en Ciencias de la Salud. En la introducción del libro de John Coope se recogía el siguiente pensamiento de Chekhov:
«La medicina es mi esposa legal. La literatura, mi amante. Cuando me harto de una de ellas, paso la noche con la otra. No es esto lo más correcto, pero, al menos, evita la monotonía y nadie sufre mi infidelidad. Si no me hubiera dedicado a la medicina, nunca habría podido dedicar mi libertad de mente y mis pensamientos a la literatura».
No pensaba de la misma manera Tolstoi, quien aseguraba que Chekhov habría podido ser un mejor escritor si no hubiera dedicado parte de su tiempo a la medicina.
En mi caso, quizá el haberme dedicado a la Bioquímica y mi pasión por comprender el funcionamiento de un organismo vivo —sano y enfermo— han hecho posible que, como Chekhov, dirija mi libertad de mente y mis pensamientos hacia otro lado, hacia Andalucía, a través de Antequera. Esa Antequera que, en palabras de Muñoz Rojas, está «a caballo entre las varias Andalucías y participa en alguna medida de todas ellas, como equidistante de sus centros mayores, Córdoba, Sevilla, Granada y Málaga, sufriendo sus grandes tentaciones y como cayendo y librándose de ellas. Esa Antequera, recostada y extendida, que se asoma a su vega, con todos sus caminos llanos hacia Córdoba o Sevilla, y que mira al norte, levante y poniente; y más lejana de donde más cerca se halla: Málaga, traficante y marinera».
Esa Antequera, en fin, que se regodea en su belleza y que no necesita salir de sí misma, anclada en su hoyo privilegiado, con sus espaldas bien resguardadas por el Torcal, con todo el misterio de sus dólmenes, toda la belleza de su vega y con su Peña de los Enamorados siempre dominadora.
Mi espíritu investigador me ha enseñado a comprender, sentir y amar a esa Andalucía tan compleja, a través de Antequera. ¿Cómo lo he hecho? A diferencia de Chekhov, sin exclusiones. Nunca he tenido que dejar a un lado uno de mis mundos para caer en los brazos del otro. Mis dos pasiones, además de la pesca, mis dos mundos se han complementado siempre. He observado, pensado, interpretado, aprendido, comprendido, sentido y asociado todo lo que hay en sus aromas, sabores, colores y sonidos —cante, toque y baile— de esas y otras Andalucías en diversos momentos de mi larga trayectoria científica, en la que he encontrado ilusión, brillantez, entusiasmo y también decaimiento, dudas, decepciones y envidias ajenas —para mí incomprensibles— y, en más de una ocasión, «embustes, calles sucias y lodo eterno», tomando estas palabras de Lope de Vega. Mis mundos se han complementado: mi espíritu científico me ha ayudado a acercarme al reflejo de Andalucía y de Antequera en sus aromas —azahar, jazmín, nardo, dama de noche—, en sus sabores —especias, canela, adobos, membrillo—, en sus colores —el azul intenso e inmaculado de su cielo, el rojo rosado del crepúsculo en la Peña de los Enamorados, el perfil como dibujado a plumilla de sus montañas— y en sus sonidos —copla, flamenco popular, flamenco profundo, con sus esencias de guitarra, cante y baile—. ¿Por qué esos aromas, sabores y colores son así y por qué esas guitarras, esos cantes y esos bailes son así?
A veces, el recuerdo de un aroma de nardo —mi fragancia preferida— me ha guiado a la hora de diseñar un experimento o establecer una hipótesis científica; en otras ocasiones, una imaginaria guitarra tocando por aires de Cádiz me ha acompañado cuando un experimento ha dado los resultados para los que había sido programado y realizado; el recuerdo de unos fandangos de Huelva —de Alosno, Almonaster, Valverde o Santa Eulalia—, surgidos de esos pueblos que cantan a cosas tan simples como la luz del día, el nido de una alondra, el relincho de un caballo enamorado, la fidelidad de un perro, una liebre amamantando a su cría, la dulzura de un cariño o la decepción y rabia de un desengaño, ha conmocionado mis sentimientos en la soledad, a veces fría, de un laboratorio perdido en un amanecer nebuloso de la región parisina, en un anochecer solitario en Filadelfia o en interminables jornadas en un humilde laboratorio cercano a las montañas de la selva de La Tigra, en Honduras. El esplendor y la expresividad de la copla han despertado en lejanos lugares, como en el lago Yojoa, en Honduras, en el que aquel toro enamorado de la luna quiso estar un amanecer de luna llena conmigo y con José, mi guardián y guía hondureño, en el lago y sus alrededores, mientras yo escuchaba atento las historias acaecidas, según él, en aquellas misteriosas aguas.
He aplicado, en definitiva, el método científico a algo tan lejano y tan fuera de todos los cánones científicos como lo es todo en Andalucía y en Antequera. Así pues, coincido con Chekhov en que la investigación biomédica, en mi caso, como la medicina en el suyo, me ha proporcionado la libertad de mente para entender todo lo andaluz. ¡Hasta el flamenco! —la literatura, en su caso—. El flamenco me ha dado, por su parte, fuerza, sosiego, inspiración. Y me refiero al flamenco en sentido amplio, resumido en este fandango de Almonaster, que empieza:
De la mano siempre van
copla, folklore y flamenco
para hacernos disfrutar
del arte y del sentimiento
de esta tierra sin igual.
De un lado, copla, folklore, flamenco en una Andalucía rebosante de aromas, luz, colores y sabores; y de otro, investigación, hipótesis científicas demostradas en la práctica experimental, hallazgos científicos buscados y no buscados —serendipity— y siempre ilusión por aprender más.
Hablemos, pues, de mis dos mundos y recordemos la penetrabilidad de ambos, con ejemplos personales en esta larga vida de alguien que ha querido siempre aprender amando y que tiene intactas sus ilusiones de seguir aprendiendo amando.
En las páginas que siguen, amigo lector, encontrarás rigor científico y verdades científicas; todo con sabor, aroma, color y sonido andaluz.
El siglo XIX es el siglo de la Ciencia, porque es en esos años cuando se realizan los grandes descubrimientos científicos y la base de toda la ciencia moderna. Es natural que los jóvenes de esa época sientan una veneración hacia la ciencia, como algo nuevo que vendrá a paliar todas las desgracias del hombre.
El árbol de la ciencia, Pio Baroja, Edición de Pío Caro Baroja, 2008
Capítulo 1
La humilde espinaca, Spinacia oleracea; sin flores ni aromas, pero con cloroplastos llenos de secretos y vida
Y así empezó todo en mi carrera científica: con espinacas como fuente de vida encerrada en sus cloroplastos, esas partículas que, como las mitocondrias, son el motor energético de la célula de plantas superiores. Era el comienzo de los años 60 del siglo XX; unos tiempos difíciles y, al mismo tiempo, felices para el estudio de mecanismos bioquímicos. Casi todo estaba por hacer en España. La Bioquímica, como rama independiente de la ciencia, no existía en nuestro país.
Para mí, un simple muchacho de pueblo, procedente de una universidad de provincias —Granada— con larga historia y tradición universitaria, sin apenas medios para investigar, pero con unos profesores que, con su incesante dedicación, llenaban de vida aulas y laboratorios, llegar al Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), cuna de la ciencia y de la investigación, con medios para investigar, era un sueño.
«Desembarqué» con mi llorado amigo Antonio Cortés en el mismo edificio de la calle Serrano, 119 de Madrid; construido con el apoyo de la Fundación Rockefeller en la década de los 40 del siglo pasado. Antonio se instaló en el Instituto de Química Física Rocasolano, que ocupaba las plantas baja y primera. Allí dio sus primeros pasos en catálisis hasta convertirse en un reputado investigador, un símbolo de dignidad personal, que tanto hizo en silencio por dignificar la ciencia española y que fue admirado y querido por todos hasta su fallecimiento hace tres años. ¡Qué gran investigador, qué gran inteligencia y qué extraordinaria persona se nos fue! Conviví con Antonio en los estudios de licenciatura en Granada y seguí conviviendo durante nuestros estudios de doctorado; él haciendo ciencia «dura» en Química Física; yo, investigación mucho más amable en química de la vida. Continué admirando a mi amigo Antonio, andaluz de Almería, serio, cabal y de comportamiento rectilíneo y ético en todos los sentidos. Él decía admirarme por mi inteligencia, mi ironía y la rapidez en retratar de forma sarcástica la mediocridad que nos rodeaba,