. Para decirlo con franqueza, si yo hubiese estado allí, no habría dado ni siquiera una moneda falsa por la posibilidad que tenía el barco de mantenerse a flote al cabo de cada segundo.
¡Y, sin embargo, seguía flotando! Los peregrinos dormidos estaban destinados a cumplir toda su peregrinación hasta la amargura de algún otro extremo.
Era como si la Omnipotencia, cuya merced confesaban, necesitara su humilde testimonio en la tierra durante algún tiempo más, y hubiese mirado hacia abajo para hacer una señal, «¡no lo harás!» al océano. Su salvación lo habría preocupado como un suceso prodigiosamente inexplicable si no supiese cuán recio puede ser el hierro viejo; a veces tanto como el espíritu de algunos hombres que conocemos de vez en cuando, desgastados hasta quedar convertidos en una sombra y haciendo frente al peso de la vida. Y no menos asombrosa, en esos veinte minutos, para mí, es la conducta de los dos timoneles. Se contaban entre el grupo nativo de todo tipo traído desde Adén para prestar testimonio en la investigación. Uno de ellos víctima de una intensa timidez, era muy joven y con sus facciones suaves, amarillas alegres, parecía más joven aún de lo que era. Recuerdo muy bien