estúpida de las muchedumbres.
Capítulo VIII
No puedo decir cuánto tiempo se quedó inmóvil al lado de la escotilla esperando sentir a cada instante que el barco se hundiera bajo sus pies, y que la acometida del agua lo arrojase hacia atrás, como a una brizna de paja. No habrá sido mucho… tal vez dos minutos. Un par de hombres, a quienes no distinguió, comenzaron a conversar, adormilados, y, además, no pudo decir dónde percibió un curioso ruido de pies que se arrastraban. Por encima de esos leves sonidos se cernía el horrendo silencio que precede a una catástrofe, ese silencio aplastante de antes del estallido. Y entonces se le ocurrió que quizá tendría tiempo de correr y cortar todos los acolladores de las trincas de gancho de los botes, de modo que pudiesen flotar cuando el barco zozobrara.
El Patna tiene una cubierta larga, y todos los botes estaban allí, cuatro de un lado y tres del otro; el más pequeño de ellos del lado de babor, y casi a la misma altura que la rueda del timón. Me aseguró, con evidente deseo de ser creído, que había tenido sumo cuidado en mantenerlos preparados para utilizarlos en un instante. Conocía sus obligaciones. Me atrevo a decir que era un oficial bastante bueno, hasta donde puede afirmarse tal cosa.
—Siempre creí estar preparado para lo peor —comentó, mirándome con ansiedad. Yo di mi aprobación a ese sólido principio, y desvié la vista ante la sutil debilidad del hombre.
Comenzó a correr con inseguridad. Tenía que pasar por encima de piernas, tratar de no tropezar contra las cabezas. De pronto alguien lo tomó de la chaqueta, desde abajo, y una voz acongojada habló junto a su hombro. La luz de la lámpara que llevaba a la derecha cayó sobre un rostro moreno, vuelto hacia arriba, cuyos ojos rodaban junto con la voz.
Había aprendido lo bastante el idioma como para entender la palabra agua, repetida varias veces en un tono de insistencia, de oración, casi de desesperación. Se sacudió para soltarse, y sintió que un brazo le envolvía la pierna.
—El tipo se aferró a mí como un ahogado —dijo, impresionado—. ¡Agua, agua! ¿A qué agua se refería? ¿Qué sabía? Con tanta calma como me fue posible, le ordené queme soltara. Me detenía, el tiempo apremiaba, otros hombres comenzaron a moverse.
Necesitaba tiempo… tiempo para cortar las cuerdas de los botes. Entonces me aferró la mano, y sentí que estaba por gritar. Se me ocurrió que eso bastaría para iniciar el pánico, y moví el brazo libre y le lancé la lámpara a la cara. El vidrio tintineó, la luz se apagó, pero el golpe lo obligó a soltarme, y salí corriendo… quería llegar a los botes. Quería llegar a los botes. Saltó sobre mí desde atrás. Me volví hacia él.
No se quedaba quieto; trató de gritar; casi llegué a estrangularlo antes de entender lo que quería. Deseaba un poco de agua… Agua para beber. Las raciones eran estrictas, ¿sabe?, y llevaba consigo un chiquillo a quien había visto varias veces. Su hijo estaba enfermo y sediento. Me vio cuando pasaba por allí, y rogaba que le diese un poco de agua. Eso es todo. Estábamos bajo el puente, en la oscuridad.
Me aferraba a cada rato de las muñecas; imposible librarme de él. Corrí a mi litera, tomé mi botella de agua y se la metí entre las manos. Desapareció.
Hasta entonces no me di cuenta de cuánto necesitaba un trago yo mismo. —Se apoyó en un codo, con la mano sobre los ojos.
Experimenté una hormigueante sensación en toda la columna vertebral; había algo de singular en todo eso. Los dedos de la mano que le sombreaban la frente temblaron un tanto. Quebró el breve silencio.
—Estas cosas sólo le suceden una vez a un hombre y… ¡ah, bueno! Cuando por fin llegué al puente, la gente sacaba de los tacos uno de los botes. ¡Un bote! Yo subía corriendo la escala cuando sentí un fuerte golpe sobre el hombro, apenas me erró la cabeza. No me detuvo, y el jefe de máquinas —para entonces lo habían sacado de su litera— volvió a levantar el tensor del bote. Quién sabe por qué, ni se me ocurrió sorprenderme de nada. Todo eso me parecía natural… y espantoso… y espantoso. Esquivé al desdichado maniático, lo levanté del puente como si hubiese sido un chiquillo, y susurró entre mis brazos: «¡No! ¡No! Pensé que era uno de esos negros».
Lo arrojé, resbaló por el puente y golpeó contra las piernas del hombrecito… el segundo. El capitán, atareado con el bote, miró y se lanzó contra mí con la cabeza baja, gruñendo como un animal feroz. No me moví más de lo que se mueve una piedra. Me quedé tan sólido, allí, de pie, como esto —y golpeó con ligereza, con los nudillos la pared de atrás de su sillón—. Fue como si lo hubiese oído todo, o visto todo, pasado por todo en otras veinte ocasiones.
No les temía. Eché el puño hacia atrás y él se detuvo en seco, mascullando… «¡Ah, es usted! Ayúdeme, pronto».
—Eso dijo. ¡Rápido! ¡Rápido! Como si alguien pudiese ser lo bastante rápido. ¿Piensa hacer algo? —le pregunté.
—«Sí. Irme» —ladró sobre el hombro.
—Creo que entonces no entendí lo que quería decir. Los otros dos se habían levantado para entonces, y corrían juntos hacia el bote. Pisoteaban, jadeaban, empujaban, maldecían al barco, al bote, el uno al otro… me maldijeron a mí. Todo en un susurro. Yo no me moví, no hablé. Observé la inclinación del barco. Estaba tan inmóvil como sujeto por los cantos de un dique seco… Sólo que de esta manera. —Levantó la mano, la palma hacia abajo, la yema de los dedos inclinada hacia abajo—. Así —repitió.
Pude ver la línea del horizonte ante mí, clara como un cristal, sobre la proa. Vi el agua, lejos, negra y chisporroteante, tranquila… inmóvil como un estanque mortalmente tranquila más tranquila de lo que nunca lo estuvo el mar… Más tranquila de lo que me resultaba posible contemplar. ¿Alguna vez vio un barco flotando proa hacia abajo, frenado en su movimiento por una chapa de hierro viejo demasiado podrida como para que se la pueda apuntalar? ¿Sí? Ah sí, ¿apuntalar? Había pensado en eso… pensé en todo. Pero no se puede apuntalar un mamparo en cinco minutos… o en cincuenta, qué importa. ¿De dónde sacaría hombres que quisieran bajar? ¡Y los puntales… los puntales! ¿Habría tenido usted el valor de blandir el mazo para el primer golpe, si hubiese visto ese mamparo? No diga que sí; usted no lo vio. Nadie lo habría hecho. Maldición… para hacer alto así hay que creer que existe una posibilidad, por lo menos una en un millar, una sombra de posibilidad; y no lo habría creído. Nadie lo habría creído.
Usted me consideraba un perro por haberme quedado allí, ¿pero qué habría hecho en mi lugar? ¡Qué! No puede decirlo… Nadie puede. Hace falta tiempo para darse vuelta. ¿Qué quería que hiciera? ¿Qué se habría ganado con enloquecer de miedo a esa gente a la cual no podía salvar yo solo… a la cual no podía salvar? ¡Vea! Tan cierto como que estoy sentado en este sillón, delante de usted…
Inspiraba con rapidez a cada pocas palabras, y me lanzaba rápidas miradas al rostro, como si en su angustia tuviese necesidad de ver el efecto que producía.
No hablaba conmigo, sólo hablaba ante mí, en una disputa con una personalidad invisible, un socio antagónico e inseparable de su existencia; otro dueño de su alma. Se trataba de problemas ajenos a la competencia de un tribunal de investigación. Era una pendencia sutil y trascendente en cuanto a la verdadera esencia de la vida, y no necesitaba un juez. Necesitaba un aliado, un ayudante, un cómplice.
Sentí el riesgo que corría, de ser desbordado, cegado, dañado, amedrentado, tal vez, para llevarme a representar un papel definido en una disputa de decisión imposible, si se quería ser justo con todos los fantasmas poseedores, con todos los honrados que tenían sus exigencias y con los deshonrados que reclamaban las suyas. No puedo explicarles a ustedes, que no lo vieron, y que escuchan sus palabras de segunda mano, la naturaleza confusa de mis sentimientos.
Me pareció que se me estaba haciendo entender lo Inconcebible… Y no conozco nada que pueda compararse con la incomodidad de semejante sensación. Se me hacía observarla convención que se agazapa en todas las verdades y en la sinceridad esencial de lo falso. Él recurría a todas las partes al mismo tiempo…