se lo voy a decir a nadie, te lo prometo.
—Bueno… Tal vez un poco…
Dejó de torturarlo con las manos y le desabrochó el pantalón. Y entonces, gracias a Dios, bajó la cremallera y aquella presión horrible cesó un momento, antes de convertirse en una excitación incluso más grande.
Molly metió la mano por debajo de la cintura elástica de sus calzoncillos y, de repente, su mano fría fue como un cepo alrededor de su miembro.
—Oh, por el amor de Dios —gruñó él.
—Ummm —murmuró ella. Lo soltó, y ronroneó de excitación—. ¿Alguna de esas chicas te dijo alguna vez que eres muy grande, Ben? ¿Que tienes un miembro grueso, duro y fabuloso?
Dios. No. No, porque si él recordara una noche como esta habría terminado en aquel mismo instante con un gran estallido.
—Pues lo tienes —susurró ella, agarrándolo—. Eres perfecto. Casi demasiado grande para mi mano. Es como acero debajo de una piel de seda. Yo siempre me lo imaginaba así.
Entonces aflojó la presión y pasó la mano hacia arriba, ligeramente, jugueteando. Después bajó, explorándolo. Giró la mano y palpó con delicadeza sus testículos. Ben emitió un silbido y apretó los dientes.
—¿Te gusta eso?
—Sí.
—Ummm…
Ella lo tuvo en la palma de la mano durante un momento, y después volvió a acariciarle el miembro, cada vez con más presión.
Dios, ¿cuánto tiempo hacía que no experimentaba algo tan sencillo, tan erótico y tan bueno? Ella comenzó a masturbarlo un poco más rápido, y a él se le escapó un gruñido de aprobación.
—¿Te gusta, Ben?
—Sí… Sí. No pares. Por favor, Molly.
Ella sonreía. Se estaba mordiendo el labio y tenía los ojos entrecerrados de concentración. Parecía una muchacha joven que estaba haciendo algo que no debía.
Ben le subió la camisa y tomó sus pechos con las palmas de las manos.
—Dios, qué guapa eres.
Su mano vaciló un momento antes de que ella encontrara de nuevo su ritmo. En aquella ocasión fue más rápido, más fuerte.
—Quiero que entres en mi cuerpo.
Él negó con la cabeza. Estaba demasiado excitado como para hablar.
—Eres tan grande… Quiero que me llenes. Hazme gritar.
—A él se le cayó una gota de sudor por la frente.
—No puedo —jadeó él.
—Por favor.
—Molly… Yo… no tengo preservativos. Iba a comprar, pero… ¿Tienes tú alguno?
—En casa. No he traído el bolso.
Demonios. Sus dedos encontraron la presión perfecta, el camino más dulce…
Molly agitó la cabeza y se rio.
—Supongo que tendrás que empezar de nuevo cuando lleguemos a casa.
—Te lo prometo —dijo él, volando hacia el cielo. Casi había llegado.
—¡Jefe! —gritó una voz chirriante y metálica en la penumbra del coche.
Molly gritó y lo soltó, y Ben cerró con fuerza los ojos.
—¿Jefe? —gritó de nuevo la radio.
—Por Dios —susurró Ben. Tomó aire y se controló para no volver a poner la mano de Molly donde había estado—. Será mejor que alguien haya muerto.
Molly todavía estaba mirando a su alrededor con desconcierto, pero al darse cuenta de lo que había ocurrido, se echó a reír.
—¿Qué es?
—Es esto —ladró Ben, y descolgó el transmisor de la radio de su gancho—. Aquí el Jefe Lawson. ¿Qué sucede?
—Jefe —repitió Brenda—. ¿Va todo bien?
Tuvo ganas de gritar que no, pero volvió a respirar profundamente antes de apretar el botón.
—Sí. ¿Hay algún problema?
—Ha llamado Sylvia Jones para decir que lo ha visto entrar en la desviación de South Ridge Road desde la Autopista Diez, pero que no lo ha visto salir. Me preocupaba que hubiera tenido algún problema.
Increíble.
—No estoy de servicio, Brenda.
—Entonces, ¿va todo bien?
—¡Sí!
—Pero, ¿qué está haciendo en el South Ridge?
No iba a gritarla. Y no iba a estrangular a Molly por tenerse que tapar la boca para no estallar en carcajadas.
Cuando controló su furia, volvió a hablar por radio.
—Estaba dejando en casa a un amigo, Brenda. ¿Algo más?
—No, solo que me alegro de que esté bien. Que tenga buena noche, Jefe.
—Gracias —respondió él, y dejó el transmisor en su gancho.
Entonces Molly comenzó a reírse, y él apoyó la cabeza en el respaldo e intentó no morirse.
—Dime que no estoy aquí sentado, en mi coche oficial de policía, medio desnudo y con mi novia riéndose de mí.
—Lo siento —dijo ella entre risotadas, enjugándose las lágrimas.
—Oh, no. No te preocupes. Todo va perfectamente.
En aquel momento, Ben recordó otro sentimiento que había experimentado durante el instituto: la frustración sexual. Era raro cómo se olvidaban las cosas.
—No tenemos muy buena suerte en esta camioneta. O, por lo menos, tú no la tienes.
—Cierto —dijo Ben. Se arregló la ropa de nuevo y prosiguió—: Tienes razón. Este coche está maldito. Invítame a tu casa. Allí he tenido muchísima suerte. Además, estoy temiendo que cualquiera de mis buenos conciudadanos aparezca en cualquier momento a prestarme su ayuda —añadió mientras movía la cabeza—. Y yo que creía que aquí, apartados de la carretera, estaríamos a salvo.
Por lo menos no había parado nadie. Él estaba muy entregado a su fantasía de instituto, pero no hasta el punto de ser interrumpidos por un anciano indignado.
Aunque su excitación había disminuido considerablemente, no había desaparecido. Chisporroteó en sus dedos cuando metió las manos bajo la camisa de Molly para abrocharle el sujetador.
—Yo puedo hacerlo, Ben.
—Ya lo sé —respondió él. Sin embargo, le colocó también la falda, palpando suavemente las curvas de su cuerpo—. Vamos, invítame a tu casa.
Ella sonrió.
—Por supuesto. Ven a casa conmigo, Ben.
—Ummm —él se inclinó hacia ella y besó su sonrisa—. No sé, Molly. ¿Y tus padres? ¿Y si me pillan colándome en tu habitación?
—No te preocupes. Mis padres van a pasar la noche en la ciudad. Aunque me hicieron prometer que iba a cumplir las normas.
—Bueno… —murmuró Ben. Le pasó la lengua por el labio inferior, y succionó hasta que ella exhaló un suspiro—. Entonces tendremos que establecer unas buenas normas.
Ella se apartó de él y se sentó en su sitio. Después, señaló el volante.
—¿A qué estás esperando? Vamos.
Ben resistió el impulso de poner la sirena y las luces