Anne Oliver

Tentación arriesgada - Diario íntimo


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miró brevemente a los ojos y volvió a marcharse.

      Ella se miró la camiseta y los vaqueros. Obviamente tendría que cambiarse de ropa.

      Blake regresó al estudio, satisfecho con la prontitud de los preparativos. Deanna Mayfield era una vieja amiga de la escuela que ejercía la abogacía en Mooloolaba. Se había divorciado dos veces y se había mostrado encantada al saber de él, hasta el punto de cambiar su agenda para recibirlos.

      A continuación llamó a un fontanero y a un electricista para que fueran aquella misma tarde, y luego se conectó a Internet para buscar tiendas de ropa masculina. De esa manera consiguió mantener la cabeza ocupada y no pensar en lo que había ocurrido en el salón. Muy fácil, de no ser porque aún sentía el sabor de Lissa en los labios y su olor impregnándole la ropa.

      Le había hecho una oferta de trabajo y un segundo después la estaba besando. Y no había sido un simple beso. Tan cegado estaba por la pasión que ni siquiera se había parado a pensar que pudiera ser virgen.

      ¿Cuántas mujeres seguían siendo vírgenes con veintitrés años?

      ¿Estaría buscando al hombre perfecto? ¿O tal vez no había encontrado al hombre con el suficiente vigor para encender su fuego? Blake prefería la segunda opción. No podía ser el hombre perfecto para ninguna mujer y ya había atisbado las llamas de pasión en sus ojos.

      Tamborileó con los dedos en la mesa. El problema con las vírgenes era que le daban demasiada importancia a los sentimientos, y lo último que él necesitaba era una mujer emocional que esperase algo más.

      Lissa era la hermana de Jared. Acostarse con la hermana de un amigo era una cosa, pero cuando la susodicha hermana era virgen… No, eso sí que no.

      Tenía que recordar los términos de su acuerdo, concentrarse en los objetivos marcados y mantenerse alejado de su cuerpo. De su enérgico, voluptuoso y virginal cuerpo.

      Cuanto antes acabaran las reparaciones del barco, antes podría… Un chillido desgarrador lo hizo levantarse de un salto y correr hacia la puerta.

      Lissa miraba, aturdida e incrédula, el espacio que hasta unos momentos antes había ocupado la casa flotante.

      –Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío… –murmuraba en un débil susurro, después de haber gritado hasta quedarse sin voz. Las piernas le temblaban.

      Aquello no podía estar pasando. Tenía que ser un sueño, una pesadilla… Oyó abrirse la puerta y las maldiciones y pisadas de Blake, pero no se dio la vuelta, siguió mirando las aguas revueltas y la forma rectangular que desaparecía bajo la turbulenta superficie.

      –¡No!

      –Lissa –la agarró firmemente por los hombres–. Todo va a salir bien.

      Las burbujas subían a la superficie mientras su hogar se hundía. Lissa lo contemplaba impotente y temblorosa.

      –¿Que todo va a salir bien? Mi barco, mi casa, mi vida… Todo se ha perdido. ¿Y me dices que todo va a salir bien? –se llevó las manos a la cara–. ¿Por qué me ocultaste hasta qué punto la situación era grave? ¿Por qué no me dijiste que sacara todas mis cosas del barco?

      Era absurdo culpar a otra persona por sus errores, pues no soportaba que le dijeran lo que debía hacer.

      –Hemos salvado lo más importante…

      –¡He perdido toda mi ropa! –gritó, y ambos miraron en silencio cómo una forma de color claro se elevaba de las profundidades. Dos pequeños montículos asomaron en la superficie como dos islotes desiertos.

      –Bueno, puede que toda no –murmuró él. Se arrodilló y sacó un sujetador amarillo del agua.

      –¡Cállate! ¡Te odio! –fue vagamente consciente de que, en circunstancias normales, la habría excitado ver los largos dedos de Blake en su ropa interior. Pero en aquellos momentos solo sentía rabia y vergüenza.

      Le arrebató la prenda, sin atreverse a mirar a Blake. ¿Por qué tenía que ser él, precisamente él, quien asistiera a su derrota?

      –Lo siento, no debería haber dicho eso –se disculpó y la estrechó entre sus brazos–. Pero sé que la Lissa que yo conozco, la Lissa fuerte y decidida, saldrá adelante.

      –¡No sabes cómo soy! Ni siquiera te fijabas en mí. Para ti solo era una cría…

      –Una cría decidida y con las ideas muy claras.

      –Sí, claro –quería decir «cabezota, mimada, caprichosa e irresponsable». Y aquella tragedia lo demostraba. Tenía la obligación de cuidar el barco de Jared y…

      –Lo más importante es que estás a salvo –le murmuró él al oído.

      ¿A salvo? ¿Cómo iba a estar a salvo cuando no tenía donde vivir?

      –Solo son cosas, Lissa. Nada que no pueda reemplazarse.

      –¡Son mis cosas! –exclamó, sintiendo cómo le caía una lágrima por la mejilla–. Mis muebles, mis adornos, el broche de mi madre… Puede que para los demás sean tonterías, pero para mí lo eran todo. Me he dejado la piel por todo, hasta la última vela perfumada. Y antes de que lo preguntes, no, no tengo seguro –lo había perdido dos meses antes por falta de pago.

      Blake la apretó con fuerza y le susurró palabras de consuelo.

      –¿Sabes? Podría meter todas mis cosas en una camioneta y estaría perfectamente.

      Ella lo miró para ver si estaba bromeando. ¿Cómo podía alguien meter toda su vida en el maletero de un coche? No podía creerlo.

      –Tienes esta casa… –apoyó la frente en su pecho–. Esta mansión.

      –Cierto.

      Cerró los ojos y dejó de luchar. La verdad era que si no hubiese sido por él, si no le hubiera insistido en que durmiera en la casa, a esas horas ella también estaría en el fondo del río.

      Él se retiró, sin soltarle los brazos.

      –Parece que ya no necesitaremos los servicios del fontanero.

      Ella abrió los ojos y vio la mancha que su sujetador empapado le había dejado en la camiseta. Lo miró a los ojos y, por una vez, se abandonó al consuelo de tener a alguien en quien apoyarse.

      –¿Y ahora qué?

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