Fiódor Dostoyevski

Los Hermanos Karamázov


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si se le quitase al hombre esta creencia, perdería enseguida el amor a sus semejantes y toda fuerza vital: perdería la moralidad; todo sería lógico, incluso la antropofagia... Por último, concluyó afirmando que la ley moral de cada individuo cambiaría repentinamente con la pérdida de aquella creencia, y que la única ley universal que dominaría sería el egoísmo más feroz, ley, aseguró, incontestablemente noble y plausible. Ahora, señores, de esta paradoja deducirán ustedes el resto... es decir, todo lo que podrá contarnos nuestro querido y paradójico Iván Fiódorovich.

      —¿Me permiten? —exclamó de repente Dmitri Fiódorovich—. ¿Habré comprendido bien? “La ferocidad no solo se permite, sino que viene a ser la ley natural y lógica de un ateo”... ¿No es eso? En resumen: “A un ateo se le permite todo.” ¿No es cierto?

      —Así es —contestó el padre Paissi.

      —¡No lo olvidaré!

      Dmitri calló como había hablado: bruscamente.

      Los demás le miraban con curiosidad.

      —¿Es esa verdaderamente su convicción? ¿Cree usted que el ateísmo produzca, necesariamente, ese resultado? —preguntó Zossima a Iván Fiódorovich.

      —Sí, lo he afirmado y lo repito: si no hay inmortalidad no hay virtud.

      —Es usted feliz si posee tanta fe... o, al contrario, desgraciado.

      —¿Desgraciado? ¿Por qué? —preguntó Iván sonriendo.

      —Porque es probable que ni usted mismo crea en la inmortalidad del alma, ni en todo eso que ha escrito sobre la cuestión eclesiástica.

      —Tal vez tenga usted razón... Y, sin embargo, no lo he dicho en broma —confesó Iván, sonrojándose.

      —Ya lo sé. La cuestión no está todavía resuelta para usted y sufre a causa de esa incertidumbre. El hombre desesperado se complace, a menudo, en jugar con su desesperación. Eso es, creo yo, lo que le sucede. De ahí provienen sus artículos en los periódicos, y sus conversaciones en los salones. Pero ni usted mismo cree en sus razonamientos; por eso digo que la cuestión no está para usted completamente resuelta, y que ello constituye su mayor afán, porque esa pregunta quiere hallar una respuesta, una resolución.

      —¿Puede ser, pues, resuelta? ¿Y puede serlo de modo... afirmativo? —repuso Iván Fiódorovich, sonriendo siempre con su manera incomprensible.

      —Para usted no puede ser resuelta ni afirmativa ni negativamente, usted lo sabe bien. Ese es el carácter particular de su alma, ese es el mal de que usted sufre. Mas dé gracias al Creador que le ha dotado de un alma capaz de soportar semejante sufrimiento. Razonar acerca de la sabiduría y procurar elevarse hasta él, he ahí en lo que se resume nuestra existencia. Dios permita que pueda usted escoger con tiempo el buen camino, y que Él bendiga su modo de verlo.

      El anciano levantó la mano y desde su asiento hizo el signo de la cruz sobre Iván Fiódorovich, el cual se aproximó apresuradamente a él, le besó la mano y enseguida volvió a sentarse.

      Llevó a cabo aquella acción tan sencilla de un modo tan extraño, con una solemnidad tan singular, que más bien pareció burla que otra cosa.

      Los demás concurrentes se quedaron llenos de estupor.

      Aliosha parecía estar espantado; Miúsov bajó la cabeza y Fiódor Pávlovich dio un salto sobre la silla.

      —Santo padre —exclamó el último, indicando a Iván—, es mi hijo, carne de mi carne, mi preferido... ¡Perdónele sus extravagancias! Él es para mí el respetuoso Carlos Moor, mientras que el otro, el que ha entrado últimamente, es el poco y nada respetuoso Francisco Moor, en Los Bergantes, de Schiller, como yo soy el Pregierender Graf von Moor. Juzgue usted mismo y sálvenos a todos...

      —¿A qué viene esa nueva bufonada? ¿Por qué ofende a sus hijos? —murmuró el anciano con voz débil.

      —Esa es la comedia que yo presentía viniendo hacia acá —dijo Dmitri Fiódorovich, con indignación, levantándose a su vez—. Perdóneme, reverendo padre; yo he recibido una pobre educación, y ni siquiera sé en qué términos dirigirme a usted. Mi padre no deseaba sino un escándalo... ¿y por qué? Él lo sabrá, quizás... y yo también creo saberlo.

      —¡Todos me acusan! —gimió Fiódor Pávlovich—. El mismo Piótr Aleksándrovich Miúsov... ya que usted me ha acusado, Miúsov, porque me ha acusado... —repitió, volviéndose hacia Piótr Aleksándrovich, como si este hubiese protestado de sus palabras, cosa que en verdad, no pensaba hacer—. Me acusan de haber escondido el dinero de mis hijos en mis arcas... Mas permítanme: les rendiré las cuentas para que puedan juzgar. Tus mismos recibos, Dmitri Fiódorovich, darán fe de ello. Se conocerán las sumas que has dilapidado en orgías y placeres. ¿Por qué no dice su opinión Piótr Aleksándrovich? Él conoce bien a mi hijo Dmitri. Todos me culpan a mí y, sin embargo, es Dmitri quien resulta deudor mío, y de una suma considerable, por cierto: algunos miles de rublos... Tengo las pruebas... Toda la ciudad está horrorizada de sus maneras de derrochar... Hasta ha llegado al extremo de comprar por mil o dos mil rublos la virginidad de las doncellas. Todo eso se sabe, Dmitri, hasta en los más insignificantes detalles, y te lo probaré... Santo padre, ¿creerá usted que llegó hasta hacerse amar de una joven noble, de excelente familia, rica, hija de un antiguo superior suyo, un bravo coronel?... La ha pedido en matrimonio y se ha comprometido irreparablemente; y ahora que ella está aquí, huérfana, se atreve, a la vista de esa noble joven, a cortejar a una hetera. Y, sin embargo, esta mujer vive maritalmente con un hombre bastante considerado; es, por decirlo así, una fortaleza inexpugnable como una mujer legítima, porque es virtuosa también, santo padre, sí, es virtuosa. Pero Dmitri pretende abrir la fortaleza con una llave de oro. Por eso quiere dinero constantemente. Ya ha gastado por ella millares de rublos... Toma cantidades a interés; y, ¿sabe usted de quién? ¿Quiere que lo diga? ¿Debo decirlo, Dmitri?

      —¡No! —gritó Dmitri Fiódorovich—. ¡Espere que me haya yo marchado! ¡No pretenda ultrajar delante de mí a una noble joven! ¡Solo el hecho de poner su nombre en sus labios es una ofensa, una infamia! ¡No se lo permito!

      Dmitri estaba sofocado, rojo de ira.

      —¡Mitia! ¡Mitia! —decía Fiódor con acento sentimental—. ¿No tienes en cuenta mi paternal bendición? ¿Qué harás si yo te maldigo?

      —¡Cínico! ¡Hipócrita! —rugió Dmitri Fiódorovich.

      —¡Vean ustedes cómo trata a su padre!... ¡Piensen cómo lo hará con los demás!... ¡Ah! ¿Quieren saber cómo lo hace? Pues lo voy a decir. Existe aquí un pobre desgraciado, un capitán que se ha visto obligado a presentar su dimisión, a pedir su retiro, pero sin escándalo, sin proceso, muy honradamente. Un hombre cargado de familia... Hace tres semanas, nuestro amado Dmitri lo agarró por la barba, lo arrastró hasta la calle, y allí, delante de todo el mundo, lo maltrató bárbaramente... ¿Y saben por qué?... Pues porque ese desventurado había sido enviado para mediar en cierto asunto...

      —¡Mentira!

      —¿Eh?

      —¡Mentira inicua! Eso podrá parecer verosímil, pero, en realidad, es falso —rugió Dmitri—. No voy a pretender justificar mis actos. Sí, confieso públicamente que me he comportado mal con ese capitán. Me arrepiento de lo que hice, y deploro la cólera que me cegó en aquel momento. Pero sepan ustedes, señores, que ese famoso capitán es el encargado de los negocios de mi señor padre, y que fue a casa de esa señora a quien él llama hetera, y le propuso, en su nombre, que se hiciese cargo de los recibos que yo le he firmado y los llevase a los tribunales para que me metiesen en la cárcel, en caso de que yo le importunase mucho pidiéndole el arreglo de nuestras cuentas. Y es usted —añadió, mirando a su padre— quien me reprocha la inclinación que yo siento por esa señora, usted, que es quien le sugirió la idea de atraerme hacia ella... Sí, ella misma me lo ha confesado, burlándose de usted... Más aún: usted la fastidiaba con sus galanteos y protestas de amor, y ahora, por celos, quería usted deshacerse de mí haciendo que me llevaran a la cárcel. Sí, señores, sí, también