del universo.
«El tiempo del universo» descubierto por Einstein y «el tiempo de nuestras vidas» asociado con Bergson cayeron en dos espirales peligrosamente destinadas a colisionar; escindieron el siglo en dos culturas y enemistaron a científicos con humanistas, y al conocimiento experto con la sabiduría popular. Con repercusiones sobre el pragmatismo norteamericano, el positivismo lógico, la fenomenología y la mecánica cuántica, hay una serie de tramas y alianzas que explican por qué hay eternas rivalidades entre la ciencia y la filosofía, entre la física y la metafísica, o entre la objetividad y la subjetividad, que siguen férreamente atrincheradas. Al final de su vida, Bergson cambió de parecer respecto a Einstein y Einstein respecto a Bergson, pero sus premisas seguían siendo irreconciliables.
El físico y el filósofo está dividido en cuatro grandes partes. La primera empieza con tres capítulos que nos retrotraen directamente al encuentro entre Einstein y Bergson. La segunda parte se centra en los hombres en sí y detalla los diversos contextos en que las contribuciones de Einstein se valoraron comparándolas directamente con la crítica de Bergson. Seguiremos los efectos del debate desde Francia a Inglaterra, Alemania y Estados Unidos. En cada uno de estos sitios encontramos algunos de los principales actores que participaron en el conflicto, como la Iglesia católica, y vemos cómo afectó el desacuerdo a diversos movimientos científicos y filosóficos, como el pragmatismo norteamericano, el positivismo lógico y la mecánica cuántica. Algunos de estos capítulos hacen hincapié en momentos clave previos y posteriores al 6 de abril de 1922, cuando se anticiparon argumentos similares a los esgrimidos aquel día.
La tercera parte se centra en las cosas. Indaga en el motivo por el que Einstein y Bergson se mantuvieron tan divididos, analizando a fondo los ejemplos concretos que salían de forma explícita y repetitiva en sus propios debates y en los debates que celebraban sus interlocutores. Hubo varias cosas que desempeñaron papeles descollantes, como el telégrafo, el teléfono, la radio, las películas y las grabadoras automáticas. En sus discusiones también se colaron partículas microscópicas, microbios diminutos, observadores ciclópeos, seres superrápidos, animales y fantasmas.
La cuarta parte termina con palabras: los últimos comentarios que hizo cada uno respecto al otro. Por aquel entonces, Bergson tenía casi ochenta años y fue testigo del auge del nazismo en Alemania, de la ocupación de París y de una nueva era de conflicto y agitación. Einstein también se acercaba a la ochentena. Se había jubilado del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton y se acordó de Bergson unos meses antes de que los norteamericanos detonaran la primera bomba de hidrógeno del mundo. Al final, descubrimos una historia del apogeo de la ciencia en un siglo dividido, una historia de desacuerdo y desconfianza y de las cosas cotidianas que nos desgarran.
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PREMATURO
El 6 de abril de 1922 Einstein conoció a un hombre que no olvidaría jamás. Se trataba de uno de los filósofos más prestigiosos del siglo, ampliamente conocido por propugnar una teoría del tiempo que esclarecía lo que no explicaban los relojes: los recuerdos, las premoniciones, las expectativas y las previsiones. Gracias a él, ahora sabemos que para cincelar el futuro uno debe empezar cambiando el pasado.
¿Por qué una cosa no siempre conduce a la siguiente? El encuentro se había planeado como un acto cordial y académico, pero no lo fue en absoluto. El físico y el filósofo se enzarzaron, cada uno defendiendo formas opuestas —e incluso irreconciliables— de entender el tiempo. En la Société française de philosophie, una de las instituciones más veneradas de Francia, midieron fuerzas bajo la atenta mirada de un selecto grupo de intelectuales. El «diálogo entre el mayor filósofo y el mayor físico del siglo XX» se dejó perfectamente escrito: un guion perfecto para el teatro1. El encuentro —y las palabras que en él se mediaron— se comentarían durante el resto del siglo.
El nombre del filósofo era Henri Bergson. En las primeras décadas del siglo había superado en fama, prestigio e influencia al físico, aunque hoy conozcamos más al alemán. Enfrentándose a aquel joven, Bergson puso en peligro su reputación. Pero Einstein también.
Las críticas vertidas contra el físico provocaron un daño inmediato. Unos meses más tarde, cuando se galardonó a Einstein con el Premio Nobel, no fue por la teoría que le había hecho famoso: la relatividad. Se le concedió el reconocimiento «por haber descubierto la ley del efecto fotoeléctrico», un área de la ciencia que no despertaba ni de lejos la misma imaginación que la relatividad. Las razones por las que se decidió destacar un trabajo que no fuera la relatividad se remontaban directamente a lo que Bergson había dicho ese día en París.
El presidente del Comité del Nobel explicó que, aunque la mayoría de los debates se centraban en la teoría de la relatividad, no merecía el premio por ello. ¿Por qué no? De buen seguro, los motivos eran variados y complejos, pero el culpable mencionado esa noche fue claro: «No es ningún secreto que el famoso filósofo Bergson ha cuestionado esta teoría en París». Bergson había demostrado que la relatividad «pertenece a la epistemología», no a la física, «por lo que ha sido objeto de un intenso debate en los círculos filosóficos»2.
No cabe duda de que la explicación de aquel día recordó a Einstein los sucesos de la primavera anterior en París. Claramente, había generado controversia… y esas eran las consecuencias. No había podido convencer a muchos pensadores del valor de su definición del tiempo, especialmente al comparar su teoría con la del eminente filósofo. En su discurso de aceptación, Einstein se mantuvo en sus trece. No habló sobre el efecto fotoeléctrico, por el que se le había concedido oficialmente el premio, sino sobre la relatividad: la obra que le había convertido en una estrella mundial, pero que en ese momento se estaba poniendo en duda.
El hecho de que el presentador de los Premios Nobel invocara el nombre de Bergson fue un triunfo espectacular para el filósofo, que había pasado toda su vida y se había labrado una carrera ilustre demostrando que no había que interpretar el tiempo únicamente a través de los binóculos de la ciencia. Bergson insistía de forma persistente y consistente en que se debía interpretar filosóficamente. Pero, ¿qué quería decir exactamente con eso? Al parecer, la filosofía de Bergson era tan controvertida como la física de Einstein.
¿Qué llevó a estas dos eminencias a adoptar posturas opuestas en casi todas las cuestiones polémicas de su época? ¿Qué hizo que un siglo como el XX acabara tan dividido? ¿Por qué dos de las mentes más grandes de la edad moderna discreparon tan profundamente, dividiendo a la comunidad intelectual durante muchos años?
ESA TARDE
Ese día «verdaderamente histórico» en el que ambos se conocieron, Bergson se vio arrastrado a regañadientes hacia un debate que había tratado de evitar a toda costa3. El filósofo le sacaba muchos años a Einstein y habló durante cerca de media hora, azuzado por un compañero impertinente que decidió participar tras la presión del organizador del evento. «Somos más einsteinianos que usted, monsieur Einstein»4, dijo. Sus objeciones llegarían a oídos de todos. «Todos dábamos a Bergson por muerto —explicaba el escritor y artista Wyndham Lewis—, pero la Relatividad, aunque parezca extraño a primera vista, lo ha resucitado»5.
El físico respondió en menos de un minuto, engastando en la respuesta una frase condenatoria y mil veces citada: «Il n’y a donc pas un temps des philosophes»6. La réplica de Einstein, manifestando que el tiempo de los filósofos no existía, fue muy polémica.
Einstein había viajado a la ciudad de las luces desde Berlín. Cuando su tren llegó a la Gare du Nord, «le esperaba una marabunta de fotógrafos, periodistas, cineastas, funcionarios y diplomáticos». El afamado científico optó por bajar por el andén contrario, huyendo subrepticiamente como un ladrón. Se abrió camino entre peligrosos cables y señales de aviso hasta una puertecita que daba al bulevar de la Chapelle, que por las tardes estaba más