a acaudalados veraneantes. Lissa tenía alquilada la casa flotante y el contrato de arrendamiento no vencería hasta dentro de dos años. Febrero era temporada baja y la mansión llevaba dos semanas desocupada. ¿Podría ser que hubieran llegado nuevos inquilinos y no supieran que el embarcadero estaba alquilado por otra persona?
Rezó porque así fuera.
El garaje por el que se accedía al patio trasero y de ahí a la casa flotante solo se podía abrir con un código de seguridad. ¿Quién podía ser sino un habitante de la casa? Intentó tranquilizarse y no ceder a la inquietud que llevaba meses agobiándola. Las puertas tenían un seguro; al igual que las ventanas, aunque estuviesen abiertas; tenía el móvil junto a ella y bastaba con pulsar un botón para llamar a sus hermanos: Jared y Crystal.
Las pisadas se detuvieron. Un objeto pesado cayó al suelo de madera, haciéndolo vibrar unos segundos. El golpeteo del agua contra el casco le puso los pelos de punta.
Había alguien en su muelle… Justo al otro lado de la puerta.
Agarró el móvil y marcó frenética un número, pero la pantalla permaneció apagada. No tenía batería.
Con el corazón desbocado se dirigió a la puerta del dormitorio. Desde allí se podía ver todo el barco hasta la puerta de cristal. Una ligera llovizna caía sobre la cubierta… y sobre una figura alta y masculina.
Era demasiado ancho de hombros para ser Todd, gracias a Dios, pero podría haber sido el jorobado de Notre Dame, con su perfil iluminado por un relámpago.
Lissa sintió un escalofrío por toda la piel.
Entonces la joroba desapareció y Lissa se dio cuenta de que era una bolsa de viaje. El bulto cayó al suelo con un ruido sordo y la figura se irguió en toda su estatura, tan imponente que Lissa dio un paso atrás y tragó saliva para sofocar el grito de pánico que le subía por la garganta. Se puso rápidamente la bata y se metió el móvil en el bolsillo. Podría salir por la puerta trasera, junto a la cama, pero para abandonar el barco tendría que pasar por el estrecho embarcadero, a pocos pasos del hombre, llegar hasta la cochera y esperar a que se elevara la puerta… No, era más seguro permanecer donde estaba.
Y si aquel hombre no fuese un nuevo inquilino…
Se obligó a avanzar y, sin hacer ruido, descalza, fue sorteando bolsas y cajas hasta que resbaló en un charco que no había estado allí dos horas antes. Se agarró a la diminuta mesa de la minúscula cocina y miró de nuevo al hombre. Un relámpago reveló ropa negra, antebrazos desnudos, pelo corto y negro mojado por la lluvia, recio mentón oscurecido por una barba incipiente… Demasiado atractivo para ser un ladrón. Y le resultaba vagamente familiar.
Se palpó el pecho con unas manos grandes y fuertes y se las llevó a los muslos, como si hubiera perdido algo. La imagen de aquellas manos palpándose los pechos hizo estremecer a Lissa, y un recuerdo de su temprana adolescencia asomó al fondo de su memoria. El recuerdo de un hombre tan alto y atractivo como aquel intruso…
Se sacudió las imágenes de la cabeza. Ya se había dejado engañar por demasiados hombres altos y atractivos. Y aquel hombre se disponía seguramente a forzar la cerradura mientras ella se quedaba mirándolo como una tonta.
Tensó los músculos e intentó pensar en su próximo movimiento, pero el cerebro no terminaba de funcionarle. Olió la relajante fragancia de la vela de jazmín que había prendido antes, la albahaca que había metido en un tarro, la omnipresente humedad del río.
¿Cuál sería su último recuerdo antes de morir?
Observó, paralizada, cómo el intruso se hurgaba en el bolsillo, sacaba algo y se acercaba a la puerta.
La adrenalina la impulsó a actuar. Agarró el objeto más cercano, una caracola del tamaño de su puño, y se irguió en su metro sesenta de estatura.
–Largo de aquí. Esto es una propiedad pri…
La orden, formulada con una voz patéticamente débil, se le quebró en la garganta al oír el estremecedor sonido de una llave girando en la cerradura. La puerta se abrió y el hombre entró, chocando con la campanilla y portando el olor a lluvia con él.
Lissa sacó el móvil del bolsillo.
–No se acerque.
La figura se cernió amenazadora sobre ella, invadiéndola con el intenso olor a hombre mojado.
–He llamado a la policía.
El hombre se detuvo, aparentemente sorprendido pero no asustado, y Lissa comprendió que su voz acababa de delatarla.
Era una mujer. Y estaba sola.
Avanzó, apuntando al cuello del hombre con su improvisada arma, pero él la agarró del brazo.
–Tranquila, no voy a hacerte daño –su voz, profunda y varonil, acompañó al trueno que retumbó en el océano.
–¿Y yo cómo lo sé? –preguntó ella–. Este es mi barco. ¡Fuera de aquí! –apretó la caracola en el puño y volvió a la carga, pero él bloqueó su ataque con el antebrazo y suspiró pesadamente.
–No hagas eso, cariño –murmuró, desarmándola con una facilidad pasmosa. Acto seguido aflojó la mano y la bajó desde la muñeca hasta el codo. Lissa sintió otro escalofrío, incapaz de recuperar el control.
–Este es mi barco –declaró en voz baja y débil.
–Pues yo tengo una llave.
Antes de que Lissa pudiera analizar la respuesta, él la soltó y pasó a su lado para encender la luz. A continuación levantó las dos manos para demostrarle que no pretendía hacerle daño.
Ella parpadeó unas cuantas veces hasta adaptar la vista al súbito resplandor. Vio la marca roja que le había hecho en el cuello con la caracola y comprobó que, efectivamente, tenía una llave y que había encontrado sin problemas el interruptor de la luz. Con lo cual solo podía tratarse de…
Blake Everett.
Se apoyó en la mesa con gran alivio, pero enseguida volvió a ponerse en guardia. Blake llevaba unos vaqueros negros descoloridos y un viejo jersey, también negro y desteñido, remangado hasta la mitad de unos antebrazos fuertes y salpicados de vello.
Era el amigo de Jared. Lissa se había enamorado de él cuando ella tenía nueve años y él dieciocho y recién alistado en la Armada. Cuatro años después volvió a casa al morir su madre y ella siguió amándolo en secreto.
No creía que la hubiese mirado salvo en aquella ocasión en la que, con nueve años, se cayó del monopatín al intentar impresionarlo y solo consiguió romperse la nariz, manchar de sangre la camiseta blanca de Blake y, lo peor de todo, echar a perder su joven orgullo.
Circulaban muchos rumores sobre él, y ninguno bueno. El chico malo, la oveja negra de la familia… Pero Lissa no cambió de opinión hasta que oyó que había dejado embarazada a Janine Baker y que había huido del pueblo para alistarse en la Armada. En cierto modo lo sintió como una traición personal.
Los ojos de Black podían ser tan azules como un cielo tropical o tan fríos como un glaciar, y su aire taciturno e indiferente había avivado los instintos maternales de Lissa. Durante mucho tiempo se imaginó cómo sería ser el centro de aquella mirada.
Y en esos momentos la estaba mirando como ella siempre había deseado… con un inconfundible destello de calor en aquellos ojos azules. Pero Lissa ya no era una cría ingenua e inocente, al menos en lo que se refería a los hombres, y bajo ninguna circunstancia iba a bajar la guardia.
–Me llamo Blake Everett –dijo él, apoyado en la encimera y recorriendo con la mirada la corta bata de Lissa, quien sintió un hormigueo de la cabeza a los pies y cómo se le endurecían los pezones–. Soy…
–Sé quién eres –lo interrumpió ella, sofocando el impulso de cubrirse los pechos.
Blake entornó los ojos y Lissa se fijó en las arrugas que los enmarcaban. Pero sus labios seguían