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Transfeminismo o barbarie


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legal desde 2014 con diferentes leyes a nivel autonómico y a la espera de la aprobación de una ley estatal de la que ya se presentó un borrador en la legislatura pasada. ¿Por qué ahora se identifica el reconocimiento de la autodeterminación de género –un derecho recogido en los Principios de Yogyakarta de la ONU en 2006– como una amenaza para el feminismo y las mujeres? ¿Por qué se plantean argumentos –que no cabe calificar sino como absurdos– sobre cómo esa autodeterminación podría poner en peligro la aplicación de la LO 1/2004 de Protección Integral a la Violencia de Género, si un agresor decidiera «afirmar» que es una mujer para evitar la aplicación de la misma? ¿Por qué se reitera –dando muestras de un profundo desconocimiento de la teorización feminista sobre género– que el feminismo pretende «erradicar el género» para, a continuación, afirmar que el problema es que las mujeres trans reproducen y perpetúan el género?

      Se apunta a cómo «el problema son las identidades de género» porque son parte de una «estructura patriarcal» –algo que viene señalando ampliamente la teoría queer y sobre lo que apostillaría «y cisheteronormativa»–, pero parece obviarse, que todes, también las mujeres cis, reproducimos y nos posicionamos en esa estructura de género: nos identificamos como mujeres en medio de complejas estructuras de poder en un ejercicio que es al tiempo impuesto, introyectado e investido subjetivamente. De hecho, si apelamos a «las mujeres» lo estamos haciendo reafirmando en parte dicha estructura de género. Una de las cosas que nos ha enseñado la teoría queer es que las categorías sociales, si bien son ficciones, construcciones socio-históricamente situadas producto de relaciones de poder, constituyen también espacios habitables que nos configuran: sujetos sujetados, pero también agentes capaces de la transgresión y el cuestionamiento. Las personas trans viven en lo cotidiano las dificultades de quebrar con la norma del género, interpeladas múltiplemente –en ocasiones desde las instituciones médicas y administrativas– a reproducir dicha norma para poder ser reconocidas en la posición de género con la que se identifican. ¿Podemos acusarlas de ser las enemigas últimas del feminismo por ello? ¿No son, más bien, compañeras que de formas concretas, y muchas veces más violentas que en el caso de las personas cis, sufren las opresiones de género e intentan sobrevivir en medio de ellas? Ya nos recordaba La Radical Gai en los 90 en medio de la pandemia del sida: «La primera revolución es la supervivencia». Cuando en tu vida la lucha por el reconocimiento en la posición de género con la que te identificas no resulta evidente y puede ser sistemáticamente cuestionada –desgraciadamente también por las «compañeras» feministas que supuestamente quieren «abolir el género»–, cada acto cotidiano es un acto político. Un acto político que cuestiona los marcos de género y visibiliza las violencias que se descargan contra quienes los transgreden en lo que Rita Laura Segato denomina «pedagogía de la crueldad» (2016). ¿Vamos a ser cómplices de esta violencia? «Son varones», afirman en algunos casos para referirse a las «mujeres trans», reproduciendo el odio y encaramándose en el privilegio de género cis para negar el reconocimiento. Tampoco reconocen a los varones trans que quedarían, sobre todo si antes pertenecieron al movimiento feminista, en una especie de zona de nadie, bien confundidos por el patriarcado –¿con «complejo de masculinidad» como plantearía Freud?–, bien semi-reconocidos con lo que Akai Baena (2017) denominó una «introyección melancólica de la lesbiana» que habrían encarnado en algunos casos previos a su salida del armario como varones trans.

      Pero volvamos al argumento de la violencia de género y de la supuesta inseguridad jurídica a la que daría lugar el reconocimiento de la autodeterminación de género. Según se comenta en las redes y se incluyó en el ideario difundido por el PSOE, el reconocimiento de la autodeterminación de género de las personas trans sin diagnóstico médico podría poner en peligro la aplicación de la Ley Integral de Violencia de Género (LO 1/2004) [¡¿?!], porque los varones violentos a los que se aplicara la ley podrían argumentar que «son mujeres» y así «evitar su imputación» [¡¡¡¡¡¿?!!!!!]. Esta afirmación es particularmente sorprendente en un ideario del PSOE porque fue este partido el que diseñó la ley, y muestra una profunda ignorancia de su funcionamiento, o intenciones conscientes por embarrar de forma absurda un entramado legal consolidado. En primer lugar, porque ignora que las mujeres trans son especialmente vulnerables a la violencia machista en las relaciones de pareja, y que, incluso, muchas veces son negadas. Tampoco queda claro que queden amparadas por la actual ley si no tienen concedido el cambio registral de nombre y sexo. En segundo lugar, y como recordaba Marina Sáenz, Catedrática de derecho de la Universidad de Valladolid y activista trans en una charla que se celebró el 23 de septiembre de este año con el título «Feminismos hoy, un debate abierto», porque con independencia de cómo se decidan declarar una vez han acontecido los hechos, a efectos de la ley, durante el ejercicio de la violencia contra su pareja o ex pareja, se trataría de varones, y como tales se les juzgaría. Pero más allá de eso, y en tercer lugar, porque el incremento de penas que plantea la Ley Integral de Violencia de Género (LO1/2004) frente a la Ley de Violencia Doméstica (LO 11/2003), que se aplica a todos los casos de violencia entre parejas del mismo sexo, o en los casos de denuncias cruzadas cuando el varón acusado por violencia de género acusa también de agresiones a su pareja mujer, es nimio: el umbral mínimo de la pena pasa de tres a seis meses a de seis meses a un año. ¿Alguien cree, realmente, que un varón maltratador va a transitar por todo lo que implica vivir como una mujer trans y ser repudiado por una sociedad profundamente tránsfoba para evitar un incremento en la pena de seis meses? Autoras como Rita Laura Segato (2016) nos hablan de cómo la «pedagogía de la crueldad» que sustenta las violencias machistas tiene que ver con la socialización en género de los varones: por aprendizajes de la masculinidad que pasan por mostrar dominio ejerciendo la violencia hacia los «otros» –mujeres, disidentes sexuales y de género, personas racializadas, todxs aquellxs que pueden ser identificadxs como «inferiores»– para poder ser reconocidos por los pares, los otros varones. Si es así, ¿alguien cree que un varón maltratador va a poner en riesgo semejante reconocimiento de sus pares para reclamarse en una posición abyecta en los marcos de las normas de género y fundamentalmente para sus compañeros cisheterosexuales normativos? Lo dudo mucho.

      Otro de los argumentos repetidos: las agresiones en los baños. De nuevo, el argumento se invierte de forma paradójica. Quienes sufren peligro de ser agredidxs tanto en los baños de mujeres como en los de varones son las personas trans, fundamentalmente las mujeres trans. Traer un argumento planteando situaciones que no existen es semejante a las afirmaciones de los negacionistas de la violencia de género que señalan que «la violencia no tiene género» y que hay mujeres que también agreden a sus parejas varones. Pues sí, también, pero los porcentajes de casos son tan abrumadores en una dirección, que en un caso nos encontramos ante una situación estructural y en otro caso, en una actuación puntual. Tampoco podemos olvidar aquí las «denuncias cruzadas» que forman parte de las estrategias de defensa de los abogados de varones maltratadores y donde se equiparan rasguños o arañazos compatibles con un intento de defenderse o zafarse, por parte de las mujeres agredidas, con agresiones de mucha mayor gravedad.

      En general, los argumentos no pueden ser más peregrinos. Pero uno que me fascina particularmente tiene que ver con el retorno al sexo y el abandono de la noción de género. Si el género es producto de la estructura patriarcal y, por tanto, fruto de la opresión, tenemos que «abolir el género». Cualquiera desde la teoría queer podría firmar esa afirmación. «El matiz viene después» como en la canción de Mecano: abolir el género pasa no por denunciar la forma en que se construye ese orden social, sino en dejar de hablar de género. ¡FANTÁSTICO! ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? Años de discusiones feministas para esto. A riesgo de repetirme, eso ya se había hecho desde la Teoría queer. Concretamente en lo que yo identifico como «versiones lolailo» de la teoría queer, que apuntaban sensatamente [¡ejem!] que si el género estaba construido, la forma de evitar la desigualdad era acabar con el término género. Y, ¿cómo se lograba esto? Dejando de hablar de género. Confieso que he suspendido exámenes con semejante afirmación, pero, sí, en algunas interpretaciones que asumían que todo era mera construcción lingüística –a las que invitaría a releer a Judith Butler (2007) y a Teresa de Lauretis (1987– se hacían lecturas que podían desembocar en eso. Ahora bien, ¿señalar que algo está construido implica que no existe? Como les pregunto en muchas ocasiones a mis estudiantes, decir que las razas no existen