Candace Camp

Entre el amor y la lealtad


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el tiempo.

      —¡Oh, no! También hablamos de su familia y cosas así, mientras me acompañaba hasta la parada del ómnibus.

      —¿Qué ómnibus? ¿No te llevó Thompkins en el coche? —preguntó Olivia—. Estoy confusa.

      —Sí, Thompkins estaba allí, pero tuve que ignorarlo. Es que no le hablé de… ya sabéis… de quiénes somos.

      —Ah, ya —contestaron sus hermanas al unísono, comprendiéndolo todo.

      —Así es mejor —Kyria se mostró de acuerdo—. No es nada fácil saber si un hombre flirtea contigo porque le gustas o porque le gusta tu dinero.

      —No es eso. Desmond sería el peor cazafortunas del mundo.

      —¿No querías que supiera que eres una Moreland porque somos… peculiares? —sugirió Olivia.

      —¿No sabes que nos llaman «los locos Moreland»? —preguntó airada Kyria.

      —Sí, Theo me lo contó hace unos años. Por eso lo expulsaron de Oxford aquella vez, por darle un puñetazo a alguien que nos llamó así.

      —¿En serio? Siempre me pregunté qué habría sucedido —murmuró Kyria.

      —¿Expulsaron a Theo? —preguntó Olivia—. No lo sabía. ¿Por qué nadie me lo dijo?

      —Eras demasiado joven. Y no volvió a suceder. Creo que nadie más quería recibir una paliza —continuó Thisbe—. Pero no fue por nada de eso por lo que me presenté simplemente como Thisbe Moreland. No quería… bueno, no os imagináis cómo se comportan cuando saben quién soy. Intentan congraciarse conmigo buscando dinero para sus investigaciones, o a veces piensan que mis incursiones en la ciencia se deben únicamente a que los profesores han sido benevolentes conmigo porque mi padre es un duque.

      —Y pensaste que haría una de esas cosas.

      —No quería descubrirlo. Quería que me viera como soy. Además, no quería espantarlo. Sé que no tiene dinero, dijo que su padre había sido obrero, y tiene que trabajar en una tienda para ganarse la vida. A mí me da igual, pero me temo que a él no.

      —Tienes razón, podría sentirse intimidado —intervino Kyria—. Pero, si viene a hacerte una visita, acabará por enterarse. Espera, ¿cómo vendrá a hacerte una visita si no sabe quién eres? ¿Cómo vas a hacer para verlo de nuevo?

      —Lo veré otra vez el día después de Navidad —anunció Thisbe con cierto aire triunfal—. Va a asistir a las conferencias de Navidad, y yo también. Habrá unas cuantas entre Navidad y Epifanía.

      —Para entonces estará tan cautivado que no importará quién seas —le aseguró Olivia.

      —No sé… —Thisbe rio.

      —Quiero verlo —decidió Kyria—. Podríamos acompañarte a las conferencias de Navidad. Estoy segura de que serán mortalmente aburridas, pero…

      —¡No! —exclamó Thisbe alarmada—. Si venís conmigo, nos veremos rodeadas por todos los jóvenes solteros que haya allí, y seguramente también por algún viejo casado. Lo estropeará todo. Apenas tendré ocasión de hablar con él.

      —Podemos sentarnos aparte —sugirió Olivia.

      Thisbe las miró con severidad.

      —Ni. Se. Os. Ocurra.

      —De acuerdo —Kyria cedió—. No te espiaremos —su rostro se iluminó—. Pero puedo ayudarte a vestirte. Puedes ponerte uno de mis vestidos. Tenemos prácticamente la misma talla. Te haré un peinado.

      —No sé —Thisbe parecía recelosa—. Él ya conoce mi aspecto.

      —Pero no te ha visto con ropa bonita de verdad.

      —¿Qué le pasa a mi ropa? —ella bajó la vista a su vestido—. Es perfectamente aceptable.

      —Es perfectamente sosa.

      —Y yo también. No quiero ser… chispeante.

      —¡Por favor, Thisbe! —suplicó Kyria—. Será muy divertido, y te prometo que no te haré parecer «chispeante».

      La idea resultaba de lo más tentadora. A Thisbe nunca le había preocupado su aspecto, pero de repente no podía evitar pensar en lo agradable que sería que Desmond la mirara con la misma clase de admiración con la que los hombres miraban a Kyria.

      —No te haré parecer una princesa —Kyria negociaba con su hermana—. Él no sospechará que eres una aristócrata.

      —¿Nada de volantitos?

      —Nada de volantitos. Bueno, puede que solo uno.

      —¿Nada de miriñaques ni enaguas?

      —Nada de miriñaques. De todos modos, ya no están de moda.

      —Ni plumas ni brazaletes. Ni abalorios.

      —Nada de eso —su hermana asintió con firmeza.

      —Nada de flores en mi pelo.

      —Ni una sola.

      —De acuerdo —Thisbe asintió—. Lo haré.

      —¡Hurra! —Kyria se frotó las manos saboreando el momento—. Tu Desmond no tiene escapatoria.

      Thisbe estaba en medio de la oscuridad, rodeada por muros de piedra. Demasiado pequeños, demasiado cerca. Respiraba aceleradamente, el corazón latía alocado. Las piedras empezaron a disolverse en una espesa niebla gris. El estómago se le encogió, la cabeza le daba vueltas. La envolvente niebla asustaba más que la prisión de piedra, una infinita y ciega vacuidad.

      Había algo ahí fuera. Alguien. Ella no podía verlo ni oírlo, estaba indefensa. Pero estaba segura de que estaba ahí. Una bruma la envolvía, rozándole la piel como si fuera un aliento. Un sonido vibraba a través de la niebla, bajo e indistinguible, ¿un gemido? ¿Un sollozo? Y el aire parecía cargado de deseo.

      La deseaba a ella. La buscaba, intentaba alcanzarla. Thisbe respiró entrecortadamente, el miedo agarrotándole los nervios con la fuerza de un relámpago. Intentó correr, apartarse, pero no podía. La niebla hervía, densa, comprimiéndola, envolviéndola como una mortaja. Se iba a asfixiar. El aire se detendría en sus pulmones y ella quedaría atrapada en esa infinita nada, atrapada para siempre.

      Y aun así intentaba alcanzarla, agarrarla. Una mano se cerró en torno a su pierna, las uñas clavándose en su carne. Y el dolor, un dolor horroroso, increíble, la inundó…

      Thisbe se sentó de golpe en la cama. Tenía los músculos agarrotados y los pulmones le ardían. El dolor abarcaba cada centímetro de su cuerpo. Durante un instante permaneció paralizada, perdida en las sombras entre la pesadilla y la realidad. Jadeaba, sus sentidos poco a poco devolviéndola a la realidad. Todo le resultaba familiar. Todo le era conocido. Estaba en su propia cama en su propio dormitorio, acompañada en la casa por toda su familia.

      Si gritaba, si se encontraba en una situación de peligro o dolor, cualquiera de ellos, de hecho todos ellos, irían a su rescate. Se preguntó si su padre acudiría, tal y como solía hacer cuando ella era una niña, y sonrió débilmente, pensando en él irrumpiendo en su habitación con una vela en la mano, el gorro de dormir torcido sobre su canosa cabellera. Y de algún modo esa imagen, más que cualquier otra cosa, la tranquilizó.

      Sus músculos se relajaron y pudo respirar más profunda y pausadamente. El dolor la abandonó poco a poco. Había sido un sueño muy extraño, la niebla, la sensación de estar encerrada, el miedo ante lo desconocido. La mano que le había agarrado la pierna, seguida de ese momento de agonía.

      Bajó de la cama y se puso la bata ante el frío de la habitación. Encendió una vela y se sentó en su sillón. No había ninguna posibilidad de que volviera a dormirse de inmediato. Además, quería pensar un poco en el sueño.

      Había sido de lo más extraño, e inesperado.