poseas y sígueme”.
Aliosha había meditado mucho acerca de estas palabras, y comprendía que no es lo mismo dar una o varias limosnas, a darlo todo; y comprendía asimismo que seguir por completo a Jesús no consistía solamente en ir a misa todos los días.
El recuerdo de su madre, la cual siendo él todavía un niño, le llevaba al monasterio, influyó, probablemente, en aquella decisión. Y quizás influyese también otro recuerdo: el de aquella plácida tarde de estío en que los oblicuos rayos de un sol poniente iluminaban la estancia en que se hallaba su madre delante de una imagen, teniéndole a él en brazos como ofreciéndole a la Virgen.
Tal vez fue eso lo que le había hecho venir a casa de su padre para saber cuánto podía dar antes de disponerse a seguir a Jesucristo...
Pero el encuentro con el monje Zossima arrancó de raíz todas sus vacilaciones...
Zossima tenía entonces sesenta y cinco años. En su juventud había sido oficial del ejército del Cáucaso.
Se decía que, a fuerza de escuchar confesiones, había adquirido tal lucidez, tal penetración, que al primer golpe de vista adivinaba lo que iba a consultarle o a suplicarle aquel que se le acercaba.
Sus más ardientes partidarios lo tenían por un santo y afirmaban que, después de su muerte, se obtendrían milagros con su intercesión.
Esta era, particularmente, la opinión de Aliosha, el cual había sido testigo de varias de las numerosas curas milagrosas llevadas a cabo por Zossima.
¿Eran estas curas reales, o simplemente mejorías naturales?
Aliosha no trataba de responder a esto: él creía ciegamente en la potencia espiritual de su director; la gloria del monje constituía la suya.
El joven gozaba al ver que la muchedumbre acudía a contemplar y a consultar al santo anciano, llorando de alegría al verle, y besando la tierra que pisaba.
Las mujeres le presentaban sus pequeñuelos para que los tocase con sus temblorosas manos creyendo que bastaba aquel ligero contacto para que sus hijos quedasen libres de toda tentativa pecaminosa.
Aliosha comprendía aquel amor que el pueblo sentía por el venerable religioso; sabía muy bien que, para aquellas almas sencillas, oprimidas, abatidas por sus propias iniquidades y por la constante iniquidad humana, no había más urgente remedio que un consuelo inmediato, y Zossima consolaba de un modo dulcísimo.
Aliosha pensaba, creía que el santo viejo poseía el secreto de la regeneración universal, la potencia que acabaría por establecer el reino de la verdad. Entonces, los hombres se agruparían, se ayudarían unos a otros y no habría ni ricos ni pobres, ni grandes ni pequeños. Solo habría hijos de Dios, súbditos de Jesucristo.
La llegada de sus dos hermanos impresionó a Aliosha, y enseguida intimó con Dmitri, por el cual sintió un afecto vivísimo, más profundo que el que sentía por Iván, a pesar de lo mucho que a este estimaba, si bien su amistad con él no era tan estrecha.
Dmitri hablaba de Iván con admiración. Por medio del primero supo Aliosha todo lo concerniente al asunto que había ocasionado la amistad de sus otros dos hermanos.
El entusiasmo que Dmitri sentía por Iván tenía, a los ojos de Aliosha, esto de característico: que Dmitri era ignorante, mientras el otro era muy instruido.
En efecto, ofrecían ambos un contraste tan marcado que hubiera sido imposible encontrar dos hombres más diferentes.
Fue en aquellos días cuando tuvo lugar en la celda del monje Zossima la reunión de esta familia heterogénea.
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