Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad


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Me sacan la licencia. Sáquenmela. No quiero la licencia. Un hombre como yo no necesita su verfluchte licencia. Le escupo encima. —Escupió—. Me haré ciutatano nordeamericano —gritó, removiéndose, furioso, y sacudiendo los pies como para liberar los tobillos de alguna invisible y misteriosa garra que no le permitía apartarse del lugar. Se acaloró tanto, que la coronilla de la cabeza de forma de bala casi le humeaba. Nada misterioso me impedía alejarme. La curiosidad es el más evidente de los sentimientos, y me retenía allí para presenciar el efecto de una información completa sobre el joven quien con las manos en los bolsillos y vuelto de espaldas hacia la acera, observaba, más allá de los retazos de césped de la explanada, el pórtico amarillo del hotel Malabar, con el aspecto de quien hará una caminata en cuanto aparezca su amigo. Ese aspecto tenía, y resultaba odioso. Yo esperaba verlo abrumado, aturdido, atravesado de lado a lado, retorciéndose como un escarabajo empalado; y al mismo tiempo temía verlo, si entienden lo que quiero decir.

      Nada es más terrible que mirar a un hombre que acaba de ser descubierto, no en un delito, sino en una debilidad más que criminal. El tipo de fortaleza más común nos impide convertirnos en delincuentes en el sentido legal. Por debilidad, desconocida pero tal vez sospechada como en algunas partes del mundo se sospecha la existencia de una víbora en cada matorral; por debilidad que puede yacer oculta, vigilada o no, reprimida o quizá desconocida más de la mitad de una vida ninguno de nosotros está a salvo.

      Se nos tienden trampas para que hagamos cosas por las cuales se nos injuria, y cosas por las cuales se nos ahorca, y, sin embargo, el espíritu puede llegar a sobrevivir; puede sobrevivir a la condena, al cepo, ¡caramba! Y hay cosas —a veces también parecen muy pequeñas— que nos deshacen total y completamente.

      Lo miraba al joven. Me gustaba su aspecto; conocía su aspecto; provenía del lugar correcto; era uno de los nuestros. Representaba allí toda la paternidad de su tipo, a hombres y mujeres en manera alguna inteligentes o divertidos, pero cuya existencia misma se basa en la fe honrada, y en el instinto de la valentía. No me refiero a la valentía militar, ni a la civil, ni a ninguna en especial. Me refiero nada más que a la capacidad innata de mirar de frente las tentaciones, una disposición muy poco intelectual, Dios lo sabe, pero sin posturas; un poder de resistencia, ¿verdad?, nada gracioso, si se quiere, pero inapreciable; una rigidez no pensada y bendita ante los terrores exteriores e internos, ante el poderío de la naturaleza y ante la seductora corrupción de los hombres, respaldada por una fe invulnerable en la fuerza de los hechos, en el contagio del ejemplo, en la solicitación de las ideas. ¡Al diablo con las ideas! Son vagos, vagabundos, golpean en la puerta trasera de la mente de uno, y cada una saca un poco de sustancia, cada una se lleva una migaja de esa creencia en unas pocas ideas sencillas a las cuales hay que aferrarse si se quiere vivir de manera decente y morir sin tormentos.

      Esto nada tiene que ver con Jim directamente.

      Sólo que por fuera era tan típico de esa buena clase estúpida que nos agrada sentir marchando a derecha e izquierda de nosotros, por la vida, de la clase que no se deja conmover por los vagabundeos de la inteligencia y las perversiones de… de los nervios, digamos.

      Era el tipo de individuo a quien uno, de sólo mirarlo, dejaría a cargo del puente… hablando en términos figurativos y profesionales. Digo que yo lo haría, y sé lo que digo. ¿Acaso no eduqué a suficientes jóvenes en mi época, para el servicio del Trapo Rojo, en el oficio del mar, en el oficio cuyo secreto podría expresarse en una frase breve, y que sin embargo es preciso volver a meter todos los días en las jóvenes cabezas, hasta que se convierte en parte componente de cada uno de los pensamientos en los momentos de vigilia?, ¡hasta que está presente en cada sueño de su dormir juvenil! El mar fue bueno conmigo, pero cuando recuerdo a todos esos muchachos que pasaron por mis manos, algunos ya crecidos, ahora, y otros ya ahogados, pero todos ellos buen material marinero, no creo haberme portado mal con él. Si mañana volviese a mi hogar, apuesto a que antes que pasaran dos días por sobre mi cabeza, algún joven primer oficial atezado me alcanzaría a la salida de un dique y una voz profunda y fresca, hablando por sobre mi sombrero, preguntaría:

      —¿No me recuerda, señor? ¡Pero si soy el pequeño Fulano de Tal! Tal y cual barco. Era mi primer viaje.

      Y yo recordaría a un desconcertado jovencito imberbe, no más alto que el respaldo de este sillón, con una madre y quizás una hermana mayor en el muelle, muy calladas pero muy inquietas, que agitaban el pañuelo frente al barco que se desliza con suavidad entre la rompiente; o tal vez un decente padre de edad mediana, que llega temprano con su hijo, para despedirlo, y se queda toda la mañana porque en apariencia le interesa la cabria, y se queda demasiado, y al final tiene que saltar a tierra sin tiempo para despedirse. El piloto del pontón, a popa, me dice, arrastrando las sílabas:

      —Reténgalo un poco, señor oficial. Aquí hay un caballero que quiere bajar… Arriba, señor. Casi se lo llevan a Talcahuano, ¿eh? Ahora es el momento; con calma… Muy bien. Vuelvan a soltar, ahí.

      Los remolcadores, humeando como el pozo de la perdición, se aferran y revuelven el viejo río con furia. En tierra, el caballero se desempolva las rodillas: el benévolo camarero le arroja el paraguas. Todo muy bien. Acaba de ofrecer su porción de sacrificio al mar, y ahora puede volver a su casa y fingir que no le importa. Y la pequeña víctima voluntaria estará muy marcada a la mañana siguiente.

      Poco a poco, cuando aprenda los minúsculos misterios y el único gran secreto del oficio, estará en condiciones de vivir o morir como el mar pueda decretarlo. Y el hombre que lo llevó de la mano a ese juego de tontos, en el cual el mar gana en cada movida, se sentirá encantado de que una ruano joven le palmee la espalda, y de oír una alegre voz de cachorro de mar:

      —¿Me recuerda, señor? El pequeño Fulano de Tal.

      Les digo que eso es bueno; eso les confirma que por lo menos una vez en la vida trabajaron bien. Yo recibí esas palmadas; y las recibí con una mueca, porque eran pesadas, y resplandecí todo el día, y me acoté sintiéndome menos solo en el mundo en virtud de esa fuerte palmada. ¡Que si recuerdo al pequeño Fulano de Tal! Les digo que conozco el tipo de aspecto correcto. Le habría confiado el puente a ese joven sobre la base de una sola mirada, para después irme a dormir, ¡y por Dios, no habría sido nada seguro! Hay profundidades de horror en ese pensamiento. Parecía tan auténtico como un soberano nuevo, pero en su metal existía cierta infernal aleación. ¿Cuánto? Apenas… una gota mínima de algo raro y maldito. ¡Una gota ínfima! Pero él —ahí de pie, con ese aspecto de me importa un bledo— le hace pensar a uno si por casualidad no sería nada más raro que el bronce.

      Yo no podía creerlo. Les digo que deseaba verlo retorcerse por el honor del oficio. Los otros dos individuos insignificantes avistaron a su capitán y comenzaron a avanzar con lentitud hacia nosotros.

      Conversaban mientras caminaban, y a mí me importaron tan poco como si hubiesen sido invisibles a ojos desnudos. Se sonreían; por lo que sabía, era posible que estuviesen intercambiando bromas. Vi que en el caso de uno de ellos se trataba de un brazo fracturado; en cuanto al individuo largo de los bigotes grises, era el jefe de máquinas, y en distintos sentidos una personalidad muy destacada. Cada uno de ellos era un Don Nadie. Se acercaron. El capitán miraba entre sus pies con ojos inanimados; parecía hinchado por una aterradora enfermedad, por la acción misteriosa de un veneno desconocido, hasta una dimensión artificial. Levantó la cabeza, vio a los dos que esperaban ante él, abrió la boca con una contorsión extraordinaria, despectiva, del rostro hinchado —supongo que para hablarles—, y entonces pareció ocurrírsele un pensamiento. Los gruesos labios purpúreos se le unieron sin un sonido; se dirigió, con un anadeo decidido, hacia el gharry y se dedicó a tironear del picaporte de la portezuela con tan ciega brutalidad e impaciencia, que me pareció que todo el vehículo se volcaría de costado, con pony y todo. El conductor, arrancado de sus meditaciones respecto de la planta de su pie, exhibió en el acto señales de intenso terror, y se sostuvo con las dos manos, mientras miraba, por el costado de su caja, el enorme corpachón que se introducía por la fuerza en su carruaje. El reducido vehículo se sacudió y tambaleó tumultuosamente, y la nuca carmesí del cuello inclinado, las dimensiones de los muslos tensos, los inmensos movimientos de la espalda rayada de verde y anaranjado, todo el esfuerzo de excavación de la abigarrada