Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad


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otro, con pacientes ojos parpadeantes, un pañuelo de algodón azul, descolorido de tanto lavado, anudado con una elegante torsión, una cantidad de mechones grises, la cara hundida en torvos huecos, la piel morena oscurecida por una red de arrugas, explicó que tuvo conocimiento de que algo malo le ocurría al barco, pero que no hubo órdenes; no recordaba una orden; ¿por qué había de abandonar el timón? A otras preguntas, echó hacia atrás los flacos hombros y declaró que jamás se le habría ocurrido pensar que los hombres blancos estuviesen a punto de abandonar el barco por miedo a la muerte. Tampoco lo creía en ese momento. Debían de haber existido razones secretas. Movió sabiamente la vieja barbilla. ¡Ah!, razones secretas. Era un hombre de gran experiencia, y quería que ese Tuan blanco supiera —se volvió hacia Brierly, quien no levantó la cabeza— que había adquirido un conocimiento de muchas cosas al servir a hombres blancos en el mar durante muchos años… De pronto, con temblorosa excitación, derramó sobre nuestra atención hechizada una cantidad de nombres de sonidos extraños, nombres de capitanes muertos, nombres de barcos olvidados, nombres de sonidos familiares y deformados, como si las manos del tiempo sordo hubiesen trabajado en ellos durante siglos. Por fin lo hicieron callar. El silencio invadió el tribunal, un silencio que permaneció intacto durante un minuto, por lo menos, y se confundió poco a poco con un profundo murmullo. Ese episodio fue la sensación del segundo día del tribunal…

      Afectó a todo el público, afectó a todos, salvo a Jim, quien continuaba sentado, lúgubre, al final del primer banco, y que no levantó la mirada ante ese extraordinario y condenatorio testigo que parecía dueño de cierta misteriosa teoría de la defensa.

      De modo que los dos lascars se pegaron al timón del barco sin estela donde la muerte los habría encontrado si tal hubiese sido su destino. Los blancos no les dedicaron ni media mirada, y tal vez habían olvidado su existencia. No cabe duda de que Jim no los recordaba. Recordaba que nada podía hacer; nada podía hacer, estaba solo. Sólo restaba hundirse con el barco. Era inútil armar un alboroto al respecto. ¿Lo era? Esperó erguido, sin un sonido, rígido con la idea de cierto tipo de discreción heroica.

      El jefe de máquinas corrió con cautela a través del puente, para tironearle de la manga.

      —¡Venga a ayudar! ¡Por amor de Dios, venga a ayudar! Corrió de vuelta al bote en puntas de pie, y regresó en el acto para tironearle otra vez de la manga, rogándole y maldiciéndolo al mismo tiempo.

      —Creo que me habría besado las manos —dijo Jim, con salvajismo—, y al instante siguiente lanza espumarajos y me susurra en la cara: «Si tuviera tiempo, le abriría el cráneo de un golpe». Lo aparté.

      De pronto me tomó del cuello. ¡Maldito sea! Lo golpeé. Lo golpeé sin mirarlo. «¿No quiere salvar su propia vida… cobarde del demonio?» —sollozó—. ¡Cobarde! ¡Me llamó cobarde del demonio! ¡Ja, ja, ja! Me llamó a mí… ¡Ja, ja, ja!…

      Se había echado hacia atrás, y se sacudía de risa.

      Nunca en la vida escuché nada tan amargo como ese ruido. Cayó como un marchitamiento sobre toda la alegría vinculada con burros, pirámides, ferias, o qué sé yo. En toda la vaga longitud de la galería, las voces descendieron, los pálidos manchones de rostros se volvieron hacia nosotros, al unísono, y el silencio se hizo tan profundo, que el claro tintineo de una cucharilla que caía al piso teselado de la galería resonó como un grito minúsculo y argentino.

      —No debe reír así, con toda esta gente que nos rodea —le reproché—. No les resulta agradable, ¿sabe? No dio señales de haberme escuchado al comienzo, pero al cabo de un rato, con una mirada que, sin verme, parecía hurgar el corazón de alguna visión espantosa, murmuró, indiferente:

      —Oh, pensarán que estoy borracho.

      Y después de eso, uno habría creído, por su aspecto, que jamás volvería a emitir un sonido. ¡Pero nada de eso! Ya no podía dejar de hablar, como no habría podido dejar de vivir por simple fuerza de voluntad.

      Yo me decía: «¡Húndete…, maldito seas! ¡Húndete!».

      Estas fueron las palabras con que reanudó su relato. Quería terminar con eso. Había quedado muy solo, y formuló en su cabeza esa frase al barco, en un tono de imprecación, en tanto que, al mismo tiempo, gozaba del privilegio de presenciar escenas —hasta donde puedo juzgarlo— de baja comedia. Estaban enloquecidos con el retén. El capitán ordenaba:

      —Métanse abajo y traten de levantar —y los otros, como es natural, no le obedecieron. Entiendan que ser aplastados bajo la quilla de un bote no era una situación deseable, para ser atrapado si el barco se hundía de repente.

      —¿Por qué no lo hace usted… usted que es el más fuerte? —gimió el pequeño maquinista.

      —¡Gott maldito! Soy demasiado grueso —farfulló el capitán, desesperado. Era lo bastante gracioso como para hacer llorar a los ángeles. Permanecieron ociosos durante un rato, y de pronto el jefe de máquinas volvió a precipitarse sobre Jim.

      —¡Venga a ayudar, hombre! ¿Está loco, quiere desperdiciar su única oportunidad? ¡Venga a ayudar, hombre! ¡Hombre! ¡Mire ahí… mire! Y por último Jim miró a popa, hacia donde el otro señalaba con maniática insistencia. Vio una silenciosa borrasca negra que ya había devorado casi un tercio del cielo. Ya saben cómo aparecen esas borrascas allí, en esa época del año. Primero se ve un oscurecimiento del horizonte… nada más. Después se eleva una nube, opaca como una pared.

      Un borde recto de vapor, forrado de enfermizos resplandores blancos, asciende desde el suroeste, tragándose las estrellas de constelaciones enteras; su sombra vuela sobre las aguas, y confunde el cielo y el mar en un abismo de oscuridad. Y todo está inmóvil.

      Nada de truenos, ni viento, ni sonidos; ni un parpadeo de relámpagos. Y luego, en la tenebrosa oscuridad, aparece un arco lívido; una o dos olas como ondulaciones de la oscuridad misma, pasan de largo, y de repente, el viento y la lluvia golpean juntos con una peculiar impetuosidad, como si hubieran estallado a través de algo sólido.

      Una nube así había surgido mientras no miraban.

      Acababan de verla y tenían perfecta justificación al suponer que sien una tranquilidad absoluta el barco tenía alguna posibilidad de mantenerse a flote unos minutos más, la menor perturbación del mar terminaría con él en el acto. Su primer cabeceo ante la ola que precede al estallido de esa turbonada sería el último, se convertiría en una zambullida, por así decirlo, se prolongaría en un hundimiento muy lento, hacía bajo, cada vez más hasta el fondo. De ahí esos nuevos saltos del terror de ellos esas nuevas cabriolas en que exhibían su extrema aversión a morir.

      —Estaba negro, negro —continuó Jim con lúgubre firmeza—. Había caído sobre nosotros desde atrás.

      ¡Un infierno! Supongo que todavía me quedaba, en el fondo de los pensamientos, alguna esperanza. No sé. Pero entonces todo terminó. Me enfureció tanto verme atrapado de esa manera… Estaba colérico, como si me hubiese tendido una trampa. ¡Estaba atrapado! Y la noche, además, era calurosa, recuerdo.

      Ni un soplo de aire.

      Se acordaba tan bien que, al jadear en la silla parecía sudar y ahogarse ante mis ojos. No cabe duda de que lo enfureció; volvió a golpearlo de nuevo —por así decirlo—, pero también le hizo recordar el importante objetivo que lo había hecho correr por el puente, sólo para desaparecer por completo de sus pensamientos. La intención era la de cortarlas amarras de los botes salvavidas. Sacó el cuchillo y se dedicó a cortar como si nada hubiese visto, nada oído, nada sabido de nadie a bordo. Lo consideraron desesperanzadamente equivocado y enloquecido, pero no se atrevieron a protestar contra esta inútil pérdida de tiempo. Cuando terminó, volvió al mismo punto del cual había salido. El jefe estaba; allí, preparado para aferrarlo y susurrarle, cerca de la cabeza, con tono urticante, como si quisiera morderle la oreja:

      —¡Tonto estúpido! ¿Piensa que tendrá la sombra de una posibilidad cuando todos