de Estudiantes. Tras una comprobación de mis informaciones, accedió a mi petición y los siete estudiantes de doctorado nos vimos instalados en cómodas habitaciones individuales. Pudimos comprobar que aquel inexpugnable edificio estaba casi vacío. Para mí fue un sueño. ¡Vivir en el mismo edificio en el que antaño se alojaba, convivía y daba brillo a España, a Europa y al mundo con su presencia, su altura intelectual y su creatividad lo más selecto de la vida científica y cultural de aquel período 1915-1936! ¿Cómo era posible que aquel esplendor hubiera desaparecido y aquel edificio, ahora vacío de ideas y contenido, vagara en silencio, consumiendo sus días como vetusto hotel-residencia de algunos altos funcionarios del Estado y de un reducido grupo de opositores que preparaban sus oposiciones para escalar a los puestos más altos de la Administración? Sí, aquel lugar de silencio mortecino se me antojaba triste, aunque lleno de ecos pasados de esplendor. Yo, gran lector de Unamuno, me imaginaba al gran don Miguel paseando por aquellos pasillos o recostado en uno de aquellos sillones del salón principal, pensando en las últimas esencias de la vida y de la muerte. Quizá por la noche, en su habitación, de pie frente a la pared, buscaba una y otra vez esas últimas esencias, como en su casa de Salamanca, según me explicó su hija Felisa un día que me aventuré a indagar su comportamiento en aquella, su casa rectoral de la universidad. Y la melancolía que me embargaba desaparecía cuando me instalaba en el salón principal, cerca del piano en el que acostumbraban a tocar Falla y García Lorca o dejaban libre su imaginación Buñuel y Dalí. No podía creerlo: ¡yo, viviendo en aquel lugar sagrado de la intelectualidad de otro tiempo! Y con mi llegada, acompañado de mi inseparable Antonio y otros cinco, a aquel templo de otros tiempos, hoy mustio, silencioso y ausente de todo; tranquilo, eso sí, pero también los cementerios son lugares muy tranquilos… Algo había que hacer.
El primer comentario «agradable» por parte de alguno de los privilegiados inquilinos instalados en la comodidad mortecina de aquel lugar surgió nítido al vernos pasar a los siete, que veníamos de jugar un partido de fútbol, y fue: «A este paso, esta residencia se va a convertir en West Side Story». Aquello fue un aldabonazo en mi amor propio. Y decidí, con el concurso de Antonio —siempre él—, llenar de vida la residencia. Primero, con nuestros coloquios internos en el salón principal. Luego, invitando a algún personaje del cual aprendiéramos algo y que no resultara sospechoso de ser «librepensador de izquierdas» —menos aún comunista— por parte de la “siempre vigilante en la oscuridad” dirección invisible de la residencia.
No había precedentes de esas actividades culturales. Según nos dijeron, el intento de algún residente de organizar alguna actividad cultural, antes de nuestra llegada, no tuvo mucho éxito: su invitado, el gran guitarrista Narciso Yepes, no fue muy bien recibido en aquel ambiente. No obstante, continué con mi idea e hice las primeras gestiones; logré traer de invitado a don Manuel Giménez Fernández, católico nada sospechoso, miembro que fue de la CEDA y antiguo ministro de Agricultura de la República Española. Don Manuel, con su quebrada y aguda vocecita, habló con su bondad de su experiencia de ministro de la República y de catedrático de Derecho Canónico en la Universidad de Sevilla. No fueron nada fáciles aquellos inicios, pero me sentí feliz. Había contribuido con mis acciones a empezar a devolver a aquella casa algo de su dignidad. Lástima que esa etapa de transición silenciosa haya quedado oculta en la historia de la residencia.
Todo lo que he leído sobre esta singular institución abarca el período que va desde su fundación en 1910 hasta 1936. Luego hay un período de silencio absoluto hasta que en 1986 se crea el Patronato de la Fundación Residencia de Estudiantes y se establece un amplio programa de actividades. El excelente trabajo de recopilación histórica de Álvaro Ribagorda La Residencia de Estudiantes. Pedagogía, cultura y proyecto social se refiere a dos grandes capítulos: «Los años míticos de la Colina de los Chopos, 1915-1926» y «Un horizonte ilustrado, 1926-1936». Ahí se acaba todo.
Siento que hayan quedado silenciados e ignorados cincuenta años en los que un embrión de cultura fue desarrollándose en silencio, sin apoyo alguno por parte de los estamentos oficiales, más atentos y preocupados por el fantasma de liberalismo cultural que pudiere resurgir en aquellos pasillos tras los intentos de aquel reducido grupo de estudiantes de doctorado que, quizá, «entramos por la puerta de servicio», menospreciados por la autoridad del momento, en lo que fue muchos años una fortaleza inabordable. Me siento orgulloso de haber contribuido a dar otro aire y haber abierto las puertas para la entrada de nuevo oxígeno y renovación de aquel viciado aire. Atrás quedan aquellas veladas algo furtivas, casi a media luz, en la entrada del salón principal de reuniones, desde la que contemplábamos el piano «de Falla y García Lorca». Allí, en la penumbra y en silencio, escuchaba el incomparable disco de 78 rpm Antología flamenca, de Hispavox, y me emocionaba a solas con los fandangos de Huelva de «Jarrito», los aires de Cádiz de «Pericón», la caña de Rafael Romero, el polo del Niño de Almadén o la soleá de Pepe el de la Matrona. Mi vida más independiente y sin la responsabilidad de aquellos jóvenes de mi antigua residencia de El Viso me permitía ir de vez en cuando a El Duende. Acabé convenciendo a algunos amigos que pasaban por Madrid de que ese era el lugar íntimo para escuchar flamenco.
El segundo tablao de mis emociones fue Los Canasteros, de Manolo Caracol, a quien saludé en más de una ocasión. No me cansaba de escuchar aquellos tanguillos de Cádiz, magistralmente cantados por un cantaor ya mayor, cuyo nombre no era jamás anunciado y que se limitaba a cantar con gran arte aquella letra de tanguillos que empezaba por:
Con el sombrero en la mano, como persona de diplomacia,
yo te saludo, Sevilla, tierra de sal y de gracia…
Grandes y emocionados recuerdos de esos dos tablaos. Erróneamente, consideraba El Corral de la Morería como un tablao internacional, frío y desprovisto de «duende». Pasaron muchos años —más de veinte— para conocer la esencia más pura del flamenco en este lugar.
Mi estancia en la residencia, bruscamente interrumpida por un error administrativo que me transportó como soldado de reemplazo al antiguo Sahara español, quedó grabada en mi vida de investigador. Volví y no olvidaré mis pequeños coloquios y mis conversaciones con ilustres profesores que se alojaban en la residencia, como aquel profesor de la Universidad de Chicago que en su juventud había frecuentado la residencia, había colaborado con Unamuno y me contaba, emocionado, cosas de don Miguel. ¡Y yo estaba viviendo mi época más unamuniana!
También frecuenté la residencia en mis visitas a Madrid desde mis diferentes lugares del extranjero, entre los años 1966 y 1975, y ya se vislumbraba una atmósfera más abierta. Siempre recomendaba a mis amigos investigadores y profesores universitarios en centros de otros países que se alojaran en la residencia. Seguían hospedados allí, ya en minoría, algunos de los personajes que conocí cuando, acompañado de mis amigos doctorandos, aparecimos en aquel «palacio prohibido». La prudencia me hace silenciar sus nombres. Simplemente diré que aquellos jóvenes investigadores que llegamos a la casa no éramos una emanación de West Side Story, sino un grupo inquieto por contribuir a impulsar un cambio en los estilos científico, cultural e intelectual que necesitaba nuestro país. Y así llegamos a 1986, con la creación del patronato que rige hoy las actividades de este gran centro. Nuestro paso por el mismo y nuestra humilde aportación quedaron silenciados en la «tierra de nadie» que cubre el período 1936-1986.
Algo más sobre mi vida de joven investigador en Madrid
Estudio y más estudio fue mi vida de doctorando en Madrid. No muy distinta de mi vida de estudiante universitario en Granada. Reconozco ahora que sobró algo de solemnidad y rigidez de principios en aquella vida y faltó algo de frivolidad. Aunque es cierto que el flamenco llenaba mis ratos libres, no solo con la belleza de sus sonidos, sino con el contenido de sus letras, el compás, la importancia de una guitarra, el ritmo de unas palmas bien dadas y el taconeo justo del bailaor o bailaora. En esos años empecé a aprender de forma autodidacta todos estos matices que completé con mis audiciones y seminarios de aprendizaje de flamenco en… París. En ellos, actuaba de profesor, junto con mi amigo Pepe López, físico nuclear y gran guitarrista. La vieja grabación de Hispavox me acompañó a todos los lugares.
Me interesé en esta época madrileña por los orígenes e historia