perfecto nivel hacia el círculo perfecto de un horizonte negro. La hélice giraba sin descanso, como si su palpitación formase parte del esquema de un universo seguro; y a cada lado del Patna dos hondos pliegues de agua, permanentes y sombríos en el inarrugado cabrilleo, encerraban en sus lomos rectos y divergentes unos pocos remolinos blancos de es puma que estallaban en un siseo bajo, unas olitas, unas ondulaciones que, cuando quedaban atrás, agitaban la superficie del mar por un instante, después del paso del barco, se calmaban, chapoteando con suavidad, y por último se fundían con la inmovilidad circular del agua y el cielo, con el punto negro de la móvil embarcación siempre en el centro.
En el puente, Jim se sentía penetrado por la gran certidumbre de ilimitada seguridad y paz que podían leerse en el silencioso aspecto de la naturaleza, como la certidumbre del amor nutricio en la plácida ternura de un rostro materno. Debajo de las toldillas entregados a la sabiduría de los hombres blancos y a su valentía, confiados en el poder de su incredulidad y en la cáscara férrea de su barco de fuego, los peregrinos de una fe exigente dormían en esteras, en mantas, en tablas desnudas, en todos los rincones oscuros, envueltos en telas teñidas, embozados en guiñapos sucios, con la cabeza apoyada en ataditos, con el rostro apretado contra los brazos plegados: los hombres, las mujeres y los niños; los viejos con los jóvenes, los decrépitos con los robustos, todos iguales en el sueño, hermano de la muerte.
Una corriente de aire, soplada desde adelante por la velocidad del barco, pasaba sin cesar a través de la larga penumbra, entre las altas amurallas recorría las hileras de cuerpos yacentes. Unas pocas llamas tenues, en lámparas de globo, pendían, bajas, aquí y allá, debajo de las cumbreras; y en los borrosos círculos de luz que caían y temblaban apenas con la incesante vibración del barco, aparecía una barbilla levantada, dos párpados cerrados, una mano oscura con anillos de plata, un magro miembro envuelto en una tela desgarrada, una cabeza echada hacia atrás, un pie desnudo, una garganta estirada como ofreciéndose al cuchillo. Los acomodados habían construido para sus familias refugios con pesados cajones y polvorientos felpudos; los pobres reposaban lado a lado con todo lo que poseían en la tierra envuelto en un trapo, bajo la cabeza. Los ancianos solitarios dormían con las piernas recogidas sobre sus alfombrillas de orar, los oídos cubiertos por las manos y un codo a cada lado de la cara. Un padre, con los hombros levantados y las rodillas bajo la frente, dormitaba, desalentado, junto a un niño que dormía de espaldas, con el cabello revuelto y un brazo imperiosamente extendido. Una mujer cubierta de pies a cabeza, como un cadáver, por una tela blanca, tenía un chico desnudo en el hueco de cada brazo. Las pertenencias del árabe, apiladas a popa, componían un pesado montículo de bordes quebrados, con una lámpara de cargamento suspendida encima y una gran confusión detrás: vislumbres de ventrudos cacharros de bronce, el apoya pies de una silla de tijera, hojas de lanzas, la vaina recta de una vieja espada apoyada sobre un montón de almohadas, el pico de una cafetera de hojalata. La corredera del coronamiento hacía resonar periódicamente un único golpe tintineante por cada milla recorrida en la misión de fe. Sobre la masa de durmientes flotaba a veces un suspiro débil y paciente, la exhalación de un sueño inquieto; y breves repiqueteos metálicos estallaban de pronto en las profundidades del barco, el áspero raspar de una pala el golpe violento de la puerta de un horno, estallidos brutales, como si los hombres que manipulaban las cosas misteriosas de abajo tuviesen el pecho henchido de una cólera feroz. En tanto que el esbelto y alto casco del vapor seguía hacia delante, sin un balanceo de sus mástiles desnudos, tajeando continuamente la gran calma de las aguas bajo la inaccesible serenidad del cielo.
Jim se paseaba por el barco, y sus pisadas en el vasto silencio eran ruidosas aun para sus propios oídos, como si repercutieran en las vigilantes estrellas.
Sus ojos vagaban por la línea del horizonte, parecían mirar, hambrientos, lo inalcanzable, y no velan la sombra del suceso inminente. La única sombra era la del humo negro que vomitaba con fuerza, por la chimenea, su inmenso gallardete, cuyo extremo se disolvía constantemente en el mar. Dos malayos, silenciosos y casi inmóviles, timoneaban, uno a cada lado de la rueda, cuyo borde de bronce brillaba en fragmentos, en el óvalo de luz que arrojaba la bitácora. De vez en cuando aparecía en la parte iluminada una mano, con dedos negros que por turno soltaban y aferraban los rayos giratorios; los eslabones de la cadena de la rueda chirriaban, pesados, en las muescas del eje. Jim echaba una mirada a la brújula miraba el horizonte inalcanzable, se desperezaba hasta que las articulaciones le crujían, con un lánguido giro del cuerpo, en el exceso mismo del bienestar; y como si el invencible aspecto de la paz lo volviera audaz, sentía que nada le importaba de lo que pudiera ocurrirle hasta el final de sus días. En ocasiones observaba, ocioso, un mapa clavado con cuatro chinches de dibujo a una baja mesita de tres patas, detrás de la caja del engranaje del gobernalle. La hoja de papel que representaba las profundidades del mar exhibía una superficie brillante bajo la luz de una lámpara de ojo de buey atada a un barraganete, una superficie lisa y suave como la reluciente superficie de las aguas. Sobre él reposaban las reglas paralelas con un compás encima; la posición del barco al mediodía estaba marcada con una crucecita negra, y la recta a lápiz, trazada con firmeza hasta Perim, expresaba el rumbo de la nave, el sendero de almas hacia el lugar santo, la promesa de salvación, la recompensa de vida eterna, mientras el lápiz, cuya aguzada punta tocaba la costa de Somalía, yacía, cilíndrico e inmóvil, como un desnudo mástil de barco que flotase en el estanque de un dique protegido. «Cuán firme va», pensó Jim con asombro, con algo así como gratitud por esa elevada paz de sosiego y cielo. En esas ocasiones sus pensamientos estaban repletos de acciones valerosas; amaba esos sueños y los éxitos de sus hazañas imaginarias. Eran las mejores partes de la vida, su verdad secreta, su realidad oculta. Poseían una encantadora virilidad, el hechizo de la vaguedad. Pasaban ante él con pisadas heroicas; se llevaban su alma consigo y la embriagaban con el divino filtro de la ilimitada confianza en sí misma. Nada había que no pudiese enfrentar. Se sentía tan encantado con la idea, que sonreía, y mantenía la mirada fija hacia delante con negligencia. Y cuando por casualidad miraba hacia atrás, veía la blanca franja de la estela trazada tan recta en el mar por la quilla del barco como la línea negra dibujada por el lápiz en el mapa.
Los cubos de ceniza repiqueteaban, al subir y bajar por el ventilador del cuarto de calderas, y ese estrépito de recipientes le anunciaba que el final de su guardia estaba próximo. Suspiraba de satisfacción, y también de pena por tener que separarse de esa serenidad que alimentaba la aventurera libertad de sus pensamientos. Además, estaba un poco soñoliento, y sentía que una agradable languidez le recorría todo el cuerpo, como si toda la sangre se le hubiese convertido en leche tibia. Su capitán se había acercado en silencio, en pijama y con la chaqueta de dormir abierta. Carirrojo, apenas semi despierto, el ojo izquierdo cerrado en parte, el derecho de mirada estúpida y vidriosa, inclinó la cabezota sobre el mapa y se rascó las costillas adormilado. Había algo obsceno en la visión de su carne desnuda. El pecho al descubierto brillaba suave y grasiento, como si en el sueño hubiese sudado su grasa. Pronunció una observación profesional con voz áspera y muerta, parecida al sonido de la lima de madera en el borde de una tabla; el pliegue de la doble papada le colgaba como una bolsa amarrada bajo el gozne de la quijada. Jim se sobresaltó, y su respuesta fue deferente, pero la odiosa y carnuda figura, como si la viese por primera vez en un momento de revelación, se le fijó para siempre en la memoria como la encarnación de todo lo vil y bajo que acecha en el mundo que amamos; con el corazón confiamos nuestra salvación a los hombres que nos rodean, a las visiones que llenan nuestros ojos, a los sonidos que penetran en nuestros oídos, al aire que desborda en nuestros pulmones.
La delgada viruta de oro que flotaba con lentitud hacia abajo se había perdido en la superficie oscurecida de las aguas, y la eternidad, más allá del cielo, parecía bajar más a la tierra, con el resplandor acrecentado de las estrellas con la lobreguez más profunda en el lustre de la cúpula semitransparente que cubría el disco chato de un mar opaco. El barco se movía con tanta suavidad, que su movimiento hacia delante resultaba imperceptible para los sentidos de los hombres, como si hubiese sido un atestado planeta que volase por los negros espacios del éter, más allá del enjambre de soles, en las aterradoras y serenas soledades que esperaban el aliento de futuras creaciones.
—La palabra calor no alcanza para decir lo que sucede abajo —afirmó una voz.
Jim sonrió, sin volverse para mirar. El capitán presentaba