Antonio Alcaide García

Ciencia y vida. Mi verdad


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      El Instituto Alonso Barba

      Mi laboratorio —el 306— se encontraba en la tercera planta del citado edificio Rockefeller. En aquel reducto pretendíamos hacer bioquímica. El instituto era pequeño y, como todo en aquella época, estaba «inundado» por los proyectos de investigación en distintas ramas de la Química Orgánica, desde el estudio de mecanismos de reacción a la química de polímeros, pasando por la química médica. He empleado la palabra reducto más que departamento; en efecto, era un reducto. Estaba feliz por encontrarme tan cerca de mi amigo de siempre, Antonio Cortés. Nuestras conversaciones científicas eran muy frecuentes en los desayunos y comidas —todo barato— que compartíamos cada día. Me agradaba, además, la proximidad del Instituto de Enseñanza Media Ramiro de Maeztu. Su nombre, su prestigio, ser cuna del mejor baloncesto del momento, el murmullo y los gritos de alegría de aquellos jóvenes estudiantes de bachillerato me hacían recordar aquel, mi humilde instituto de pueblo. A veces me sentía solemne en mi interior: yo había sido como aquellos estudiantes que alborotaban felices, pero ahora trabajaba como joven investigador en el CSIC. Nos encontrábamos, además, en la proximidad de la famosa Residencia de Estudiantes.

      Las actividades científicas del Alonso Barba fueron trasladadas en 1966 al nuevo Centro de Química Orgánica Juan de la Cierva. Tuve, pues, el honor de trabajar en el Alonso Barba los últimos años de su existencia. No podré olvidar mi aprendizaje de investigador en aquella planta tercera del edificio Rockefeller, dedicada al ilustre lepero Álvaro Alonso Barba, teólogo y gran metalúrgico, con dilatada vida de investigador en Perú, donde falleció en 1662 a los 93 años. Escribió en 1640 su gran obra Arte de los metales.

      Fiel a mis ideas, quería iniciar mis investigaciones en química de la vida, Bioquímica. Mis conocimientos en esta rama de la ciencia eran escasos, ya que la asignatura de Bioquímica no existía como tal en la Facultad de Ciencias granadina, en la que estudié. Lo que había aprendido lo debía al apoyo y buena disposición del profesor Granados Jarque. En el desarrollo de su asignatura, Química Orgánica II, comprendió mi tendencia e interés hacia los estudios bioquímicos y recibí todo su apoyo para organizar dentro de su asignatura algunos seminarios en los que yo exponía algunos temas de Bioquímica. La bibliografía para el estudio y preparación de dichos seminarios la consultaba en la biblioteca de la sección granadina del CSIC. Ahí empezaron mis sueños y ahí se fraguó mi ilusión y respeto hacia lo pequeño: la célula, las partículas subcelulares y las pequeñas moléculas me fascinaron siempre.

      Siempre quedará en mi recuerdo mi primer seminario sobre algo que no entendíamos bien en clase: el ácido glucurónico. Me estudié a fondo toda la bibliografía que cayó en mis manos en aquel fin de semana de la fiesta de la Inmaculada, en la que todo el mundo acudía a ver la fuente iluminada de la plaza del Triunfo… y yo estudiando cómo el organismo se las arreglaba para hacer esos ácidos urónicos vehículos para la eliminación de muchos fármacos en forma de glucorónidos, por ejemplo. Antonio —siempre él— supo el esfuerzo que hice aquellos días y, en tono jocoso, me dijo: «Espero que no nos “machaques”; sobre todo, no trates con tu tono de superioridad habitual a los profesores que piensan asistir a tu seminario». No podré nunca olvidar este seminario

      Y comprendí que la vida dependía esencialmente de un reducido número de pequeñas moléculas y de la luz: el oxígeno (O2), para la respiración celular; el nitrógeno (N2), fuente inagotable de proteínas gracias a esas pequeñas bacterias fijadoras de nitrógeno atmosférico en leguminosas; el agua (H2O), con oxígeno e hidrógeno en su molécula, y el dióxido de carbono (CO2), con carbono (C). El esqueleto de la gran mayoría de las moléculas de la vida se forma y robustece con sus átomos fundamentales: C, H, O, N. La gran obra de la vida se completa con un reducido grupo de átomos minoritarios, como Mn, Mg, Fe, Cu, S… y con la energía oculta y silenciosa en los fotones de la luz. La pequeñita célula se las arregla para efectuar el gran ensamblaje y, partiendo de lo pequeñito, forma las grandes macromoléculas, en las que solo aparece el consabido grupo de átomos ya mencionado. Así pues, lo pequeño, manipulado por la pequeña célula y sus partículas subcelulares, se convierte a través de procesos metabólicos en moléculas grandes y pequeñas; unas —estructurales— destinadas a formar, revestir y apuntalar el edifico celular; otras —funcionales— encargadas de catalizar los procesos metabólicos; otras actuando en forma de reserva energética y otras cumpliendo su papel de señales químicas y mediadoras de muchos procesos. Aquí quedan encerradas las bases bioquímicas de la vida y, por ende, de la salud y la enfermedad.

      Cuando llegué al CSIC, aconsejado por el profesor Granados Jarque, fui a la búsqueda de lo pequeño que estaba en el origen de la vida. Por sugerencia del profesor Municio, me fijé en la molécula de nitrógeno atmosférico (N2) y en cómo esta fuente de nitrógeno era aprovechada por bacterias del género Rhizobium para formar aminoácidos y proteínas en leguminosas. Otras bacterias, del género Clostridium, también eran fijadoras de N2. Y así intenté que Clostridium pasteurianum se convirtiera en mi fiel amiga: empecé mi trabajo experimental con ilusión y esperanza de que me iba a ser posible desgranar aquella vía tan compleja que iba desde el nitrógeno atmosférico (N2) hasta aminoácidos y proteínas. Visto desde ahora, creo que hice un buen trabajo, serio y metódico, logrando sintetizar algún posible intermedio nitrogenado, enriquecido con N15, isótopo no radiactivo del nitrógeno, único marcador para seguir la pista a los intermedios biosintéticos cuya formación yo había imaginado. Pero no debí de ser muy hábil a la hora de controlar el crecimiento anaerobio de aquella variedad de Clostridium; los sucesivos ensayos de crecimiento bacteriano no suministraron ningún resultado concluyente. La pequeña molécula de N2 y el vehículo bacteriano elegido, Clostridium pasteurianum, me «dieron la espalda». Todo quedó en alguna brillante y complicada síntesis de esos posibles intermedios marcados con el isótopo 15 del nitrógeno. No hubo esta vez ni música ni aromas de júbilo. ¡Adiós a una de mis ideas luminosas!

      Recuerdo con tristeza el día en el que, fracaso tras fracaso, tomé una muestra del caldo de cultivo y fui a conocer la opinión de un experto microbiólogo. Tras estudiar minuciosamente con un potente microscopio la muestra que yo le había suministrado, fue duro y contundente: «Su cultivo bacteriano, Sr. Alcaide, está contaminado por cocos. Es normal que no obtenga resultado alguno. Abandone estos estudios y déjelos en manos de los microbiólogos». Me alejé, silencioso y convencido de que los microbiólogos no serían nunca capaces de comprender y demostrar la hipótesis que con tanto mimo había elaborado. ¡Ya habrá ocasiones que me darán motivos para celebrar mis hallazgos científicos con música y alguno de mis aromas preferidos!, me dije.

      Por aquel entonces eran ya archiconocidas muchas cepas de Escherichia coli, fiel e inseparable amiga del bioquímico, bacteria fácil de manejar en el laboratorio, dócil de cultivar a 37ºC y motor para escudriñar y conocer muchos procesos metabólicos. También las preparaciones de hígado de rata eran fuente inagotable para el estudio de reacciones enzimáticas a 37ºC. Pero, una vez más en mi vida, elegí —o me dieron a elegir— un camino nuevo y difícil para mis primeros trabajos de investigación, tras esos intentos negativos en los cultivos anaerobios de Clostridium pasteurianum. No quise ser uno más trabajando con E. coli o con hígado de rata. Y me enfrenté al oxígeno y a la luz.

      Volví la cara de nuevo hacia el oxígeno. En esencia, mi planteamiento era simple: todas las células necesitan energía para vivir. Todas contienen mitocondrias, pero no todas contienen cloroplastos. Solo las que hacen la fotosíntesis. La generación de energía y su conservación en forma de ATP tenía lugar en la mitocondria y se llevaba a cabo en la cadena respiratoria o de transporte de electrones, actuando de aceptor final de electrones la molécula de oxígeno. Este proceso de respiración celular genera energía, que se conserva en forma de ATP, molécula de elevada energía de hidrólisis cuando se desprende de uno de sus grupos fosfatos y se convierte en ADP.

      Sí, me decanté por estudiar la otra vía de generación de energía: el proceso de la fotofosforilación con cloroplastos de espinaca; es decir, la formación de ATP acoplada a la liberación de O2 en un sistema de cloroplastos. La utilización de fosfato marcado con P32, isótopo radiactivo estable de P, emisor de partículas beta, me permitiría determinar el ATP formado. Un aceptor de electrones,