Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad


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¿De qué sirve? Es el espectáculo más estúpido que se pueda imaginar —continuó, acalorado. Yo le indiqué entonces que no había opción.

      Me interrumpió con una especie de violencia acumulada.

      —Me siento como un tonto todo el tiempo.

      Lo miré. Eso era ir demasiado lejos —para Brierly—, cuando se hablaba de Brierly. Me detuvo en seco, me tomó de la solapa y tironeó apenas de ella.

      —¿Por qué atormentamos a ese joven? —preguntó. La pregunta coincidía tan bien con la resonancia de cierto pensamiento mío, que, con la imagen en mi mirada del renegado huyendo, respondí en el acto:

      —Maldito si lo sé, aparte de que él les permite hacerlo.

      Me asombró el ver que coincidía conmigo, por decirlo así, pues mi frase habría tenido que resultarle más o menos enigmática. Dijo, colérico:

      —Pues sí. ¿No se da cuenta que ese desdichado capitán de él ha huido? ¿Qué espera que ocurra? Nada puede salvarlo. Está listo. —Caminamos unos pasos en silencio—. ¿Por qué comer tanta tierra? —exclamó, con una energía de expresión oriental, más o menos el único tipo de energía de la cual se puede encontrar huellas al este del meridiano cincuenta.

      Me asombró mucho la dirección de sus pensamientos, pero ahora tengo la fuerte sospecha de que estaba muy dentro de su carácter. En el fondo, el pobre Brierly debe haber estado pensando en sí mismo. Le señalé que el capitán del Patna , según se sabía, había forrado muy bien su nidito, y podía obtener casi en cualquier parte los medios para huir.

      En el caso de Jim no ocurría así; el gobierno lo mantenía por el momento en el Hogar para Marinos, y lo más probable es que no tuviese una moneda en el bolsillo. Una fuga cuesta cierto dinero.

      —¿De veras? No siempre —dijo, con una amarga carcajada, y a otra observación mía—: Bueno, pues que se hunda seis metros bajo el suelo y se quede allí. ¡Cielos! Yo lo haría. —No sé por qué, su tono me irritó, y repliqué:

      —Hay algo de valentía en enfrentar los hechos tal como lo hace él, sabiendo muy bien que si escapara nadie se preocuparía por perseguirlo.

      —¡Al demonio con la valentía! —gruñó Brierly—. Ese tipo de valentía que no sirve para mantener a un hombre en pie, me importa un bledo. Si usted dijese que se trata de una especie de cobardía… de blandura… Le diré una cosa: yo pondré doscientas rupias y usted pone otras cien y se compromete a llevarse mañana por la mañana, temprano, al pobre diablo. El tipo es un caballero, si no está dispuesto a que lo ayuden… Entenderá. ¡Debe entender! Esta infernal publicidad es demasiado desagradable. Se la pasa sentado con esos condenados nativos, serangs, lascars a, contramaestres, presentan testimonios suficientes como para convertir en cenizas a un hombre de pura vergüenza. Es abominable. ¿Pero qué, Marlow, no le parece, no siente que esto es abominable, no lo siente, vamos, como marino? Si se fuera, todo esto terminaría enseguida —Brierly dijo estas palabras con una animación poco común, e hizo un movimiento como para extraer su cartera. Yo lo contuve, y le declaré con frialdad que la cobardía de esos cuatro hombres no me parecía un asunto de tan gran importancia—. Supongo que usted se considera un marinero —dijo, colérico. Le respondí que eso era lo que me consideraba, y, además, abrigaba la esperanza de serlo. Me escuchó, e hizo un ademán con su enorme brazo, que parecía querer despojarme de mi individualidad y lanzarme hacia la multitud—. Lo peor —dijo—, es que todos ustedes carecen del sentimiento de dignidad; no les interesa mucho lo que se supone que son.

      Entretanto habíamos estado caminando con lentitud, y en ese momento nos detuvimos frente a la oficina del puerto, a la vista del lugar mismo desde el cual el inmenso capitán del Patna había desaparecido tan completamente como una plumita arrebatada por un huracán. Sonreí. Brierly continuó:

      —Esto es una desgracia. Tenemos entre nosotros todo tipo de personas… E inclusive algunos pillastres ungidos. Pero maldito sea, debemos conservar la decencia profesional, o no seremos más que otros tantos remendones que andan sueltos por ahí. Se confía en nosotros. ¿Entiende? ¡Se confía! Con franqueza, no me interesan un rábano todos los peregrinos que hayan salido jamás de Asia, pero un hombre decente no se habría comportado de esa manera con toda una carga de trapos viejos en fardos.

      No somos un cuerpo organizado de hombres, y lo único que nos mantiene unidos es el nombre de ese tipo de decencia. Un asunto así destruye la confianza de uno. Un hombre puede pasarse casi toda la vida en el mar sin necesidad de mostrar entereza.

      Pero cuando llega el momento de mostrarla… ¡Ahá!… Si yo…

      Se interrumpió, y con distinto tono:

      —Le daré doscientas rupias ahora, Marlow, y hable con ese sujeto. ¡Maldito sea! Ojalá no hubiese venido nunca aquí. El caso es que se me ocurre que algunos de los míos saben esto. El viejo es un párroco, y ahora re cuerdo que lo conocí en una ocasión, cuando estuve con mi primo en Essex, el año pasado. Si no me equivoco, el viejo parecía tener más bien cierto cariño por su hijo marino. Horrible. No puedo hacerlo yo… Pero usted…

      Así, a propósito de Jim, tuve una visión del verdadero Brierly pocos días antes que comprometiera su realidad y su ficción juntas, y las entregara a la guarda del océano. Es claro que me negué a entrometerme.

      El tono de ese último «pero usted» (el pobre Brierly no pudo evitarlo), que parecía sugerir que yo no era más perceptible que un insecto, me hizo contemplar la propuesta con indignación, y debido a ese desafío, o por algún otro motivo, quedé convencido en el pensamiento de que la investigación era un severo castigo contra ese Jim, y que el hecho de que éste la enfrentara —prácticamente por su propia voluntad— era una característica redentora de su abominable caso. Antes no estaba tan seguro de ello. Brierly se fue, encolerizado. En esos momentos su estado de ánimo era más misterioso para mí de lo que lo es ahora.

      Al día siguiente llegué tarde al tribunal, y me senté separado de los demás. Es claro que no podía olvidar la conversación que había sostenido con Brierly, y ahora los tenía a ambos bajo mi vista. La conducta de uno sugería un lúgubre descaro, y la del otro un despectivo aburrimiento. Pero una de las actitudes podía no ser más cierta que la otra, y tuve conciencia de que una no era cierta. Brierly no estaba aburrido, sino exasperado. Y en ese caso, era posible que Jim no se mostrase descarado. Según mi teoría, no lo hacía. Me imaginé que se sentía desesperado.

      Entonces se encontraron nuestras miradas.

      Se encontraron, y la forma en que me miró desalentó toda intención, que hubiese podido tener, de hablarle. En cualquiera de las dos hipótesis —insolencia o desesperación—, me pareció que no podía serle de utilidad ninguna. Ese era el segundo día de la investigación. Poco después del intercambio de miradas, ésta se volvió a postergar para el día siguiente. Los blancos comenzaron a atropellarse para salir. A Jim se le había dicho un poco antes que bajara, y pudo salir entre los primeros. Vi sus anchos hombros y su cabeza delineados a la luz de la puerta, y mientras yo salía con lentitud, hablando con alguien —algún desconocido que me dirigió la palabra por casualidad—, pude verlo en la sala del tribunal, apoyando ambos codos en la balaustrada de la galería, y volviendo la cabeza hacia el hilo de gente que se derramaba por los escalones. Hubo un murmullo de voces y un arrastrarse de zapatos.

      El caso siguiente era el de un ataque y agresión cometidos contra un prestamista, creo; y el acusado —un venerable anciano de recta barba blanca— se encontraba sentado en una estera, al otro lado de la puerta, con sus hijos, hijas, yernos, nueras, y, me parece, la mitad de la población de su aldea, acuclillados o de pie a su alrededor. Una esbelta mujer de piel oscura, con parte de la espalda y un negro hombro al desnudo, y con un delgado anillo de oro en la nariz, rompió de pronto a hablar en un tono agudo, gruñón. El hombre que me acompañaba la miró instintivamente. Acabábamos de pasar por la puerta, y nos encontrábamos detrás de la ancha espalda de Jim.

      No sé si los aldeanos habían llevado consigo el perro amarillo. De todos modos, allí había un perro,