Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad


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luego de esperar un rato:

      —Bien ¿y qué ocurrió? Pregunta inútil. Yo sabía ya demasiado para esperar la gracia de un solo toque de elevación, el favor de una insinuación de locura, de una sombra de horror.

      —Nada —respondió—. Yo hablaba en serio, pero ellos no hacían más que ruido. Nada ocurrió.

      Y el sol naciente lo encontró tal como había saltado al comienzo, en la proa del bote. ¡Qué persistencia de vigilia! Y, además, se había pasado toda la noche con la caña del timón en la mano. Ellos habían dejado caer el timón por la borda cuando trataban de subirlo al bote, y supongo que la caña llegó de alguna manera a proa, impulsada por un puntapié, mientras corrían de un extremo a otro del bote, tratando de hacer todo tipo de cosas a la vez para alejarse del barco. Era un trozo de madera duro, largo y pesado, y en apariencia lo tuvo aferrado durante seis horas, más o menos. ¡Si no consideran que eso es estar preparado! ¿Lo imaginan, silencioso y de pie, la mitad de la noche, de cara a las ráfagas de lluvia, observando formas sombrías, vigilando vagos movimientos, aguzando los oídos para percibir los escasos murmullos bajos de la cámara de popa? ¿Firmeza de valentía, o esfuerzo de temor? ¿Qué les parece? Y la resistencia también es innegable.

      Seis horas, más o menos, a la defensiva; seis horas de alerta inmovilidad, mientras el bote avanzaba con lentitud o flotaba, detenido, según el capricho del viento; en tanto que el mar, calmo, dormía por fin; mientras las nubes pasaban por sobre su cabeza; mientras el cielo, desde una inmensidad opaca y negra, disminuido hasta quedar convertido en una bóveda sombría y lustrosa, centelleaba con mayor brillo, se decoloraba hacia el este, palidecía en el cenit; mientras las sombras oscuras que borraban las bajas estrellas de popa adquirían contornos, relieves, se convertían en hombros, cabezas, caras, facciones… lo enfrentaban con terribles miradas, tenían cabellos enmarañados, ropas rasgadas, párpados enrojecidos en la aurora blanca.

      —Parecían haber estado embriagados durante una semana, cayéndose en todos los arroyos —describió, con términos gráficos; y luego murmuró algo acerca de que la salida del sol fue del tipo de las que predicen un día sereno. Ya conocen el hábito de los marinos, de referirse al tiempo en relación con cualquier cosa. Por mi parte, sus pocas palabras masculladas fueron suficientes para hacerme ver el limbo inferior del sol iluminando la línea del horizonte, el temblor de una baja ondulación que recorría toda la extensión visible del mar, como si las aguas se hubieran estremecido, dando a luz el globo del sol, en tanto que la última bocanada de brisa agitaba el aire en un suspiro de alivio.

      —Se encontraban en la popa, sentados hombro con hombro, con el capitán en el medio, como tres lechuzas sucias, y me miraban —le oí decir con una intención de odio que destilaba una virtud corrosiva en las palabras comunes, como una gota de poderoso veneno que cayese en un vaso de agua.

      Podía imaginar, bajo el transparente vacío del cielo, a los cuatro hombres apresados en la soledad del mar, el sol solitario, diferente a la mota de vida, que ascendía en la clara curva del cielo como para mirar con ardor, desde una gran altura, su propio esplendor reflejado en el océano inmóvil.

      —Me llamaron desde popa —dijo Jim— como si hubiésemos sido compinches. Los escuché. Me pedían que fuese sensato y dejase caer ese «maldito trozo de madera».

      ¿Por qué quería seguir con eso? No me habían hecho ningún daño, ¿verdad? No había habido daños…

      ¡Daño! El rostro se le empurpuró como si no pudiese librarse del aire de los pulmones.

      —¡No había daños! —estalló—. Dígamelo usted, usted entiende ¿verdad? Se da cuenta… ¿no? ¡No hubo daños! ¡Buen Dios! ¿Qué más podían hacer? Oh, sí, lo sé muy bien… yo salté. Por supuesto…

      ¡Salté! Ya le dije que salté; pero le aseguro que eran demasiados para cualquier hombre. Eran tan culpables como si hubiesen tomado un bichero para hacerme caer en el bote. ¿No lo entiende? Debe entenderlo. Vamos. Hable… sin vueltas.

      Su mirada inquieta se clavó en la mía, interrogó, suplicó, desafió, ordenó. Por más que hice, no pude dejar de murmurar:

      —Ya se lo juzgó.

      —Más de lo que es justo —replicó, con rapidez—. No se me dio ni media oportunidad… con una pandilla como esa. Y ahora se mostraban amistosos…

      ¡Oh, tan condenadamente amistosos! ¡Compinches, compañeros de barco! Todos en el mismo bote. Sacar la máxima ventaja de la situación. No habían tenido la intención de hacer nada. George les importaba un rábano. George había vuelto a su litera, para buscar algo a último momento, y quedó atrapado.

      El hombre era un tonto de remate. Muy triste, por supuesto… Sus ojos me miraban. Movían los labios; meneaban la cabeza en el otro extremo del bote… Tres. Me llamaban… A mí. ¿Por qué no? ¿Acaso no había saltado? No respondí. No hay palabras para el tipo de cosas que yo quería decir. Si hubiese abierto los labios en ese momento, habría aullado como un animal. Me preguntaba cuándo despertaría. Me instaron, en voz alta, a ir a popa y escuchar con tranquilidad lo que el capitán quería decir. Estábamos seguros de ser recogidos antes de la noche… Nos encontrábamos en medio de la línea de tránsito del canal; ya se veía humo hacia el noroeste.

      —Sentí una espantosa sacudida al ver ese leve, tenue borrón, esa baja mancha de bruma parda a través de la cual se puede percibir el límite del mar y el cielo. Les grité que podía oírlos muy bien desde donde estaba. El capitán maldijo, tan ronco como un cuervo. No pensaba hablar a voz en cuello para mi comodidad. «¿Tiene miedo que lo escuchen en la costa?», pregunté. Me miró con furia, como si hubiera tenido deseos de despedazarme. El jefe de máquinas le aconsejó que me siguiese la corriente.

      Le dijo que todavía no estaba bien de la cabeza. El otro se puso de pie a popa, como una gruesa columna de carne… y habló… habló…

      Jim se quedó pensativo.

      —¿Y bien? —pregunté.

      —¿Qué me importaba la historia que hubiesen convenido en relatar? —gritó, irreflexivo—. Podían muy bien decir lo que se les viniera en gana. Era cosa de ellos. Yo conocía la historia. Nada de lo que pudiesen hacer creer a la gente la modificaría en lo que a mí se refería. Lo dejé hablar, argumentar… hablar, argumentar. Siguió y siguió y siguió. De pronto sentí que las piernas se me aflojaban. Estaba enfermo, cansado… mortalmente cansado. Dejé caer la caña del timón, les volví la espalda y me senté en el primer banco.

      Ya era suficiente para mí. Me llamaron para saber si entendía… ¿No era verdad hasta la última palabra? ¡Era verdad, por Dios!, a la manera de ellos.

      No volví la cabeza. Los oí conferenciar. «El tonto del demonio no dirá nada». «Oh, lo entiende muy bien». «Déjelo; no hará nada». «¿Qué puede hacer?» Qué podía hacer. ¿No estábamos todos en el mismo bote? Traté de ensordecerme. El humo había desaparecido hacia el norte. Era una calma chicha. Bebieron del barrilito, y yo también. Después hicieron un gran alboroto con el asunto de extender la vela sobre la borda. ¿Quería yo montar guardia? Se metieron debajo, fuera de mi vista, ¡gracias a Dios! Me sentía agotado, agotado, extenuado, como si no hubiese dormido una hora desde el día en que nací.

      No podía ver el agua por el resplandor del sol. De vez en cuando uno de ellos salía arrastrándose, se ponía de pie para echar una mirada en torno, y se introducía de nuevo. Oí ronquidos debajo de la vela.

      Algunos de ellos podían dormir. Por lo menos uno. ¡Yo no! Todo era luz, luz, y el bote parecía caer a través de ella. De vez en cuando me sentía muy sorprendido de encontrarme sentado en un banco.

      Comenzó a caminar con pasos medidos, de un lado a otro, ante mi sillón, con una mano en los bolsillos del pantalón, la cabeza inclinada, pensativa, y el brazo derecho levantado, a largos intervalos en un ademán que parecía apartar de su camino a un intruso invisible.

      —Supongo que usted pensará que estaba volviéndome loco —comenzó con tono