misma conversación, Manena me dice con entusiasmo que le gustaría ponerse en contacto con la artista, como si le hubiera descubierto a alguien, porque podría abordarla y valorar su relato. Acaba haciéndolo, Marisa González está en el libro.
Sin querer abandonar la conversación, le hablo de otra artista y cineasta, Sally Gutiérrez, que hizo un gran trabajo sobre los vendedores de órganos en el mercado negro. Sally hizo en Filipinas un proyecto muy arriesgado entrevistando a un grupo de hombres que querían vender sus riñones por los que les daban una suma irrisoria. La operación se llevaba a cabo en condiciones fraudulentas, como si los cirujanos fueran veterinarios y ellos animales a los que se podía quitar cualquier órgano, sin advertirles acerca de los posibles riesgos que contraían. Sally grabó también las procesiones religiosas que casi a diario circulan por las calles de Manila con cualquier pretexto y exploró a fondo manifestaciones de la cultura popular en las que creía ver la sombra de la España que colonizó el archipiélago. Sin darme por satisfecha, acudieron de inmediato a mi cabeza artistas como Helena Cabello y Ana Carceller, que estuvieron como Sally Gutiérrez becadas por Casa Asia en 2006 para realizar un proyecto en Filipinas. Ellas dos volverían a narrar Apocalypse now de Francis Ford Coppola, analizando el ideal masculino del anti-héroe representado por una mujer filipina y la ubicación real del conflicto entre Camboya y Vietnam, que se rodó en Filipinas. Por último, reaparecieron los Aquilizan que viven entre Australia y Filipinas desde hace muchos años y han trabajado sobre las migraciones de la era postcolonial y el trauma social causado por las grandes diásporas.
Me detuve aquí, aunque habría seguido sugiriendo más nombres. Así que retrocedimos y acordamos que Filipinas y el libro que estaba corrigiendo eran lo que nos haría permanecer en contacto. Pero, de pronto me acuerdo de Marta Galatas y de su novela “Dejé mi corazón en Manila” que presenté con ella y Florentino Rodao en Casa Asia, en abril de 2017. Una historia de amor entre una mujer española, que embarca con su hermana en junio de 1936 en el Postdam rumbo a Manila donde les esperan sus tíos, y un joven empresario filipino con el que aquella termina casándose. Una historia que empieza con el estallido de una guerra civil, en una travesía, y continúa con la ocupación japonesa del archipiélago y el fin de la II GM. Y entonces ya sé que fue allí, al finalizar el acto cuando ella se acercó y me regaló su primera novela. Pero han pasado tres años y yo no había vuelto a saber de ella.
Me propuso al cabo de unos días una cita en casa de su madre en María de Molina. Teníamos que vernos. Ella me había dejado un plazo más que prudente para leer la versión anterior a la definitiva de este libro. Quería saber si iba a escribir la introducción. Fue justo antes de que se proclamara el estado de alarma, a principios de marzo, aprovechando que estaría en su casa, porque iría a visitarla. Su madre hacía la siesta cuando yo llegué. No, no la vi. Pero había varias fotografías de una mujer joven con su padre enmarcadas, que Manena me enseñó para ponerme en antecedentes señalando su belleza. El único ruido era el del viento que golpeaba unas cuerdas o unos cables contra la fachada de la casa de al lado. Me quedé mirando las ramas de los árboles moviéndose con fuerza como si fueran a partirse, aunque no se podía predecir cómo acabaría la tarde. Las cortinas no transparentaban lo que sucedía detrás y el cielo gris y triste empapaba los cristales. Me dijo si quería tomar algo. Empezamos a hablar sobre amigos y conocidos de Filipinas, que creíamos conocer ambas. Ella fue por primera vez en 1987 acompañando a su marido y padre de su hijo, porque había sido destinado allí como técnico comercial del Estado. Yo lo hice un poco antes y todavía puedo sentir el olor de los manglares y el de la pobreza que se dejaba ver entonces en el centro histórico de Manila. Esa primera vez fui con Luis Camós, y considero un privilegio el haber podido conocer Filipinas con alguien como él, el mejor anfitrión y el más generoso que he conocido en la vida. Luis estuvo viviendo más de seis meses al año durante veinte años en Filipinas. Era muy amigo de nuestros amigos y le pregunté varias veces a Manena si lo había conocido. Se habrían visto, habrían cenado juntos en la misma casa y debían haber frecuentado las mismas fiestas. Empezamos nombrando casi a la vez varios lugares comunes, donde no nos habíamos encontrado ni entonces ni después, pero ahora lo hacíamos ante esas ausencias que nos unían en alguna parte de lo que somos.
El pasado nunca se evoca en orden, sino aleatoriamente, y los hilos que unen las personas y las cosas en el tiempo y en el espacio se anudan y se enredan e incluso pueden romperse fácilmente. Eso hizo que se nos fueran ocurriendo cosas que asociábamos libremente unas con otras sin más intención que la de ponerlas en común. Las dos dijimos a la vez el nombre de Valeria Cavestany, una mujer de libro de cuentos, filipina adoptiva, que nunca acabas de conocer y durante mucho tiempo viajera por el mundo con casa en Barcelona, pero atada a sus islas. Hice con ella un proyecto expositivo en 2009, en Casa Asia, que coincidimos en llamar Archipiélagos de la memoria. Trataba de la identidad filipina y su progresiva criollización en el transcurso de su historia colonial y postcolonial, siempre asediada por las diásporas y migraciones de diferente índole que se han sucedido en el tiempo. Es una gran amiga mía, me dijo de inmediato Manena, está en el libro, como puedes imaginar. Y yo seguí, contando con su aprobación rescatando los relatos que cada nombre sembraba. El siguiente fue Ramón Balaguer cuyo padre era primo de mi madre, y a continuación su mujer, Ditos Lobregat, que acabó siendo Cónsul honoraria de España en Zamboanga, y era espléndida en todos los sentidos. Luis Camós fue un gran amigo suyo. Ella le hacía confidencias; él la acompañaba en algunos de sus viajes por los pueblos más remotos del archipiélago en busca de artesanos que sabían hacer cosas que nadie sabía hacer en otro lugar. Ditos falleció no obstante de un cáncer que no consiguió vencer. De sus cuatro hijos, Nuki y Clara Balaguer, son las que más he tratado por motivos bien distintos, pero Nuki ha vuelto a Filipinas para quedarse, y Clara parece que se ha instalado en Holanda. Nuki heredó la estrecha amistad que mantenían Luis y su madre, y la relación entre ella, su padre y Luis continúa como si no existieran las distancias físicas.
La madre de Ditos, María Clara Lobregat, a la que llamaban Kalin, era una de esas mujeres que sólo existen en el cine, siempre en su mundo, un mundo lleno de sí misma en el que probablemente no dejaba entrar a nadie. Durante muchos años, debió ser la mujer más más guapa y más interesante de Filipinas. Su marido murió en un accidente mientras pilotaba su avión particular recorriendo una de las fincas que poseía la familia. Cuando yo la conocí, ya era viuda, pero era como una emperadora que no necesita ningún imperio para serlo y la mujer más naturalmente elegante que jamás haya conocido. En su casa de Manila, se servía el almuerzo a todas horas. Recuerdo la gran mesa ovalada y la agitación del servicio para atender a todo el que llegaba. Nunca se quitaba la mesa hasta muy tarde, aunque ella desapareciera cuando se retiraba sin despedirse para irse a descansar. En el jardín había muchos coches con los chóferes uniformados para cualquiera que los necesitara. Kalin pertenecía a una de esas grandes familias filipinas muy respetadas. Las nuevas generaciones siguen viviendo de ese reconocimiento, pero sin poder evitar el desgaste que los acontecimientos acaban provocando. De ella aprendí las propiedades del agua caliente incluso cuando hacía más calor. La bebía a menudo durante el día y antes de acostarse. Acabé pensando que tal vez fuera un remedio para vivir más años. Me atreví a preguntarle una noche por qué lo hacía y me respondió que era un hábito cultural muy saludable. Puse en práctica su recomendación y desde entonces convertí en costumbre beber agua caliente sin azúcares ni hierbas, sólo agua y nada más, aunque aquí pareciera una rareza. Años más tarde puede comprobar que beber agua caliente era una costumbre muy extendida en China, porque la medicina tradicional aconsejaba tomarla en ayunas como medida preventiva, y que probablemente fueron los chinos los que la introdujeron en el archipiélago, desde los tiempos en que el Imperio español ultramarino diseña el proyecto de tener una base permanente en Oriente en el siglo XVI.
En Zamboanga, a unos 850 Kms de Manila, dormimos en su casa de Mindanao tanto el día de llegada como el que nos fuimos, tras pasar casi dos semanas en la casa de la playa, que al cabo de un tiempo convirtieron en un resort para los turistas que veranean en Filipinas procedentes mayoritariamente de China y de Australia. Recuerdo la planta de la casa de Mindanao, la distribución de las habitaciones y los ventiladores, el puerto, los barcos atracados, el desguace, y ella que salía acompañada y en la misma puerta empezaba una larga cola de gente que la esperaba siempre a la misma hora. Ella con el bolso abierto iba repartiendo limosna y favores a todos. Parecía