Victoria Dahl

E-Pack HQN Victoria Dahl 1


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desgraciado había olisqueado por fin el quid de la cuestión. ¿Quién era Molly Jennings? Sin duda, Miles iba a agarrarse a aquello como un pit bull hasta que consiguiera saber la verdad. Ben tenía que averiguarla antes que él.

      Que el Jefe de Policía saliera con una mujer soltera no tenía nada de escandaloso. Tal vez la gente sonriera al leer aquellos detalles, y tal vez hablara de ello con sus amigos, pero eso no era un escándalo. Ben había vivido un auténtico escándalo, y sabía cuál era la diferencia.

      Había visto a la gente pararse en mitad de sus recados para quedarse mirando a su familia. Había visto a los padres de sus amigos apartar a sus hijos antes de que ellos pudieran acercarse. Había visto una diversión odiosa en caras que conocía de toda la vida. Y pena. Y asco. Y hostilidad. Burla, superioridad, deleite y tristeza.

      Todo lo que él sabía sobre sí mismo se había resquebrajado y se había desmoronado el día en que su padre se había acostado con una muchacha que solo tenía un año más que él. Era una suerte que la muchacha tuviera dieciocho años en aquel momento, pero no que todavía estuviera en el instituto. Al principio había habido negación, después detalles irrefutables, y finalmente, admisión, confesiones y disculpas. La policía había investigado, y la junta escolar había celebrado reuniones de urgencia. Su padre había sido despedido, y la familia había pasado dificultades económicas. La gente del pueblo se había indignado, su madre había pasado un calvario de horror y de dolor y él, de confusión y de ira. Hubo habladurías sobre la vida sexual de su padre, y finalmente, el divorcio. La quiebra económica. Y todo ello había sido narrado con todo lujo de detalles en el periódico de Miles.

      Por lo tanto, Ben sabía cuál era la diferencia entre un chismorreo inofensivo y un escándalo verdadero. Un escándalo de verdad sería que el Jefe de Policía de Tumble Creek saliera con una prostituta o una estrella del porno. A Miles le encantaría. Y él se convertiría en una imagen de su padre. No podía salir con Molly Jennings hasta que supiera la verdad.

      —¡Feliz Halloween, Jefe de Bomberos! —le dijo su segundo al mando, cuando pasaba a su lado, y agitó el periódico ante él, por si acaso Ben no entendía la broma.

      —Vete a la porra, Frank —le respondió Ben alegremente.

      Brenda apareció casi al instante en la puerta y miró con desaprobación hacia la espalda de Frank.

      —Lo siento, Jefe. Usted no tiene por qué soportar estas tonterías.

      —No pasa nada, Brenda, de veras.

      —A Miles Webster deberían fusilarlo.

      —Solo está haciendo su trabajo —dijo él. Se le atragantaron las palabras, pero consiguió pronunciarlas.

      —Trabajo —repitió Brenda, y se sonrojó de ira.

      —¿Tienes algún mensaje para mí? —le preguntó él rápidamente.

      Ella se calmó.

      —No, pero quería que le recordara que debía ir a inspeccionar las puertas de la mina antes de esta noche.

      Él suspiró.

      —Es cierto. Ayer fui a ver tres de ellas, pero me falta la que está en lo alto del risco. Por ahora parece que todo está en orden.

      —Tenga cuidado si sube allí. Parece que está un poco cansado.

      —No, estoy bien.

      —Ah, casi se me olvidaba —dijo ella, y se acercó para dejar un tupperware en su escritorio.

      Ben sonrió al percibir el aroma del tomate y las especias.

      Su estómago emitió un gruñido.

      —¿Chili?

      —Sí, señor —dijo ella. Le brillaron los ojos de satisfacción, y sus mejillas se convirtieron en dos globos sonrosados cuando sonrió. Verdaderamente, se parecía a su madre.

      —Gracias, Brenda. Esto me va a ayudar a pasar una noche muy larga.

      —Trabaja demasiado —dijo ella, agitando la cabeza—. Intente no meterse en ningún lío, ¿de acuerdo?

      Ben no respondió. No podía, porque lo que realmente quería hacer era meterse en un lío. Completamente. Como si nunca hubiera aprendido nada en absoluto de su padre.

      —Love’s Garage.

      —Lori, soy Molly. ¿Podría pedirte un favor?

      —No será nada relacionado con el martini, ¿verdad? Todavía tengo resaca.

      Molly se echó a reír.

      —Tenemos que sacarte de casa más a menudo.

      —Yo… ¿de veras? Bueno, estoy de acuerdo. Es como un entrenamiento, ¿no? La práctica lleva a la perfección.

      —Empezaremos mañana. Pero primero… Mira, se supone que va a nevar este fin de semana, y necesito que me hagas un favor. Si me quedo atascada en la nieve, ¿podrías sacarme y… lo más importante de todo, no decírselo a Ben?

      —Bueno, yo no le informo normalmente, así que no hay problema. Pero, si estás preocupada, ¿por qué no te haces con un todoterreno?

      —Tenía uno elegido en Denver, pero no aceptaron mi oferta. Me voy a quedar con el Mini hasta que pueda convencerlos. Creo que están a punto de ceder.

      —Y yo creo que tú estás a punto de romperte la cabeza en ese cochecito.

      —Eh. Voy a estar perfectamente. Y mientras, me lo estoy pasando en grande asustando a Ben.

      Ambas seguían riéndose cuando Molly colgó, pero su buen humor se esfumó enseguida. Iba a tener que llamar a Cameron, porque estaba empezando a sentirse así otra vez. A sentirse como en Denver. A sentirse observada, a sentir que había cosas que no encajaban.

      Primero, los ruidos que había oído mientras iba a The Bar, y después, el hecho de encontrarse abierta la puerta de su casa. Aunque creía que lo había olvidado, a la mañana siguiente se despertó con ello en la cabeza… «Juraría que había cerrado con llave». Pero tal vez no lo había hecho, o tal vez la cerradura fuera difícil de girar. Y ese también era el problema: todos los crujidos y los sonidos que hacía la casa al enfriarse por la noche.

      En su paranoia, incluso había dejado que el último correo electrónico de la señora Gibson la afectara. Tal vez aquella viejecita no fuera tan indefensa. Tal vez fuera como Kathy Bates en Misery, y no una abuelita excéntrica. Sin embargo, al lanzar en Google una búsqueda con el nombre y la dirección de la señora Gibson, había obtenido información sobre una mujer de ochenta años que vivía en una residencia de Long Island y escribía con frecuencia cartas al director del periódico local. La señora Gibson no solo se indignaba con la ficción erótica, sino también con las escuelas liberales y los impuestos sobre el consumo.

      Así pues, quedaba eliminada como acosadora. Eso solo dejaba a Cameron.

      Molly pensó que debería comprarse un arma para poder dormir bien. O un perro.

      —Probablemente, un perro —le dijo al teléfono.

      Sonó el timbre de la puerta, y Molly dio un respingo. El auricular se le calló al suelo del susto.

      —¡Ya va! —gritó, y tomó un cuenco de dulces por el camino. Los niños de aquel pueblo no tenían demasiadas casas que visitar, así que ella había llenado un cuenco de caramelos y paquetes de chicles, y todos sus visitantes se lo habían agradecido, hasta el momento, con grititos de alegría.

      —¡Truco o trato! —le gritó una niñita desde detrás de su bufanda, mientras su madre la saludaba desde el final de las escaleras.

      Molly sonrió a la niña, que llevaba una parka gruesa, unas mallas blancas, un tutú rosa que sobresalía por debajo de la parka y una coronita sobre el gorro de punto.

      —¡Vaya, qué princesa tan guapa! —le dijo Molly, mientras metía una chocolatina en la bolsa de la niña. A la pequeña