Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad


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a ese perro desdichado. —Y poco después nos separó un grupo de personas que se introducían.

      Me recosté durante un instante contra la pared, en tanto que el desconocido conseguía bajar los escalones y desaparecía. Vi que Jim giraba en torno.

      Dio un paso adelante y me cerró el camino. Estábamos solos; me miró furioso, con una expresión de empecinada decisión. Me di cuenta de que se me asaltaba, por así decirlo, como en un bosque. Para entonces la galería se hallaba desierta, y el ruido y movimientos habían cesado en el tribunal. Un gran silencio cayó sobre el edificio, en el cual, mucho más adentro, una voz oriental empezaba a quejarse con abyección. El perro, en el momento mismo de tratar de escurrirse por la puerta, se sentó deprisa para cazar pulgas.

      —¿Usted me habló? —preguntó Jim en voz muy baja, e inclinándose hacia delante, no tanto hacia mí sino contra mí, si entienden lo que quiero decir. En el acto respondí que no. Algo que resonaba en el tono tranquilo de él me previno que debía ponerme a la defensiva. Lo miré. Se parecía mucho a un encuentro en un bosque, sólo que más incierto en cuanto al resultado, ya que él no podía querer ni dinero ni mi vida, nada que pudiese sencillamente entregar o defender con la conciencia tranquila—. Dice que no —replicó, muy sombrío—. Pero yo escuché.

      —Algún error —protesté, desconcertado, y sin sacarle la vista de encima. Mirarle el rostro era como presenciar un cielo que se oscurece antes del trueno, la sombra que cubre de manera imperceptible a otra sombra, y la lobreguez que se vuelve misteriosamente intensa en la calma de una violencia en maduración.

      —Por lo que sé, no abrí la boca al alcance de su oído —afirmé con perfecta sinceridad. Empezaba a enojarme un poco, también yo, ante el absurdo de ese encuentro. Ahora se me ocurre que nunca en la vida estuve tan cerca de una paliza; quiero decir, en términos literales: una paliza propinada con los puños.

      Supongo que tuve la brumosa presencia de esa eventualidad que aleteaba en el aire. Y no es porque él me amenazara de manera activa. Por el contrario, se mostraba extrañamente pasivo, ¿saben?, pero ceñudo, y aunque no era excepcionalmente grande en general parecía capaz de demoler una pared. El síntoma más tranquilizador que advertí fue una especie de lenta y pausada vacilación, que consideré un tributo a la evidente sinceridad de mis modales y mi tono. Nos encaramos. En el tribunal, seguía adelante el caso de atraco. Escuché las palabras: Pozo… búfalo… palos… en la enormidad de mi temor…

      —¿Por qué me estuvo mirando toda la mañana?

      —¿Acaso quiere que permanezcamos sentados, con la vista baja, para no herir su susceptibilidad? —repliqué con sequedad. No me sometería dócilmente a ninguna de esas tonterías. Volvió a levantar la vista, y esta vez siguió mirándome a la cara.

      —No. Está bien —dijo con una expresión de deliberar consigo mismo acerca de la verdad de la frase—. Está bien. Quiero seguir adelante con eso. Sólo que —y aquí habló con un poco más de rapidez— no permitiré que nadie me insulte fuera de este tribunal. Había un sujeto con usted. Usted le habló… o sí… ya sé; todo está muy bien. Usted le habló, pero tenía la intención de que yo lo escuchara…

      Le aseguré que era víctima de un extraordinario error.

      No tenía idea de cómo se había producido.

      —Pensó que yo temería molestarme por esto —dijo, con un leve rastro de amargura. Me sentía lo bastante interesado como para discernir los más leves matices de expresión, pero nada estaba claro para mí. Y, sin embargo, un no sé qué de esas palabras, o quizá sólo la entonación de la frase, me indujeron de pronto a hacerlo objeto de las mayores consideraciones. Dejé de disgustarme por mi inesperada situación.

      Se trataba de algún error de su parte; cometía un desatino, y yo tuve la intuición de que dicho desatino era de naturaleza odiosa, infortunada. Experimenté ansiedad por terminar con esa escena, por motivos de decencia, tal como uno se muestra ansioso por interrumpir una confidencia no provocada y abominable. Y lo curioso era que, en medio de todas estas consideraciones del más elevado orden tenía conciencia de cierta vacilación en cuanto a la posibilidad —más aún, la probabilidad— de que el encuentro terminase en alguna riña poco recomendable que no se pudiese explicar, y que me pusiera en ridículo. No anhelaba una celebridad de tres días como el hombre a quien le habían puesto un ojo negro, o algo por el estilo, en una pendencia con el primer oficial del Patna . Lo más probable es que a él no le importase lo que hiciera, o que por lo menos se sintiera plenamente justificado en su propia opinión.

      No hacía falta ser un mago para ver que estaba muy enojado por algo, a pesar de toda su conducta tranquila e inclusive torpe. No niego que yo tenía grandes deseos de tranquilizarlo a toda costa, si hubiese sabido cómo hacerlo. Pero no lo sabía, como bien pueden imaginarlo. Era una oscuridad sin un solo resplandor de luz. Nos enfrentamos en silencio. Él permaneció inmóvil durante unos quince segundos, y luego dio un paso hacia delante, y yo me preparé para esquivar un golpe, aunque no creo que moviese un músculo.

      —Si usted fuese tan grande como dos hombres y tan fuerte como seis —dijo con gran suavidad—, le diría lo que pienso. Usted…

      —¡Espere! —exclamé. Eso lo contuvo durante unos segundos—. Antes de decirme lo que piensa de mí —continué con rapidez—, ¿quiere hacer el favor de decirme qué dije o hice?

      Durante unos segundos me examinó con indignación, mientras yo efectuaba sobrenaturales esfuerzos de memoria, en los cuales tropezaba con el obstáculo de la voz oriental, en la sala del tribunal, que rechazaba con apasionada volubilidad una acusación de falsía. Y entonces hablamos casi al mismo tiempo.

      —Pronto le mostraré que no lo soy —dijo, con el tono sugestivo de una crisis.

      —Afirmo que no lo sé —contesté con sinceridad, al mismo tiempo. Él trató de aplastarme con el desprecio de su mirada.

      —Ahora que ve que no tengo miedo, trata de escurrirse —dijo él—. ¿Quién es un perro, eh? Y entonces, por fin, entendí.

      Me escudriñaba las facciones como si buscara un lugar en el cual plantar el puño.

      —No permitiré que nadie… —masculló, amenazador.

      En verdad, era un espantoso error, se había traicionado por entero. No puedo darles siquiera una idea de lo sacudido que me sentí. Supongo que vio algún reflejo de mis sentimientos en mi rostro, porque su expresión cambió un poco.

      —¡Buen Dios! —tartamudeé—. No pensará que yo…

      —Pero estoy seguro de haber escuchado —insistió elevando la voz por primera vez desde el comienzo de la deplorable escena. Y luego, con una sombra de desprecio, agregó—: ¿Entonces no fue usted? Muy bien ya encontraré al otro.

      —No sea tonto —exclamé, exasperado—. No hubo nada de eso.

      —Yo oí —volvió a decir con perseverancia inconmovible y sombría.

      Algunos se habrían reído de su pertinacia. Yo no. ¡Oh, yo no! Nunca hubo un hombre a quien sus propios impulsos naturales pusiesen al desnudo de manera tan implacable. Una sola palabra lo había despojado de su discreción, de esa discreción que es más necesaria para las decencias de nuestro ser interior de lo que lo es la vestimenta para el decoro de nuestro cuerpo.

      —No sea tonto —repetí.

      —Pero el otro lo dijo, ¿eso no lo niega? —expresó con claridad, mirándome a la cara, sin parpadear.

      —No, no lo niego —respondí, devolviéndole la mirada.

      Por último sus ojos siguieron hacia abajo la dirección de mi dedo, que señalaba. Al principio pareció no entender, luego se mostró confuso, y al fin sorprendido y asustado, como si un perro hubiese sido un monstruo, y él no hubiese visto ninguno hasta ese instante.

      —Nadie soñó con insultarlo —dije.

      Contempló