Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad


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con profunda ironía.

      —¡Sí! ¿No puede entenderlo usted? —exclamó.

      —No sé qué más podía querer —repliqué, colérico.

      Me lanzó una mirada de incomprensión absoluta.

      Esa flecha también se había desviado del blanco, y él no era hombre de preocuparse por flechas extraviadas.

      Palabra de honor, era demasiado poco suspicaz; no constituía una buena presa. Me alegré de que mi proyectil no hubiese acertado, que él no oyera siquiera el sonido de la cuerda del arco.

      Claro que en ese momento no podía saber que el hombre estaba muerto. El minuto siguiente —el último que pasó a bordo— estuvo henchido de un tumulto de sucesos y sensaciones que golpearon en torno de él como el mar contra una roca. Uso el símil adrede porque, por su relato, me veo obligado a creer que mantuvo, durante todo el tiempo, una extraña ilusión de pasividad, como si no hubiese actuado, sino tolerado que lo manipulasen las infernales potencias que lo habían elegido como víctima de su broma pesada. Lo primero que llegó hasta él fue el chirriante balanceo de los pesados pescantes que por fin se movían… una sacudida que pareció entrarle en el cuerpo, desde el puente, a través de las plantas de los pies, y subirle por la columna vertebral hasta la coronilla. Luego, con la borrasca ya muy cerca, otra ola más pesada aún, levantó el casco pasivo en una sacudida amenazadora que le cortó el aliento, en tanto que el cerebro y el corazón juntos se le perforaban, como con gritos de pánico.

      —¡Suelten! ¡Por amor de Dios, suelten! ¡Suelten! ¡Se va! Después de eso, los aparejos de los botes arrastraron los tacos, y un grupo de hombres rompió a hablar en tono sobresaltado, bajo las toldillas.

      —Cuando esos sujetos salieron, sus aullidos eran como para despertar a los muertos —dijo. Como una continuación de la chapoteante conmoción del bote literalmente caído al agua, llegaron los ruidos huecos, pisadas y carreras, mezclados con gritos confusos—. ¡Desenganchen! ¡Desenganchen! ¡Empujen! ¡Desenganchen! ¡Empujen por su vida! Aquí viene una turbonada…

      Escuchó, muy por encima de la cabeza, el leve murmullo del viento; debajo de los pies oyó un grito de dolor. Una voz perdida, cerca, comenzó a maldecir a un gancho giratorio. El barco zumbaba de proa a popa como una colmena agitada, y con la misma voz tranquila con que me relataba todo esto —porque hasta entonces se mostró muy tranquilo en la actitud, el rostro y la voz—, siguió narrando, por así decirlo, sin el menor aviso: —Tropecé con las piernas de él.

      Esa era la primera noticia que tenía de que se hubiese movido. No pude contener un gruñido de sorpresa. Por fin algo lo había hecho moverse, pero en cuanto al momento exacto, en cuanto a la causa que lo arrancó de su inmovilidad, no sabía más de lo que sabe el árbol desarraigado respecto del viento que lo derriba. Todo eso le había ocurrido: los sonidos, las divisiones, las piernas del muerto… ¡Caramba! Le metían diabólicamente en la garganta la broma infernal, pero —fíjense— no pensaba admitir ningún tipo de movimiento de deglución en su gaznate.

      Resulta extraordinaria la forma en que puede arrojarse sobre uno el espíritu de su ilusión. Yo lo escuchaba como se escucha una narración de magia negra que actúa sobre un cadáver.

      —Cayó de costado, con gran suavidad, y eso es lo último que recuerdo haber visto a bordo —continuó.

      No me importaba lo que hiciera. Pareció como si se incorporase; pensé que se incorporaba, es claro. Esperaba verlo pasar corriendo junto a mí, sobre la borda, para dejarse caer en el bote, detrás de los otros. Los escuché removerse abajo, y una voz, como si gritara por un tubo, que llamaba «George». Y enseguida tres voces juntas, unidas en un aullido.

      Me llegaron por separado: una balaba, la otra gritaba, la otra aullaba. ¡Aj! Se estremeció apenas, y lo vi levantarse poco a poco, como si una mano firme, desde arriba, lo hubiera sacado de la silla por el cabello. Se irguió, de a poco… en su máxima estatura, y cuando las rodillas quedaron firmes, la mano lo soltó, y se balanceó sobre sus pies. Había una sugestión de espantosa inmovilidad en su rostro, en sus movimientos, en su voz, cuando dijo «gritaron», e involuntariamente agucé los oídos para percibir la sombra de ese grito que se escucharía a través del falso efecto del silencio.

      —Había ochocientas personas en ese barco —dijo, y me clavó en el respaldo del asiento con esa horrenda mirada vacía. Ochocientas personas vivas, y gritaban por el único hombre muerto y le pedían que bajase y se salvara. «¡Salta, George! ¡Salta! ¡Oh, salta!». Yo tenía la mano apoyada en el pescante.

      Estaba inmóvil. La oscuridad era intensa. No se veía el cielo ni el mar. Oí que el bote golpeaba contra el costado del barco, y no hubo otro sonido abajo, durante un rato, pero el barco que tenía bajo mis pies estaba repleto de ruidos de conversaciones. De repente el capitán aulló «¡Mein Gott ! ¡La borrasca! ¡La borrasca! ¡Apártense!» Con el primer silbido de la lluvia y la primera ráfaga del viento gritaron «¡Salta, George! ¡Te atraparemos! ¡Salta!» El barco inició un lento movimiento descendente; la lluvia lo barría como un mar hirviente. La gorra se me voló de la cabeza; el viento me empujó el aliento de vuelta en la garganta. Oí, como si estuviese en la cima de una torre, otro salvaje chillido: «¡Geoooorge! ¡Oh, salta!» Se hundía, cada vez más, cabeza abajo, bajo mis pies…

      Se llevó la mano, en un movimiento deliberado, a la cara, e hizo movimientos con los dedos, como si le molestara una tela de araña, y después miró la palma abierta durante medio segundo, antes de estallar.

      —Salté… —Se interrumpió, desvió la vista—. Así parece —agregó.

      Sus claros ojos azules se volvieron hacia mí con una mirada lastimosa, y al verlo de pie ante mí, aturdido y herido, me oprimió una triste sensación de resignada sabiduría, mezclada con la divertida y profunda pena de un hombre de edad, impotente ante un desastre infantil.

      —Parece que sí —mascullé.

      —No me di cuenta de nada hasta que levanté la vista —explicó, deprisa. Y eso también es posible.

      Había que escucharlo como se hace con un chiquillo con problemas. No lo sabía. De alguna manera, ocurrió. No volvería a suceder. Aterrizó, en parte, sobre alguien y cayó de través. Sintió como si todas las costillas del lado izquierdo se le hubiesen fracturado; luego rodó sobre sí mismo, y vio, en forma vaga, que el barco que acababa de abandonar se erguía sobre él, con la luz roja del costado ardiendo, grande en la lluvia, como un fuego en el borde de una colina vista a través de la niebla.

      —Parecía más alto que una pared; se erguía como un risco sobre el bote… Tuve deseos de morir —exclamó—. Imposible volver. Era como si hubiese saltado dentro de un pozo… En un agujero profundo y eterno.

      Entrelazó los dedos y los apartó con fuerza.

      Nada podía ser más cierto: en verdad había saltado a un agujero profundo y permanente. Había caído desde una altura que jamás podía volver a escalar.

      Para entonces el bote era impulsado hacia delante, más allá de la proa. La oscuridad era demasiado densa para que se vieran unos a otros, y, lo que es más se encontraban cegados y semi ahogados por la lluvia. Me dijo que era como ser barrido por una inundación a través de una caverna. Volvieron la espalda a la borrasca; parece que el capitán pasó un remo sobre la popa para mantener el bote delante de él, y durante dos o tres minutos el fin del mundo llegó en un diluvio de oscuridad tan profunda como la pez. El mar silbaba «como veinte mil teteras».

      Ese es un símil de él, no mío. Imaginan que no hubo mucho viento después de la primera ráfaga; y él mismo admitió en la investigación que el mar nunca subió mucho, esa noche. Se acurrucó en la proa y lanzó una mirada furtiva hacia atrás. Vio un solo resplandor amarillo de la luz de la punta del mástil, muy arriba, y borroneada como una última estrella a punto de disolverse.

      —Me aterrorizó verla todavía allí —eso