Fiódor Dostoyevski

Los Hermanos Karamázov


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adolescencia y la juventud de Dmitri Fiódorovich fueron, como puede suponerse, bastante desordenadas.

      Sin terminar sus estudios entró en una escuela militar, fue enviado al Cáucaso, obtuvo grados, se batió en duelo, fue degradado por aquel hecho, volvió a conquistar sus galones, y pasó algún tiempo gastando, relativamente, bastante dinero.

      Como no recibió de su padre ningún recurso antes de su mayoría de edad, hasta esa fecha vivió contrayendo deudas.

      Fue entonces, al alcanzar su emancipación, cuando conoció a su padre, al cual fue a buscar para poner en claro algunos asuntos relacionados con sus intereses.

      El padre le hizo una feísima impresión, por demás desagradable.

      Dmitri se avino a tomar de momento cierta suma, y a recibir una pensión que su padre le señaló.

      Fiódor comprendió desde el primer momento que su hijo lo suponía mucho más rico de lo que era: vio en él un joven violento, ligero de cascos pero bonachón al mismo tiempo, y creyó que le sería difícil contentarlo con pequeñas sumas dadas de vez en cuando, sin llevar una contabilidad rigurosa.

      Tal fue la vida que llevó Dmitri durante cuatro años, al cabo de los cuales su padre le hizo saber que ya le había entregado todo lo que le pertenecía, y que no estaba, por tanto, dispuesto a darle más.

      Este desacuerdo fue lo que produjo la catástrofe, cuya narración comprenderá la sustancia de este trabajo.

      Pero antes de proseguir, resulta preciso dar algunas explicaciones acerca de los otros dos hijos de Fiódor Pávlovich.

      Capítulo III

      Fiódor Pávlovich, tras desembarazarse de Dmitri, se casó nuevamente poquísimo tiempo después.

      Su segunda mujer, Sofía Ivánovna, vivía en otra comarca a la cual iba Fiódor con frecuencia para asuntos comerciales y agrícolas.

      Huérfana de un diácono pobre, había sido recogida por la viuda del general Vorokha.

      Fiódor continuaba siendo el mismo hombre disoluto de siempre y, a poco de haberse casado por segunda vez, volvió a su vida licenciosa y corrompida.

      Sofía padecía una enfermedad nerviosa que, a veces, le hacía perder la razón.

      Al año de matrimonio tuvo el primer hijo, Iván. Alekséi nació tres años más tarde.

      Cuando Sofía murió, les tocó a estos dos niños la misma suerte que a Dmitri anteriormente, y a no ser por el abnegado Grigori, Dios sabe lo que hubiera sido de ellos.

      Fue allá, en casa del antiguo sirviente, donde los encontró y se compadeció de ellos la viuda del general.

      Tres meses después de la muerte de Sofía, fue la generala a casa de Fiódor Pávlovich. Poco tiempo estuvo allí, una media hora a lo sumo; pero, en tan corto espacio, hizo muchísimas cosas.

      Era de noche. Fiódor Pávlovich, que después de su segundo matrimonio no había vuelto a ver a la viuda del general, se hallaba embriagado cuando esta entró, y, según afirman, sin que mediara ninguna clase de explicación, agarró la anciana al borrachón por los cabellos y, después de zarandearle durante largo tiempo, le sacudió unas cuantas bofetadas y se marchó sin decir palabra.

      De allí se fue a casa de Grigori, tomó los dos pequeñuelos, que estaban sucios, demacrados y tristes, los cubrió con su abrigo de viaje, los metió dentro de su coche y partió con ellos al instante.

      Fiódor se alegró de aquel suceso, y hasta celebró y dio cuenta a todo el mundo de los bofetones que había recibido.

      También murió la viuda del general al poco tiempo, dejando en su testamento mil rublos para cada uno de los dos muchachos, consignando, no obstante, que aquella suma debía ser consagrada íntegramente a la educación de los chicos. “Creo —decía la tostadora en el documento—, que esta cantidad bastará para pagar sus estudios hasta que sean hombres; mas, si no fuese así, ruego a mis herederos no los desamparen”.

      Poca fuerza hubiera hecho un ruego si los herederos de la generala hubiesen sido personas despreocupadas y egoístas; pero, por fortuna, el principal de ellos era un hombre honradísimo, un tal Efim Petrovitch Polienof.

      Viendo este que no podía esperarse nada de Fiódor Pávlovich, se encargó él, personalmente, de los huérfanos, y como tenía singular estima por Alekséi, el menor de ellos, lo mantuvo en su propia casa, detalle del cual ruego a los lectores tomen nota, desde luego.

      A este Efim Petrovitch, el más bueno y noble de los hombres, debieron los dos jóvenes su educación y acaso su vida.

      Él les conservó intacto el pequeño legado que les dejara la generala, y al llegar a su mayoría de edad encontraron el capital doblado por los intereses que se habían acumulado.

      Iván, el mayor, era de temperamento triste y taciturno.

      Desde la edad de diez años comprendió que estaba viviendo de la caridad de su bienhechor, y que tenía por padre a un hombre cuyo solo nombre era un oprobio.

      Apenas empezó a razonar demostró que su capacidad mental era poderosa.

      A los trece años ingresó en un liceo de Moscú y tomó lecciones de un célebre profesor, amigo de Efim Petrovitch.

      Luego, terminados sus primeros estudios, entró en la Universidad. Por aquel tiempo quiso la fatalidad que también Efim Petrovitch desapareciera del mundo de los vivos, y como había tomado mal sus medidas testamentarias, Iván, durante los dos primeros años de universidad, se vio obligado a dar lecciones y a escribir en los periódicos para poder vivir.

      Sus artículos, a pesar de llevar una firma desconocida hasta entonces en el mundo literario, interesaban grandemente y se distinguían entre la multitud de producciones del número incalculable de jóvenes que corren por las redacciones ofreciendo trabajos traducidos del francés.

      Durante los últimos años que estudió en la universidad conservó sus relaciones periodísticas, y en los círculos literarios llegó a alcanzar cierto renombre.

      Sus análisis de diversos libros fueron famosos, y comentados por lo más selecto de la gente de pluma.

      Fue por aquel tiempo que una singular combinación le atrajo la atención del gran público; he aquí cómo: había terminado sus estudios universitarios y se disponía a partir para el extranjero, con sus dos mil rublos, cuando publicó en un gran diario un artículo que causó tanta mayor impresión cuanto que el asunto que trataba no era de la especialidad del autor. Iván era naturalista y el artículo trataba de los tribunales eclesiásticos, cuestión entonces de palpitante actualidad.

      El principal interés del trabajo consistía en lo vigoroso del estilo y en la inesperada conclusión que sentaba.

      La mayor parte de los eclesiásticos consideraban a Iván como a uno de sus más pujantes y acertados defensores, mientras que los ateos, a su vez, lo aplaudían con igual entusiasmo.

      Por último, algunos clarividentes comprendieron que no se trataba de una farsa insolente, de una broma audaz.

      Refiero el hecho porque llegó la marejada hasta nuestro célebre convento, donde, naturalmente, también se interesaban en el asunto.

      Cuando se conoció el nombre del autor, todos los habitantes de la comarca se felicitaban de tener un semejante paisano, pero se maravillaron de que fuese hijo de Fiódor Pávlovich.

      Fue precisamente en aquellos días cuando Iván volvió a casa de su padre.

      ¿Cómo se comprendía aquello? ¿Qué venía a hacer allí un joven de porvenir tan brillante y halagüeño? ¿Qué pretendía hacer en una casa de tan mala fama como la que Fiódor Pávlovich tenía?

      Añádase a esto que Fiódor no se había jamás vuelto a ocupar de su hijo, que no le había ayudado de ninguna manera, y se comprenderá menos aquella decisión del joven.

      Y, no obstante, Iván eligió para vivir la casa de su padre,