hacerlo sola. Y después de haber llegado tan lejos sería muy humillante admitir que Jared había estado en lo cierto.
De modo que tendría que seguir trabajando de lo que fuese… Cosa difícil, habiendo tan poca oferta.
Pero lo primero era desayunar con un hombre de reacciones imprevisibles.
Lissa tenía las tostadas untadas de mantequilla y el café recién hecho cuando Blake apareció en la cocina a las siete en punto. Sabía que era una persona extremadamente puntual y organizada que lo planificaba todo hasta el último detalle.
Se había preparado para verlo, pero el corazón le dio un vuelco cuando Blake entró en la cocina vestido con unos vaqueros y una camiseta caqui con un diseño de sangre y alquitrán en el pecho. Parecía más tranquilo, aunque su expresión seguía siendo fría y distante. Se había duchado y parecía tan fresco como el nuevo día.
Mejor fingir que no había sucedido nada la noche anterior.
–Buenos días –le sonrió e intentó que no se le derramará el café al servirlo en una taza–. ¿Café?
–Nunca tomo café, pero gracias –respondió con voz grave y profunda. Abrió la alacena y sacó una caja de té Earl Grey. Agarró una tetera y la puso a hervir.
–El agua acaba de hervir –dijo ella, desesperada por romper el incómodo silencio–. ¿No te gusta madrugar? –le preguntó en tono animado.
Él la miró brevemente mientras vertía el agua de la tetera en una taza.
–Siempre me levanto a las cinco en punto, llueva o haga sol. ¿Y tú?
Lissa lo observó un momento.
–A esa hora suelo volver a casa –la mirada que Blake le echó hizo que deseara haber mantenido la boca cerrada–. Los fines de semana… Algunos. De hecho, si estás libre esta noche hay una fiesta en la playa… –dejó la propuesta a medias al ver que apretaba la mandíbula–. Mejor no.
No se lo imaginaba en una fiesta, pensó mientras sorbía el café. Tenía que olvidar su enamoramiento adolescente, recobrar la compostura y recordar que Blake quería quedarse con su barco.
–¿Cómo se ven los daños esta mañana?
–Todavía no lo he comprobado –añadió azúcar y se sentó frente a ella en la mesa–. Anoche corté la electricidad y lo cerré todo.
–Oh, me preguntaba qué estabas haciendo en… –se mordió el labio y deseó haberse mordido la lengua.
–Hay que reformarlo a fondo –repuso él, hojeando unos folletos de barcos que había llevado a la cocina–. Podría llevar bastante tiempo.
Lissa estaba segura de que la situación no era tan grave y de que Blake solo pretendía mantenerla a distancia, pero no le iba a servir de nada. Después de desayunar iría a echar un vistazo por sí misma. No había ido antes porque pensaba que Blake estaba allí y no quería pillarlo durmiendo, por si acaso dormía desnudo…
Sofocó la ola de calor que se le arremolinó en el vientre y se unió a él en la mesa, empujando el plato de tostadas al centro.
–Te olvidaste de incluir los huevos en la lista de la compra.
–Con las tostadas está bien –respondió él, dándole un mordisco al pan.
–¿Piensas salir a navegar mientras estés aquí? –le preguntó, fijándose en los folletos.
–Quizá esté pensando en comprarme uno –dijo él sin levantar la mirada.
–¿Pero no estás en la Armada?
–Ya no –alzó la vista y miró a lo lejos–. Imagínate… navegar en solitario por la costa, fondeando donde quieras, sin horarios, sin agendas, sin exigencias de ningún tipo… Tan solo tú, dejándote llevar por la marea.
–Suena… mágico. ¿Entonces has dejado la Armada?
–Sí –dobló la esquina de una página para marcarla y cerró el folleto–. Voy a llamar a un fontanero y a un electricista. ¿Conoces a alguno?
Obviamente no quería hablar de la Armada ni de sus motivos para abandonarla.
–Hasta ahora no he necesitado a nadie –mordisqueó el borde de su tostada–. Jared conoce a muchos, pero está de viaje.
La expresión de Blake se animó al oír el nombre de su hermano.
–¿A qué se dedica Jared?
–Tiene una empresa de construcción en Surfers. En estos momentos está de vacaciones en el extranjero, con su familia. Llevan fuera casi dos meses.
–¿Jared está casado?
–Sí. Él y Sophie tienen un hijo de tres años, Isaac.
–Me alegro por él –sus labios se curvaron en una de sus rarísimas sonrisas y a Lissa le dio un brinco el corazón. A aquel paso iba a necesitar que la viera un cardiólogo–. ¿Los ves a menudo?
Ella se rellenó la taza de café y asintió.
–Los veo cada dos semanas, sin contar los cumpleaños y celebraciones. Pero siempre voy yo a Surfers. Una casa flotante no es lugar para niños, demasiado peligroso. Y Crystal tiene dos hijos –no le dijo que después de haberse marchado de casa Jared le había dejado muy claro que no iría a verla a Mooloolaba a menos que lo invitara expresamente.
Él la miró mientras soplaba su té.
–¿Cuándo volverá de sus vacaciones?
–En un par de semanas.
–Necesitaré su número de teléfono. Me gustaría ponerme al día con él después de tanto tiempo, y además tengo que hablarle del barco.
El barco… Hablaba como si ya le perteneciera.
–No –apretó los dedos en torno a la taza–. No puedes hablar del barco con Jared.
–¿Por qué no? –la observó fríamente–. ¿Es que no pagas el alquiler?
–Claro que sí –se había retrasado en el pago del último mes, pero le había asegurado a Jared que lo tendría para el final de la semana.
Siempre que encontrase otro trabajo…
Jared se pondría furioso cuando se enterara de la gotera, pero Lissa había querido demostrarle que no necesitaba a nadie. Y aún peor, Blake le diría que el barco era suyo. Lissa no sabía quién era el dueño legal del barco, pero no podía dejar que Blake se lo arrebatara. ¿Qué sería de ella?
–Lissa.
Sus miradas se encontraron y ella empezó a temblar. La forma en que pronunciaba su nombre la hacía estremecerse y sentirse estúpida, igual que siempre.
–¿Qué? –preguntó, sabiendo que no le gustaría nada lo que iba a decirle.
–Olvídate de Jared y del barco por el momento y háblame de ti. De tu lugar de trabajo, por ejemplo –sus últimas palabras fueron tan afiladas y penetrantes como su mirada.
Ella se encogió en la silla. Era peor de lo que había temido. Mucho peor.
–Ya te lo he dicho. Soy diseñadora de interiores.
–Pero en estos momentos no tienes trabajo, ¿verdad?
Se le formó un doloroso nudo en el estómago. Quiso apartar la mirada del hombre con quien había soñado durante tantos años, pero aquellos no eran los ojos que recordaba de sus fantasías, sino los ojos de un severo profesor que exigía ver los deberes que no había hecho.
Apoyó con firmeza las manos en la mesa. No tenía sentido seguir negándolo.
–Mira, ahora mismo tengo algunos problemas, pero no es asunto tuyo.
–A lo mejor puedo ayudarte –dijo él sin ofenderse.