Victoria Dahl

E-Pack HQN Victoria Dahl 1


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gritó Juan desde el otro lado de la barra—. ¿Qué te trae por aquí?

      Él se puso muy rojo, pero sonrió.

      —Ponme una cerveza —respondió.

      Molly sonrió, pero al mirarlo con atención, la sonrisa se le borró de la cara. Ben no iba de uniforme aquella noche. Llevaba vaqueros, botas y un viejo abrigo marrón, pero además de eso llevaba una camiseta verde un poco descolorida que le marcaba el pecho. Cuando se quitó el sombrero y el abrigo, ella se sintió como si lo estuviera viendo desnudo, y se excitó.

      Oh, Dios, realmente había ensanchado de hombros, y sus brazos se habían vuelto más fuertes. Tenía el pelo ligeramente húmedo. Molly tuvo que contener un gruñido, y contener el impulso de ir hacia él y besarlo.

      Nunca había besado a aquel hombre, pero quería comérselo entero, llevárselo a casa para tener una sesión de sexo ardiente. Era joven, guapísimo y delicioso. Y estaba allí. Con ella.

      Molly tomó la copa y se bebió la mitad de cuatro tragos.

      —Tal vez debería prepararte otra —sugirió Juan, y Molly asintió mientras Ben se sentaba a su lado.

      Ella no lo miró. Estaba segura de que, con su instinto de policía, iba a darse cuenta de que estaba a cien.

      —Bueno, y… —Ben carraspeó—. ¿Has tenido un día agradable?

      —Sí.

      Él se movió en el taburete, y su rodilla se rozó con las de ella, y Molly dio un respingo.

      —Disculpa —dijo Ben, y alejó un poco la rodilla.

      Molly apuró el resto de la copa. Comenzó a sentir un calor agradable en los músculos, y cierta despreocupación. ¿Así que estaba excitada? No era ningún crimen, aunque estuviera pensando en acosar a un policía.

      —Estás enfadada, ¿no? —le preguntó Ben suavemente—. No quería ofenderte antes. Hacer preguntas es mi trabajo.

      —No pasa nada.

      Juan le sirvió la segunda copa a Molly, y ella la tomó entre las manos.

      —Lo que pasa es que no entiendo qué estás ocultando, ni por qué. Si me lo dijeras…

      —Ni lo sueñes, Jefe —dijo ella. Animada por el siguiente trago de martini, giró su taburete y dejó que sus rodillas le presionaran la cadera a Ben—. Mi secreto es lo más interesante que hay sobre mí. ¡Míralo! ¡Tú ni siquiera puedes alejarte de mí! No niegues que has venido a verme. Ni siquiera estás de servicio.

      —Tal vez —dijo él, y miró sus rodillas. Ella llevaba unas mallas negras debajo de la minifalda—. ¿Significa eso que me has perdonado?

      —Bueno, mis piernas sí te han perdonado, ¿y no es eso lo importante?

      La expresión de Ben se hizo más cálida, y cuando la miró a los ojos, con alcohol o sin alcohol, Molly volvió a sentir una lujuria abrasadora.

      —No voy a negar la importancia de eso —murmuró él. Entonces, apartó su mirada sexy de ella y alzó la botella para indicar que estaba vacía, y que quería otra.

      La puerta se abrió detrás de ellos, y Molly rogó que no fuera Lori.

      «Que haya habido un accidente… ¡sin heridos! Algo pequeño que haya provocado un enorme atasco en el aparcamiento de la gasolinera, y que la tenga ocupada durante una hora más».

      Se daba cuenta de que la determinación de Ben estaba flaqueando, como si fuera a quitarse la ropa allí mismo y…

      —¡Cuánto tiempo! —exclamó Lori a su espalda.

      Ben inclinó la cabeza y se levantó.

      —Bueno, os dejo para que os pongáis al día.

      —No tienes por qué… —intentó decir ella, pero él ya estaba alejándose. Molly lo vio marchar con una mirada de pena.

      —¡No me digas que Miles ha dado en el clavo!

      —¿Qué? —preguntó Molly distraída. Qué trasero tan magnífico tenía aquel hombre, todo músculo y…

      —¿Estáis liados Ben y tú? ¿No acabas de llegar al pueblo —preguntó Lori, y miró su reloj— hace setenta y dos horas?

      —No —dijo Molly, y se echó a reír mientras Lori ocupaba el taburete que Ben acababa de dejar libre—. Llevo cuatro días enteros aquí. Bueno, espera, ¿cuántas horas son cuatro días? ¿Más de setenta y dos?

      —Tomaré lo mismo que ella —dijo Lori rápidamente.

      Juan arqueó una ceja mirando a Molly.

      —Es un martini con limón —confesó ella en un susurro.

      —Perfecto.

      —Y he estado esperando diez años para estar con ese hombre, así que no me regañes.

      —¿Solo diez? —preguntó Lori, con los ojos brillantes como el jade pulido.

      —Bueno, es cierto, más bien doce. Ya no aguanto más. Hay algo que se va a caer si no lo uso ya.

      —Oh, no, en eso no tienes mi comprensión, Molly. Llevo en este pueblo toda la vida, y la mayoría de los hombres casaderos piensan que soy lesbiana. Tú te fuiste a Denver y extendiste las alas. Y las piernas.

      Molly estuvo a punto de escupir el trago que acababa de tomar al estallar en carcajadas. Juan se había ruborizado, así que debía de haberlo oído, pero bueno, seguramente había oído cosas peores.

      Cuando se recuperó, Molly miró la cintura y las caderas esbeltas de su vieja amiga, y después, los rizos de su melena corta.

      —¿Y por qué piensa la gente que eres lesbiana?

      —En primer lugar, porque en el instituto nunca me enrollé con nadie. En segundo lugar, me negué a hacerle una felación a Jess Germaine en el asiento trasero de su coche cuando por fin comencé a salir con chicos. Y tercero, soy mecánica. Todo encaja.

      —Bueno, entonces intentaré que no se me caigan las llaves delante de ti.

      —Oh, me lanzaría sobre ti como una loca.

      Las dos se desternillaron en voz tan alta que algunos parroquianos las miraron.

      —Disculpad —dijo Molly—. No es nada.

      Los hombres volvieron a sus cervezas, salvo Ben, que estaba sentado al otro lado de la barra, mirándolas como si fueran una película. Miró con desaprobación su copa, pero Molly pidió otra.

      —Me he fijado en que has pintado los camiones del Love’s Garage de color lavanda.

      —¿A que están preciosos?

      —¿Y a tu padre no le importa? ¿Y cómo está, a propósito?

      —Murió hace unos meses, Molly.

      —¡Oh! ¡Oh, mierda! Lo siento muchísimo, Lori. No me lo había dicho nadie.

      —No pasa nada. Hacía mucho tiempo que no vivías aquí.

      —Yo… Lo último que supe es que le iba muy bien. Oh, Lori… Lo siento.

      —No, era su momento. Estaba listo. Yo lo veía en su mirada.

      Molly asintió.

      —Entonces, ¿ahora el garaje es tuyo?

      —Sí. El garaje, la grúa, las quitanieves, y la gloria, por supuesto.

      El tono de su amiga desdecía sus palabras.

      —Es estupendo —dijo Molly cuidadosamente—. Pero… Yo creía que solo ibas a dejar los estudios durante un par de años.

      —Yo también.

      —¿No habías conseguido una beca para Europa, o algo así?

      Lori