Fiódor Dostoyevski

Los Hermanos Karamázov


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y sostenido... Perdóneme si le abandono ahora: me están esperando... Hasta la vista...

      La señora lloraba.

      —Bendiga usted a Liza —dijo sollozando.

      —No lo merece la picaruela —replicó, riendo, Zossima—. Durante todo este tiempo, no ha hecho otra cosa que muecas y guiños a uno y otro lado. ¿Por qué se ríe tanto de Alekséi?

      En efecto, Liza había observado la confusión de Aliosha, cada vez que sus miradas se encontraban. El joven alzaba la vista y volvía a bajarla, avergonzado, al notar que Liza le miraba. Por último, para evitarse aquel martirio, corrió Alekséi a esconderse tras del monje.

      Pero pronto, impulsado por una fuerza irresistible, se arriesgó a mirar furtivamente lo que Liza hacía; la jovencita había inclinado el cuerpo hacia fuera de su butaca, y esperaba a que el otro se dejase ver; y apenas lo divisó espiándole, se echó a reír con tantas ganas, que el anciano le dijo:

      —¡Pícara! ¡Más que pícara! ¿Por qué se divierte a costa del pobre Alekséi?

      Liza se sonrojó, brillaron sus ojos, su rostro adquirió una grave expresión, y se puso a hablar viva y nerviosamente.

      —¿Por qué se ha olvidado él de todo? —dijo—. Cuando yo era pequeñita me llevaba en sus brazos y jugábamos juntos. Él me enseñaba a leer... Hace dos años, cuando nos separamos, me prometió que no me olvidaría nunca; me dijo que seríamos siempre amigos, y ahora... ahora se avergüenza de mí y se esconde. ¿Teme, acaso, que yo le muerda? ¿Por qué no viene más a mi casa? ¿Es usted quien se lo prohíbe? ¡Y, sin embargo, él tiene derecho a ir adonde se le antoje! ¿Le parece bien que haya yo de verme obligada a invitarle a que vaya a visitarnos? Esperaba que él tuviese un poco más de memoria... Pero, he ahí, el hombre piensa ahora en la salvación de su alma... ¿Y por qué le ha hecho ponerse esa túnica larga? ¡Jesús! ¡Si echase a correr se caería a los dos pasos!...

      De improviso, no pudiendo contenerse, ocultó la cara entre sus manos y se puso a reír de nuevo, pero con risa nerviosa.

      Zossima la estuvo escuchando sonriente, y por último la bendijo con suma ternura.

      La jovencita le tomó la mano para besársela, y luego que lo hizo se llevó aquella mano a sus ojos y comenzó a sollozar.

      —No se enfade conmigo —dijo— soy una loca... ¡Aliosha debe tener razón, mucha razón, para no querer ir a casa de una tonta como yo!

      —Le diré, que vaya. Pierda cuidado —afirmó el religioso.

      Capítulo V

      Veinticinco minutos había estado Zossima fuera de su celda.

      Eran ya las doce y media, y Dmitri Fiódorovich, por el cual tenía lugar aquella reunión, no había aparecido todavía.

      Al entrar, el monje encontró a sus huéspedes discutiendo animadamente acerca de un estudio de Iván sobre la cuestión, entonces palpitante, de los tribunales eclesiásticos, argumento que ya había sido bastante debatido.

      Zossima tomó también parte en la controversia, que duró cerca de media hora, y acabaron hablando de la reorganización de la sociedad según los principios del socialismo cristiano.

      —Respecto a eso —dijo Miúsov—, permítanme que les refiera una pequeña anécdota. Fue ello en París, algún tiempo después del golpe de Estado del 2 de diciembre. Yo me encontraba en casa de un personaje de gran influencia entonces, al cual había ido yo a visitar. En aquella casa conocí a un hombre singular, jefe de una cuadrilla de espías políticos. Aprovechando el hecho de que yo visitaba la casa de uno de sus superiores, cosa que podía, pensaba yo, hacerme esperar cierta consideración, me puse a interrogarle sobre la calidad de los socialistas revolucionarios. Me respondió con más cortesía que sinceridad, al uso francés; pero concluí por obtener de él una especie de confesión: “A los socialistas anárquicos, ateos y revolucionarios —me contestó— no les tememos mucho. Los vigilamos y estamos siempre al corriente de todo lo que hacen... Pero a los que son a un tiempo cristianos y socialistas, a esos hay que temerlos, porque son terribles”. Aquellas palabras me dieron que pensar, y no sé por qué, hoy acuden a mi memoria...

      —¿Quiere eso decir que habla usted por nosotros y que nos toma por socialistas? —dijo casi brutalmente el padre Paissi, uno de los monjes.

      Antes que Miúsov pudiese contestar, se abrió la puerta, y entró Dmitri Fiódorovich.

      Como nadie le esperaba, su repentina entrada sorprendió a todos.

      Dmitri era un joven de estatura media, de aspecto agradable, al cual no se le habrían supuesto más de veinte años.

      Era de musculatura fortísima, y parecía tener un gran vigor físico, no obstante su rostro magro y enfermizo, sus mejillas hundidas y su color amarillento. Sus grandes ojos negros tenían una expresión obstinada y vaga al mismo tiempo. Aun cuando se agitaba colérico, los ojos conservaban dicha expresión distinta a la de su fisonomía. Por tanto, hubiera sido muy fácil penetrar su pensamiento en contra de su voluntad.

      En cuanto a lo demás, aquel aspecto enfermizo, como asimismo sus ímpetus de cólera en las discusiones con su padre, se explicaban fácilmente con la vida de desorden que de ordinario hacía.

      Vestía con mucha elegancia: levita abotonada, guantes negros; en la mano sostenía su sombrero de copa...

      Caminaba a grandes pasos, con ademán resuelto.

      Al abrir la puerta se detuvo, y luego miró a Zossima como adivinando en él al dueño de la casa, o, a lo menos, al que en ella mandaba.

      Le saludó haciendo una gran reverencia, y solicitó su bendición. Luego le besó la mano respetuosamente y, conmovido, casi irritado, dijo:

      —Tengan la generosidad de perdonarme. Les he hecho esperar largo tiempo, pero ello es debido a que el criado Smerdiakov, que mi padre me ha enviado, me ha engañado acerca de la hora de la reunión...

      —No se preocupe por ello —dijo Zossima—. El que haya llegado un poco retrasado no implica gran mal...

      —Gracias. No esperaba menos de su bondad.

      Seguidamente, se volvió Dmitri hacia su padre, y le saludó con el mismo respeto.

      Por aquel saludo se comprendía que Dmitri quería testimoniar sus buenas intenciones.

      Fiódor Pávlovich se desconcertó primeramente un tanto, pero enseguida se repuso de su sorpresa.

      Se levantó de su asiento, y contestó al saludo de su hijo con una reverencia igualmente profunda y solemne.

      Su rostro adquirió una expresión imponente que, a decir verdad, encerraba más malicia que majestuosidad.

      Dmitri hizo después un saludo general y silencioso a las otras personas, se aproximó luego a una ventana, se sentó y se dispuso a escuchar la conversación que había interrumpido.

      El padre Paissi se volvió de nuevo hacia Miúsov y lo instó a que respondiese a lo que le había preguntado; pero Piótr Aleksándrovich se excusó de hacerlo en la forma que aquel solicitaba.

      —Permítame que abandone este asunto —dijo, con una especie de negligencia de hombre de mundo—. Todo eso es demasiado complicado... Mas veo sonreír a Iván Fiódorovich; sin duda tiene algo interesante que contarnos: denle a él la preferencia, interróguenle.

      —¡Oh! Simplemente una pequeña observación —respondió Iván—. En general, el liberalismo europeo, como también nuestro dilettantismo, confunde el propósito de los socialistas y el de los cristianos. Y esa equivocación la sufren también, con frecuencia, los gendarmes. Su anécdota parisiense, Piótr Aleksándrovich, es muy característica.

      —Vuelvo a insistir en la conveniencia de cambiar de conversación —repuso Miúsov—. Preferiría contarles otra anécdota más característica todavía, y que concierne al propio Iván Fiódorovich... No hace más de cinco días, en una reunión en que predominaba el