principio se sintieron demasiado desconcertados para decir nada más —narró, con voz calma—, ¿y qué podía decirles yo a ellos? —Vaciló por un instante, e hizo un esfuerzo para continuar—. Me dijeron cosas horribles. —La voz se le hundió hasta convertirse en un susurro; de vez en cuando ascendía, de repente, endurecida por la pasión del desprecio, como si hubiera hablado de abominaciones secretas:
—No hablemos de lo que me dijeron —dijo, torvo—. Pude percibir el odio de sus voces. Y eso era bueno. No me perdonaban por estar en ese bote.
Me odiaban. Los enloquecía… —Lanzó una breve carcajada—. Pero a mí me impidió… ¡mire! Yo estaba sentado, cruzado de brazos, en la borda. —Se encaramó, con viveza, en el borde de la mesa, y se cruzó de brazos…— Así, ¿ve? Un pequeño movimiento hacia atrás, y habría desaparecido… detrás de los otros. Un movimiento pequeñísimo… apenas… muy pequeño. —Frunció el ceño, se golpeó la frente con la yema del dedo medio—. Estaba siempre presente —dijo, con acento impresionante—. Todo el tiempo… esa idea. Y la lluvia… fría, densa, fría como la nieve fundida… más fría… sobre mis delgadas ropas de algodón… nunca volveré a sentir tanto frío en mi vida, lo sé. Y el cielo estaba negro… Todo negro. Ni una estrella ni una luz en ninguna parte. Nada, fuera de ese maldito bote y de los dos que aullaban ante mí, como un par de sucios perros mestizos ante un ladrón acorralado. ¡Ladraban y ladraban! ¿Qué hace ahí? ¡Gran persona! Demasiado aristocrático para ayudar. Ya salió de su sueño, ¿eh? ¿Para deslizarse aquí? ¿No es cierto? ¡Ladrido, ladrido! ¡No tiene derecho a vivir! ¡Ladrido, ladrido! Dos de ellos juntos, tratando cada uno de ladrar más que el otro. El otro aullaba desde la popa, a través de la lluvia… No podía verlo… no lo distinguía… parte de su sucia jerga. ¡Ladrido, ladrido! ¡Guuuauuuuuu! ¡Ladrido, ladrido! Escucharlos resultaba encantador; me mantenían con vida, se lo aseguro. Me salvó la vida. ¡Y siguieron, como si trataran de derribarme por la borda con el ruido!…
—Me extraña que haya tenido suficiente valor para saltar. Aquí no lo queremos. Si hubiese sabido quién era, lo habría arrojado… zorrino. ¿Qué hizo con el otro? ¿De dónde sacó el valor para saltar… cobarde? ¿Qué puede impedirnos a los tres arrojarlo al mar…?
Les faltaba el aliento; el chubasco pasó de largo. Y después nada. Nada había en torno del bote, ni un ruido Querían verme caer por la borda, ¿eh? ¡Lo juro! Creo que habrían satisfecho sus deseos si se hubiesen callado. ¡Arrojarme por la borda! Sí, ¿eh? «Inténtelo —dije—. Lo haría por dos peniques». «¡Sería un favor para usted!», chillaron juntos. Reinaba tanta oscuridad, que sólo cuando uno u otro de ellos se movía tenía la certeza de verlos. ¡Cielos! Mi único deseo era que lo intentaran.
No pude dejar de exclamar:
—¡Qué asunto extraordinario!
—¿No está mal, eh? —dijo él, como asombrado, en cierto modo—. Fingieron creer que había matado a ese hombre-burro por no sé qué motivo. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Y cómo demonios podía saberlo yo? ¿No llegué de alguna manera al bote, a ese bote?… Yo… —Los músculos de alrededor de los labios se le contrajeron en una mueca inconsciente, que desgarró la máscara de su expresión habitual, algo violento, de corta vida, y esclarecedor como un relámpago que permite que el ojo penetre por un instante en las circunvoluciones secretas de una nube—. Por cierto que sí, estaba allí, con ellos… ¿no es verdad? ¿No es espantoso que un hombre se vea empujado a hacer una cosa como esa… y ser responsable? ¿Qué sabía yo acerca del George por quien aullaban? Recordé haberlo visto acurrucado en el puente. «¡Cobarde asesino!», siguió llamándome el jefe. Parecía no recordar otras dos palabras. A mí no me importaba, sólo que el ruido empezó a preocuparme. «¡Cállese!», dije. Entonces juntó fuerzas para un condenado chillido. «Usted lo mató. Usted lo mató». «No —grité—, pero lo mataré a usted». Me puse de pie de un salto, y él cayó hacia atrás, sobre un banco, con un ruido espantoso. No sé por qué. Demasiada oscuridad. Trató de retroceder, supongo. Yo seguía de pie, de frente a la popa y el desdichado y minúsculo segundo comenzó a gemir: «No golpeará a un tipo con el brazo roto… y eso que se considera un caballero». Escuché mis pesados pasos… uno… dos y un gruñido jadeante.
Un rostro animal venía hacia mí, golpeando el reino sobre la popa. Lo vi avanzar, enorme, enorme… como se ve a un hombre en una bruma, en un sueño. «Venga», grité. Habría caído sobre él como un montón de desperdicios. Se detuvo, masculló algo para sí, y retrocedió. Quizás había oído el viento. Yo no. Fue la última ráfaga fuerte que tuvimos. Volvió a su remo. Yo lo lamenté. Habría querido…
Abrió y cerró los dedos encorvados, y las manos describieron un aleteo ansioso y cruel.
—Calma, calma —murmuré.
—¿Eh? ¿Qué? No estoy excitado —reprochó, muy ofendido, y con un movimiento convulsivo del codo derribó la botella de coñac. Yo me adelanté, raspando la silla contra el suelo. Él saltó de la mesa como si una mina hubiese estallado a su espalda, y se volvió a medias antes de caer de nuevo, acurrucado, y mostrándome un par de ojos sobresaltados y un rostro blanco en torno de las fosas nasales.
Luego apareció una expresión de intenso disgusto.
—Lo siento mucho. ¡Qué torpeza! —murmuró, muy molesto, en tanto que el punzante olor del alcohol derramado nos envolvía, de pronto, con una atmósfera de mísera borrachera en la fresca y pura oscuridad de la noche. En el comedor las luces estaban apagadas; nuestra vela parpadeaba, solitaria, en la larga galería, y las columnas se habían vuelto negras, desde el pedestal hasta el capitel. Bajo las lívidas estrellas la alta esquina de la Oficina de Puertos se destacaba con claridad a través de la explanada, como si el sombrío edificio se hubiese deslizado, acercándose, para ver y escuchar.
Él adoptó una expresión de indiferencia.
—Me atrevo a afirmar que ahora estoy menos calmo que entonces. Estaba dispuesto a todo. Esas eran tonterías.
—Pasó momentos muy animados en ese bote —señalé.
—Estaba preparado —repitió—. Después que se extinguieron las luces del barco, cualquier cosa habría podido suceder en ese bote… Cualquier cosa… y el mundo no se hubiese enterado. Lo sentí, y me agradó.
Y, además, había suficiente oscuridad. Éramos como hombres emparedados en una tumba espaciosa. Ninguna relación con nada en el mundo. Nadie que pudiese opinar. Nada importaba. —Por tercera vez durante esta conversación, lanzó una carcajada áspera, pero no había nadie cerca que pudiese sospechar que estaba apenas bebido—. Ni temor, ni ley, ni sonidos, ni ojos —ni siquiera los nuestros—, hasta la salida del sol, por lo menos.
Me llamó la atención la sugestiva veracidad de sus palabras. Hay algo de singular en un bote de reducidas dimensiones, en alta finar. Sobre las vidas transportadas bajo la sombra de la muerte parece caer la sombra de la locura. Cuando el barco le falla a uno, parece fracasarle todo el mundo; el mundo que lo hizo a uno, que lo contuvo, lo cuidó. Es como si las almas de los hombres, flotantes en un abismo y en contacto con la inmensidad, quedasen libres para cualquier exceso de heroísmo, absurdo o abominación. Por supuesto, como en el caso de las creencias, los pensamientos, el amor, el odio, la convicción o inclusive el aspecto visual de las cosas materiales, hay tantos náufragos como hombres, y en ese naufragio existía algo abyecto que hacía que el aislamiento resultase más completo; había una ruindad de circunstancias que separaba a esos hombres del resto de la humanidad, en forma mucho más completa; de la humanidad cuyo ideal de conducta jamás había sufrido la prueba de una broma diabólica y atroz. Estaban exasperados con él por ser un holgazán indiferente; él concentraba en ellos su odio hacia todo aquello; le habría agradado tomarse una gran venganza por la aborrecible oportunidad que pusieron en su camino. Es indudable que un bote en alta mar saca a la superficie lo Irracional que se encuentra agazapado en el fondo de todos los pensamientos, sentimientos, sensaciones, emociones.
El hecho de que no llegasen a los golpes formaba parte de la burlesca ruindad que impregnaba ese desastre