energía de sus fotones, captada y almacenada como una molécula química, el ATP, de elevada energía de hidrólisis, en el proceso llamado fotofosforilación.
No traicioné con mi mirada hacia el cloroplasto a mi querida mitocondria. Mi cariño y admiración hacia esa pequeña partícula citoplásmica, auténtico motor energético de la célula viva, viene de lejos y no se ha torcido por la aparición —en mi opinión, forzada— de las llamadas enfermedades mitocondriales. He sido siempre un convencido de que las mitocondrias del músculo cardíaco cumplen una doble función: proporcionan energía al corazón (es decir, vida) y le enseñan a amar.
Me incliné por estudiar cómo los cloroplastos de espinaca, en presencia de luz y de un aceptor de electrones, liberan oxígeno (O2). ¡Vida! Estos inicios, basados en la liberación de O2 procedente de la molécula de agua (H2O) y no de la molécula de CO2, gran hallazgo de Hill en 1939, supusieron un gran avance en el descubrimiento de los mecanismos fotosintéticos y, años más tarde, impulsaron y alimentaron mis sueños de investigador. Yo no sabía nada de cloroplastos.
La fotosíntesis, escuetamente definida como la asimilación del dióxido de carbono atmosférico por las plantas verdes con el concurso indispensable de la luz, acababa de ser esclarecida gracias a los trabajos de Melvin Calvin en Berkeley. Veinte años de investigación sobre la fotosíntesis le valieron a Calvin su Premio Nobel en 1961, el mismo año en que yo me incorporé al Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
Se acababa de recibir en el CSIC un respirómetro de Warburg para el estudio de reacciones enzimáticas convencionales, es decir, a 37ºC. Pero casi todo en mi vida —incluidos mis proyectos de investigación— ha sido no convencional. A pesar de mi escasa habilidad manual, me entregué a desembalar, explorar y adaptar ese equipo, que no estaba preparado para los estudios que yo quería realizar y que, tras muchos quebraderos de cabeza, me iba a proporcionar los resultados esperados. En esencia, consistía en un gran baño maría, con un control de temperatura dentro de muy estrechos límites, en el que se sumergía un número de matracitos de reacción, cuyo volumen había sido escrupulosamente calibrado con mercurio. Los cambios de presión detectados por los micromanómetros de cada matracito correspondían, en mi caso, exclusivamente al oxígeno producido en la ruptura de la molécula de agua. Pasé mis dos primeros años tratando de adaptar aquel equipo para los estudios que quería realizar. Y lo logré mediante la incorporación algo chapucera de lámparas de luz blanca de una determinada longitud de onda y de un sistema de refrigeración externa en circuito cerrado que mantenía el agua del baño en el que se sumergían aquellos pequeños matraces de reacción estrictamente a 15ºC. ¡Las reacciones enzimáticas que quería controlar y seguir tenían lugar a 15ºC y no a 37ºC! Pero aquello continuaba sin funcionar; algo seguía fallando. Y ese algo eran las espinacas de uso común que yo adquiría en cualquier lugar: sus cloroplastos no mostraban actividad alguna. ¿Qué hacer? ¡Encontrar espinacas frescas!
Hube de aprender a hacer cola en el puesto de verduras que el joven Mariano tenía en el mercado de Maravillas. Cada día, Mariano me traía un manojito fresco de espinacas recién cortadas en su huerta. ¡Esas espinacas sí tenían cloroplastos funcionales! Y me enseñaron que lo que decían los libros y las publicaciones científicas era verdad: los cloroplastos aislados tienen capacidad para llevar a cabo una parte significativa del proceso fotosintético. Y pude estudiarlo, reproducirlo y demostrar que era posible inhibir todo el proceso enzimático o desacoplarlo, en sus dos fases, por acción de las moléculas químicas que yo había sintetizado a tal fin en el laboratorio: unas actuaban como inhibidores de todo el proceso y otras lo hacían parcialmente, desacoplándolo.
En este punto, dediqué un tiempo a reflexionar sobre lo que empezaba a significar para mí el término investigación científica desde aquellos primeros pasos, auténticos peldaños hacia el conocimiento de los mecanismos bioquímicos en la salud y en la enfermedad. Esos inicios me llevaron a creer que aquellos resultados sobre los mecanismos enzimáticos de la fotofosforilación en un sistema de cloroplastos aislados de espinacas, bien acogidos por revistas científicas internacionales de prestigio, habían consagrado «mi sabiduría». Aprendí a hacer la cola en un mercado de los de antes con el fin de comprar espinacas frescas —las más frescas— para mis experimentos científicos, después de tantos meses sin resultado alguno y tras oír al profesor Losada explicar cómo, cuando trabajaba en Berkeley, también tenía que hacer la cola…
Lograr que me publicaran aquellos trabajos en la biblia científica del momento (¡año 1967!), Biochimica Biophisica Acta (BBA), era ciertamente algo que fue celebrado en mi interior. Aún hoy, en 2018, al repasar la bibliografía sobre cloroplastos en Internet encontré la referencia de mi trabajo «Inhibition and uncoupling of photophosphorylation». Debo reconocer que este hallazgo ha sido muy emotivo. ¡Mis investigaciones de 1965, inamovibles y guardadas como referencia en los modernos sistemas informáticos, con vigencia casi sesenta años después!
Buen momento para recordar que aquellos hallazgos científicos coincidieron con el revuelo levantado por las declaraciones de uno de los pontífices del flamenco, superior y dogmático —Antonio Mairena—, al mostrar su enojo declarando que la caña no tenía sitio en un festival flamenco de cante jondo como el de Granada. ¡Y yo era un amante de la caña! Mi primer trabajo científico importante coincidió, pues, con el ataque dogmático contra la caña. Lógicamente, decidí celebrar mi primer éxito científico emocionadamente, a ritmo de caña y como una forma de rebelarme contra cualquier dogmatismo.
He aquí una letra para el recuerdo, magistralmente cantada por Rafael Romero, que escuché varias veces en el silencio de mi soledad:
Cuando yo canto una caña
el alma pongo en el cante
porque me acuerdo de ella
y creo que la tengo delante.
O en ritmo de polo, palo muy afín a la caña:
Soy la ciencia en el saber,
lo tengo experimentao.
De lo que antes huía
undebé me ha castigao.
Quise acompañar los sones de estos cantes, considerados «no jondos» por el gran Antonio Mairena, con algún aroma. Nardo, pensé. Y fui al mercado de Maravillas. Recurrí a mi amigo Mariano, pero esta vez no tuve suerte. Mariano me aclaró que ¡no era tiempo de nardos! Esta vez me hube de contentar con imaginar mi aroma preferido, el aroma de nardo.
Mi vida de joven investigador en Madrid
Yo era feliz y mi vida, igualmente feliz. No tenía tiempo para hacer muchas cosas. Quería aprender, investigar, leer y… seguir escuchando y aprendiendo flamenco de «las fuentes». Se decía que el mejor flamenco estaba en los tablaos de Madrid. No reparaba en las pequeñas dificultades de cada día. Estaba un poquito justo de dinero; viví el primer mes en Madrid gracias al dinero que tenía ahorrado para pagar el título de licenciado y que no tuve que desembolsar por haber logrado, sin buscarlo ni prestar atención, el ansiado por otros premio extraordinario de licenciatura. Recuerdo la expresión de tristeza de nuestro profesor D. Ricardo Granados Jarque cuando nos despidió a mi amigo Antonio y a mí con un expresivo y sentido: «Se nos van de la facultad los dos premios extraordinarios».
En mi primer mes resolví la incógnita de mi subsistencia los meses siguientes logrando dar algunas clases particulares, tres días a la semana, en horario nocturno (20.00-21.00 h) y una vez finalizado mi trabajo de investigación. No podía permitirme aún el ir a las fuentes del flamenco, pero ya estuve indagando dónde podría «recluirme» para oír y vivir de cerca esos sones que tanto me gustaban y emocionaban. El tablao El Duende se convirtió en mi elegido por varias razones: pequeñito, íntimo y regentado por Pastora Imperio, bailaora sevillana de raza y de vida tumultuosa en su juventud; y por su yerno, Gitanillo de Triana, matador de toros, que acompañó a Manolete hasta el día de su mortal cogida en la plaza de toros de Linares.
En enero