de los que más se maravillaban de aquella decisión del joven.
—Por cuestión de interés no debe ser —pensaba—, porque sabe de sobra lo miserable que es su padre, y debe estar convencido de que no le dará ni un kopek.
Sin embargo, la influencia que el hijo ejercía sobre el padre llegó a ser evidente. Fiódor Pávlovich le obedecía casi siempre, y su conducta mejoraba de un modo visible.
Después se supo que la venida de Iván obedecía, más que a nada, al deseo de regular las divergencias surgidas entre su padre y Dmitri, su hermano mayor, al cual había conocido en otra ocasión y con el que se carteaba desde entonces.
Capítulo IV
Alekséi, o Aliosha, como se le llamaba cariñosamente, tenía entonces veinte años; cuatro menos que su hermano Iván y ocho menos que Dmitri.
A la sazón lo encontramos en el monasterio del que hemos hablado. No era un fanático, ni un místico; era simplemente un altruista precoz.
Había escogido la vida monástica como el único medio que se le ofrecía para librarse del ambiente de vicio y de ignominia que le rodeaba; para dedicarse a una obra de luz y de amor.
Y no era, propiamente dicho, el monasterio lo que le había subyugado allí, sino el ser extraordinario que había encontrado allí, el padre Zossima, al cual amaba con todas las fuerzas de su alma.
Huérfano de madre desde la edad de cuatro años, no cesó jamás de pensar en ella. Su rostro, sus caricias quedaron grabadas en la mente del joven de tal modo que le parecía sentir constantemente en sus oídos el eco de su dulce voz.
Los recuerdos que se graban en las imaginaciones tiernas desde la edad de dos años son como puntos luminosos que no pueden extinguir toda una vida de sombras.
Entre tales recuerdos, uno de los más persistentes era este: una ventana completamente abierta, una apacible tarde de verano, los rayos oblicuos de un sol poniente, una imagen en un ángulo de la estancia, una lámpara encendida delante de la imagen y su madre arrodillada, llorando como en una crisis de histerismo, llorando y gritando, y apretando a Aliosha contra su pecho hasta el punto de llegar a hacerle daño, pidiendo a la Virgen que protegiese a aquel hijo de sus entrañas...
Aliosha veía todavía el rostro inflamado de su madre... Tales eran sus recuerdos.
El joven no gustaba de hablar de ellos o, mejor dicho, puede decirse que Aliosha no gustaba de hablar, sencillamente.
Y no es que el mozo fuese tímido, o arisco, no, al contrario; pero sentía cierta interna inquietud, completamente singular, especialísima, que le hacía olvidarse de todo lo demás.
Todavía bastante sencillo, parecía que se fiase de todo, sin prudencia alguna y, sin embargo, nadie le tenía por ingenuo.
Era uno de esos espíritus sinceros que no creen en la perversidad de los demás. Para él todos los hombres eran buenos mientras no se demostrase lo contrario. Y cuando alguna vez se le demostraba algún daño, se quedaba más triste que sorprendido sin jamás asustarse por nada.
Veinte años tenía cuando volvió a casa de su padre, a aquel lugar impuro, centro de corrupción, y era de observar en él un mozo inocente y casto; cuando las escenas a que asistía sobrepasaban toda medida se retiraba silencioso sin dejar adivinar en su rostro que condenaba todo aquello.
El padre, con su clarividencia de viejo parásito, le observaba al principio con desconfianza; pero al cabo de quince días empezó a amarle sinceramente, profundamente, como no había amado hasta entonces a ninguno y, si bien las lágrimas que vertía cuando le abrazaba eran lágrimas de borrachín, al fin y al cabo eran verdaderas lágrimas.
Por lo demás, Aliosha era amado por todos y en todas partes donde se presentaba. Así había sucedido siempre, desde su infancia.
En casa de su bienhechor, Efim Petrovitch, toda la familia de este le había considerado siempre como si fuese un miembro de la familia.
En el colegio sucedió otro tanto: sus pequeños compañeros le querían con delirio. Fue el preferido de todos durante el tiempo de sus primeros estudios.
Y lo amaban tanto porque era humilde, porque no se hacía valer, y por tanto, sus camaradas no pensaban nunca que pudiese ser Aliosha un rival para ellos.
Y no es que aquella manera de ser suya fuese estudiada; no era orgullo ni afectación, sino pura ingenuidad. Ni él mismo comprendía su propio mérito. Además no conservaba nunca el recuerdo de una ofensa. Si alguna vez le injuriaba un compañero, o un desconocido, una hora después volvía a hablarle como si no hubiese ocurrido nada entre ellos.
Un solo lado de su carácter se prestaba a la broma, aunque dulce e inofensiva: su pudor severo. No podía soportar que se hablase de ciertas cosas acerca de las mujeres, hecho que, desgraciadamente, ocurre entre la mayor parte de los mozos barbilampiños.
Jóvenes todavía y con el alma purísima, los escolares pronunciaban, sin darse cuenta, frases que repugnarían a soldados veteranos.
Creo firmemente que los hijos de nuestras “clases directoras” conocen, respecto a esto, ciertas particularidades que la soldadesca, repito, ignora por completo.
¿Se trata de corrupción moral, de cinismo real inherente a la naturaleza del cerebro? No, yo opino que, a lo sumo, obedece a una jactancia superficial, en la cual encuentran los jovenzuelos algo delicado y fino: algo así como una tradición estimable.
Viendo que Aliosha Karamázov, cuando se hablaba de “aquellas cosas”, se tapaba presuroso los oídos, al principio le rodeaban todos y le apartaban las manos a viva fuerza, a fin de que no perdiese ninguna de aquellas groserías que se pronunciaban.
Aliosha luchaba por apartarse de ello y concluía por echarse al suelo, pero sin pronunciar jamás una palabra de reproche.
Y al notar que no se enfadaba ni se quejaba nunca, terminaron por dejarle en paz, cesaron de llamarle “señorita”: tuvieron, por decirlo así, piedad de él.
Digamos de pasada que era siempre, si no el primero de la escuela, al menos uno de los más aplicados.
Después de morir Efim Petrovitch, Aliosha permaneció en el colegio dos años más.
La viuda de Polienof, a la muerte de su marido, se marchó a Italia con toda la familia, y Aliosha se quedó en casa de unos parientes lejanos del difunto Efim.
Una de las características más salientes de su temperamento era que jamás se cuidaba de saber “de qué dinero o a expensas de quién vivía”, en lo cual se diferenciaba notablemente de su hermano Iván, quien, durante los dos primeros años de sus estudios en la universidad, trabajó para vivir, y que desde su infancia había sufrido al pensar que le sostenían personas extrañas a su familia.
Pero esta particularidad de Aliosha no habría podido enajenarse la estimación de cualquiera que lo hubiese tratado y conocido un poco: era, insistimos, una especie de inocentón en este sentido.
Si en lugar de vivir de la caridad de los demás hubiese sido poderoso, no hubiera tardado mucho en deshacerse de su fortuna en provecho del primer adulador que le hubiese salido al paso.
Si le daban algún dinero para sus gastillos particulares, o bien no sabía qué hacer con él y lo conservaba mucho tiempo en su bolsillo, o, a lo mejor, lo gastaba de improviso y de una vez, sin fijarse cómo ni en qué.
Piótr Aleksándrovich Miúsov, hombre de honradez a lo burgués, y que conocía bien el valor del dinero, decía a Aliosha:
—He aquí, tal vez, el único hombre en el mundo al cual se le puede abandonar en medio de una plaza pública, en una ciudad de un millón de almas donde no conociese a nadie, sin temor de que llegue a faltarle nada. Hasta creo que tendrían a gala el ofrecerle cuanto necesitase, considerándose todavía muy honrados con que Aliosha aceptase.
Solo le faltaba un año para terminar sus estudios cuando declaró bruscamente a sus nuevos protectores que debía partir inmediatamente a casa de su padre para arreglar