Brenda Novak

Donde vive el corazón


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sobre la fiesta y sobre Papá Noel, que, aunque llevaba el traje rojo y la barba blanca de rigor, no había podido disimular que era uno de los profesores del colegio.

      Tal y como llevaba haciendo todos aquellos meses, Harper fingió que estaba muy interesada en la vida cotidiana e intentó participar en la conversación, pero se sintió muy aliviada cuando las niñas se acostaron y pudo dejar de actuar.

      Sin embargo, la noche no había terminado. Cuando se había quedado a solas, por fin, Karoline llamó a su habitación y se asomó.

      –¿Estás bien?

      Harper sonrió forzadamente.

      –Sí, claro.

      –Una cosa… Ese hombre que te dio la rosa…

      –¿Qué pasa con él?

      –¿Cuántos años tenía?

      –Creo que debía de tener mi edad.

      –¿Y cómo era?

      Harper puso los ojos en blanco.

      –Era un tipo cualquiera, Karoline.

      –¿No sabes cómo era?

      –Claro que sí, pero… –dijo Harper. Contuvo su fastidio y exhaló un suspiro–. Medía cerca de un metro noventa, y tenía el pelo oscuro, y los ojos muy muy claros.

      –¿De qué color?

      –¡No lo sé!

      –¿En serio?

      –No se veía nada en el aparcamiento. Casi no hay luz. Pero creo que tenía los ojos verdes.

      –Vaya. Entonces, era guapo.

      Ella recordó su mandíbula fuerte y los pómulos marcados, la forma de su boca, que era bastante sensual, desde un punto de vista objetivo.

      –Sí, era guapo. ¿Por qué?

      –Me pregunto si lo conozco…

      –Estás haciendo una montaña de un grano de arena. Solo fue un detalle amable, algo que me alegró un poco cuando lo necesitaba. No tiene más trascendencia.

      –Ojalá la tuviera –gruñó Karoline–. Es exactamente lo que tú necesitas, y lo que Axel se merece.

      –Estar enfadada con él no va a cambiar nada.

      –Pero me ayuda, de verdad. Deberías intentarlo.

      La puerta se cerró y ella volvió a tumbarse en la cama. Sin embargo, después de que la casa se hubiera quedado en silencio y todo el mundo estuviera dormido, no pudo resistir la tentación de sacar el portátil y ver un vídeo del último concierto del que pronto sería su exmarido.

      Era increíble.

      Su actuación era increíble.

      No parecía que Axel estuviera sufriendo en absoluto.

      Cuando Tobias llegó a la finca en la que vivía, una plantación de seis hectáreas dedicada al cultivo de las mandarinas, se encontró un coche desconocido en el camino de entrada. Intentó rodearlo para aparcar en su sitio de siempre, cerca de la casita que tenía alquilada y que estaba detrás de la casa principal, una granja de los años mil novecientos veinte. Sin embargo, el Chevy Impala estaba colocado de tal modo que no dejaba sitio en ninguno de los laterales.

      Suspiró y apagó el motor. Iba a tener que entrar y pedirle al conductor que moviera su coche; no podía dejar la furgoneta en medio de la carretera. Si alguien tomaba la curva, tal vez no lo viera, sobre todo, si empezaba a llover.

      Sin embargo, para su casero había sido un gran paso el hecho de volver a salir con mujeres. Uriah había estado casado cincuenta años y había perdido a su mujer, y el hombre aún no se sentía cómodo con la idea de seguir adelante. Así que él no quería interrumpir, si podía evitarlo.

      Miró la hora. Normalmente, las amigas de Uriah no iban a verlo a la granja, salvo para llevarle un poco de empanada o algo por el estilo. Si alguna iba de visita, no se quedaba mucho. Uriah estaba hecho a la antigua usanza. Elegía a una señora, le pedía una cita oficial y, después, la llevaba a su casa.

      Además, había sido granjero toda su vida. Se acostaba siempre antes de las diez y se levantaba al amanecer. Y ya eran casi las diez.

      Si esperaba unos minutos, tal vez la visitante, fuera quien fuera, se marchase.

      O tal vez no. Y él se moría de ganas de meterse a la ducha.

      –Lo mejor es acabar de una vez –murmuró. Salió de la furgoneta y bajó la cabeza para protegerse del viento y la lluvia.

      Sin embargo, antes de llegar a la puerta de la casa principal, oyó gritos que provenían del interior. Uriah era un poco duro de oído a causa de la edad, y hablaba muy alto. Tobias pasaba mucho tiempo con él, jugando al ajedrez, cenando, restaurando un viejo Buick que el granjero tenía en el garaje o ayudándolo a hacer tareas por la parcela, así que estaba acostumbrado al volumen de su voz. Pero le sorprendió que ambas voces fueran masculinas.

      Así pues, el dueño del Impala no era una de las mujeres con las que salía Uriah.

      Tobias observó la matrícula del coche. Era de Maryland.

      ¿A quién conocía Uriah de Maryland?

      Entonces se dio cuenta. No sería Carl, ¿verdad?

      Él no conocía al hijo único de Uriah, pero había oído hablar lo suficiente de él como para sentir recelo. Padre e hijo llevaban años separados. Uriah casi no lo mencionaba, pero Aiyana Turner, la dueña de la escuela en la que trabajaba Tobias, le había contado que Carl ni siquiera había ido al funeral de su madre, que se había celebrado hacía quince meses.

      Entonces… ¿qué estaba haciendo allí ahora?

      Tobias subió las escaleras y llamó a la puerta con energía. Esperó a que Uriah respondiera, pero la puerta se abrió inmediatamente, y ante él apareció un hombre de unos cuarenta años.

      El parecido del padre y el hijo era asombroso, de modo que sus dudas respecto a la identidad del invitado se disiparon. Mientras que Uriah era alto y delgado, y tenía el pelo canoso cortado al estilo militar, su hijo lo llevaba largo y parecía que hacía tiempo que no se lo lavaba. No se parecía a su padre en la estatura ni en el porte, sino en el puente estrecho de la nariz, en la cara alargada y en la boca delgada. Aquellos rasgos eran iguales a los de su padre, pero, de algún modo, resultaban más atractivos en el anciano.

      –¿Y tú quién eres? –le preguntó Carl.

      Antes de que Tobias pudiera responder, Uriah se levantó de la butaca y se acercó a la puerta.

      –¡Carl! ¿Es esa forma de saludar a una persona?

      –¿Qué pasa? –preguntó Carl–. ¿Es que he dicho algo malo? ¿Le debo algo a este tío?

      Uriah frunció el ceño.

      –Ya está bien.

      Tobias había conocido a muchos hombres en la cárcel, y los que se comportaban como Carl casi nunca eran trigo limpio. Sin embargo, Carl era el hijo de Uriah, y Tobias respetaba a su casero, que se había convertido en su amigo, así que mantuvo una expresión agradable.

      –Siento molestar –dijo–. Quería saber si podías mover tu coche.

      Carl frunció el ceño.

      –¿Para qué?

      –Para que pueda aparcar –le explicó Uriah–. Vive en la casa de atrás. Estaba a punto de contarte que la he alquilado.

      –¿Este tío vive aquí? ¿En mi casa?

      Tobias se puso tenso. Hacía mucho tiempo que no le caía tan mal alguien desde un primer momento. Sin embargo, parecía que Uriah quería calmar el ambiente, aunque se notara que estaba avergonzado por el comportamiento de su hijo.

      –Carl,