Manena Munar

Todos los caminos llevan a Filipinas


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ella me cuenta. Me parecía vivir en una novela nunca escrita, todo era un descubrimiento, sentir el sur en la piel y la humedad en los ojos. Pisar las langostas y los cangrejos cuando andabas sobre las arenas blancas o las más negras del archipiélago a muy poca profundidad era una experiencia nueva que nunca había tenido. Desde la playa, yo creía ver Borneo en el horizonte, sin tener en cuenta las millas que separaban la tercera isla más grande del mundo del archipiélago filipino en el mar de Sulú. Aunque era invención mía, supe después que los bisayos que habitan en las islas filipinas del mismo nombre proceden de Borneo. A mí esta isla de casi 5000 Kms de costa perimetral se me antojaba la más salvaje del sudeste asiático con sus orangutanes rojos escondidos en sus bosques tropicales, sus elefantes bañándose en sus ríos y sus tiburones de agua dulce. Administrativamente compartida por Brunei, Malasia e Indonesia, es un misterio para mí, que nunca me he preocupado de resolver.

      Tampoco había visto nunca piratas, sólo en los cuentos. Los había entonces, los ha habido siempre y sigue habiéndolos; no podía creer que existieran y que fueran un peligro, porque atacaban embarcaciones y yates de recreo, secuestrando a sus pasajeros para pedir rescates antes de soltarlos, si no los mataban directamente arrojando los cadáveres a las olas. Esto sucedía no lejos de esta costa donde nos encontrábamos. ¿Cómo podían ser un peligro en un paisaje idílico, aparentemente en calma, como el que llenaba nuestra mirada? Pero, sí, eran de verdad una amenaza. No estaban lejos, podían verse navegando en el horizonte e incluso acercarse hasta la orilla, donde nos encontrábamos. Resultaba difícil pensar que pudieran agredirnos, pero se nos había advertido que no tenían reparos a la hora de conseguir lo que buscaban. A espaldas del mar, llegaba a la casa desde el bosque el eco de los enfrentamientos entre los rebeldes musulmanes y el ejército. A media tarde o de noche oíamos disparos entre guerrilleros del Frente Moro de Liberación Nacional y el Frente Islámico Moro de Liberación, que se enfrentaban desde hacía más de cuatro décadas con las fuerzas de seguridad, en una guerra de guerrillas interminable. Saqueaban barrios de Mindanao o de otros pueblos, provocaban incendios y se escudaban con rehenes que asesinaban o simplemente mantenían secuestrados para negociar en un proceso de paz del que se sentían marginados.

      Cuando volvimos a hablar después de aquella tarde en que compartimos relatos hablando de personas en las que nos encontramos, y múltiples coincidencias en nuestras impresiones, ya se había impuesto el estado de alarma por el COVID-19, los hospitales estaban desbordados y la enfermedad estaba causando miles de muertos diariamente. Manena estaba repasando el libro y yo le pregunté por su madre. Cambiando el tono de voz, me comentó que había fallecido esa semana. El confinamiento obligado le impedía hacerse cargo del funeral y del entierro. Tampoco podía vaciar la vida que se quedaba en esa casa repleta de objetos y recuerdos. Eso duró casi tres meses hasta que ella pudo entrar y recoger lo que se quería llevar. Me decía hace unos días que había conseguido integrar parte de los muebles en su casa y eso le hacía sentirse mejor. Ya lo verás. La mezcla ha quedado muy bien. Es como recuperar una parte de mi mundo, y como si la pérdida de la madre se pudiera compensar contemplando a diario algunas de sus pertenencias. Liberar la piel de una casa de los que han vivido en ella durante toda una vida es como renunciar al pasado y a la memoria porque se convierten sólo en obstáculos para seguir adelante.

      Filipinas atraviesa su vida horizontalmente con sus paisajes y sus islas, sus lluvias y sus bambúes, al igual que los tifones y los seísmos que inesperadamente sacuden la tierra y los bosques de cocoteros, haciendo sentir a sus habitantes el temor a la desgracia. Hay un antes, un durante y un después de llegar a Manila, que no ha podido olvidar sin importar el tiempo que ha pasado desde que no ha regresado allí. Cuando la palabra se nombra, ella se sumerge en espacios de la experiencia que observa en la distancia, incorporados a su vida como si se tratara de un conjunto de registros visuales o corporales múltiples que resume en relatos breves e interrumpidos. Un tiempo que se alargó más allá de los catorce años que pasó allí, y que de hecho llega hasta hoy, como si no hubiera pasado nada más desde entonces, o como si no quisiera que pasara nada más, para conservar intacto el recuerdo de esas lluvias de cielos pegados a la tierra y al mar y no hacerse nunca la pregunta sobre qué queda de todo lo vivido.

      La lluvia verde es la lluvia de las más de siete mil islas del archipiélago filipino; es la lluvia que humedece las palmeras y que gotea de las ramas y las hojas de todos los demás árboles y matorrales; es la lluvia que se golpea contra el mar; es la lluvia que se huele a distancia y que tiñe de verde los campos y las montañas; es la que se oye por la noche y no se ve, cubriendo la densa vegetación tropical; es la lluvia que la amó y por la que se dejaba amar; es la lluvia que se derramaba algunas noches sobre su cama; es la lluvia que narra la historia de Filipinas, la historia de sus mujeres y la historia de Manena que no puede dejar de pensar en las islas, ni en lo vivido allí, a pesar de todos sus viajes por el mundo escribiendo crónicas para diferentes medios. La lluvia verde lo une todo: la vida y la muerte se atan mientras llueve y nada puede separarlas. Ella lo sabe y por esto ha escrito este elogio a mujeres anónimas, cuya generosidad las convirtió en heroínas silenciosas, porque sus aportaciones fueron decisivas. Era también el pretexto para devolverse a Filipinas viajando con todas las protagonistas del libro: Isabel Zendal, que contribuyó a la introducción de la primera vacuna de la viruela en América latina y en Filipinas, durante el reinado de Carlos IV; Maruxa Pita, conocida como la Madre Teresa de Filipinas; María Luna, académica y docente universitaria que acogió a los estudiantes en la casa de todos “The Pink House”; Teresa Barroso y la solidaridad; Noelie Yameogo, misionera; Anna María Balcells y la Fundación Kalipay; Anna Oposa, directora de “Save Philippines Seas”; Cherrie Atilano, agricultora; Melissa Villa y Project Pearls; la irlandesa Claire Goudy Hendersen, Marious Dillinger en Médicos sin Fronteras; Astrid Hocking y el trabajo solidario; Carolina Unzeta y el compromiso social, ante el volcán del Mayón; Aitziber Barrueta, de la India a Filipinas, como cooperante internacional; Nuria Díez y el trabajo humanitario; Natalia Díaz Feraren, Camila Escat y Kalipay; la artista Valeria Cavestany, los colores del Trópico y la Fundación VAHHFI; Marisa González y la diáspora filipina en Hong Kong; y Len Cabili.

      No es la primera vez que se pelea con la escritura. Ella es escritora y fotógrafa y vive de sus artículos y textos. Con este libro regresa a Filipinas, como hizo en su primera novela “Y soplará el Amijan” (2003) evocando una estación del año, que va de noviembre o diciembre a mayo, y un viento frío del nordeste que hace que las temperaturas sean moderadas y con poca o ninguna lluvia en el centro y en la parte más occidental de Luzón y las Bisayas (Panay, Negros, Cebú, Bohol, Leyte y Sámar), mientras que en la más oriental del archipiélago da lugar en la misma época una llovizna suave incesante. Al final de la novela, cuando la protagonista manifiesta sentirse sola y perdida en el infinito, sin saber cómo seguir viviendo, sin entender nada, dice “Me salvó del vacío un sentimiento muy cálido fresco y limpio como el amijan, que fue venciendo al miedo”. La naturaleza no puede mantenerse ajena a lo que nos sucede. En la mitología filipina, el amijan es también un pájaro que de acuerdo con el folklore tagalo es la primera criatura que habitó el universo junto con los dioses Bathala y Ahman Sinaya,. Cuando acaba la estación, cambia la dirección del viento dominante, el Habagat, que se caracteriza por ser particularmente húmedo y caluroso, coincidiendo con la estación de las lluvias y temporales que azotan alta mar.

      Hablo de ella y hablo de mí, porque en todo encuentro, por casual que sea, se produce un descubrimiento y creo que eso probablemente sucederá a muchos de sus lectores, porque Manena parece escribir escuchando las voces que guardamos en secreto debajo de la piel. Cuando pregunto quién es Manena Munar me estoy preguntando sin saberlo quién soy yo y eso es lo que ella sabe hacer sentir a quien la lee, sin que esto sea fácil ni un efecto gratuito de cualquier lectura. Hablar de ella es hablar de siete mil islas, es hablar de una extranjera en Filipinas a la que la lluvia verde cambió la vida y le hizo vivir muchas vidas que nunca habría sospechado vivir. Para introducir este libro sobre mujeres que han desempeñado un papel significativo en este país, sólo me quedaba hablar de ella, como ella hace con sus personajes, y sólo puedo hacerlo hablando también de mí, porque también he visto esta lluvia verde estrellándose contra las ramas de las palmeras del Roxas Boulevard de Manila, los árboles del parque Rizal o de la plaza Rajah Sulaiman, o rozando con fuerza la piel de las islas y rompiéndose al chocar con las olas de ese mar que las une y las separa.