Sectiva Lozano Aguilera

Una emigrante bajo la Torre Eiffel


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en la cama o sentada en una silla leyendo, me mira con desconfianza y nunca me habla.

      Hoy ha venido Antonia a ver cómo me iba y a escondidas me ha dado una carta de mi marido (que el correo me deja en su casa) porque aparentemente aquí soy soltera.

      Víctor me da buenas noticias que me alegran la vida: paseando por Málaga a la niña, se encontró a su madre y su hermana que le preguntaron:

      —¿Cómo es que Secti no está con vosotros?

      —Secti se fue a París hace una semana.

      —¿Que se fue la puñetera?

      —Sí, se fue «la puñetera», ¿qué más tenéis que decirle? Secti se ha ido para mejorar nuestra calidad de vida, como yo haré en cuanto me llame. Secti no es como vosotras, que no movéis un dedo por nadie. Ella buscó ayuda en vosotras, pero no se la disteis, sin embargo, ya no nos hace falta. Alguien que no es ni de nuestra familia nos la prestó, quedándose con nuestra hija mientras yo trabajo hasta que podamos llevárnosla. Bueno, me voy que tengo que dar de comer a la niña.

      A mi suegra y a mi cuñada les debió remorder la conciencia durante la noche porque, al día siguiente, se presentaron en mi casa a buscar a Marina. Esto me alegra; al fin y al cabo, son su tía y su abuela.

      Antonia se cuestionaba el tema de mi estado civil, se temía que tarde o temprano Madame descubriese el pastel:

      —¿Cómo te las vas a arreglar para explicar lo de tu «soltería»? Porque yo estoy muerta de miedo.

      —Mira, Antonia, no te preocupes por mí, que yo enmendaré este desaguisado a su debido tiempo. La vida me ha enseñado a resolver cosas más difíciles, así que aquí actuaré como dice el refrán: «en el amor y en la guerra, todo vale». Pronto se sabrá quién ríe la última, si la francesa o esta andaluza.

      —Miedo me das, pero que sepas que no estás en la calle, si te echan, vuelves a mi casa y ya nos las apañaremos.

      Estoy trabajando en el barrio más rico de la capital, el dieciséis, aquí vive supuestamente la flor y nata de la riqueza parisina. En el barrio se ubica la plaza de Trocadero, la Torre Eiffel y, bajo ella, los Campos de Marte.

      Cada día bajo a hacer la compra que madame Poty me encarga. Ya conozco al carnicero, al droguero y al pharmacién. Y todos me han ofrecido una plaza de trabajo por si las cosas se tuercen donde estoy ahora.

      Vine a París con pasaporte de turista, o sea, que tengo tres meses para resolver mi situación en Francia. La señora tiene que hacerme los papeles como empleada de hogar antes de la fecha límite o, por el contrario, tendría que regresar a mi país.

      Parecía que mi patrona me había leído el pensamiento:

      —Sectiva, mira que tienes un nombre raro… Pero yo te llamaré Tina, que es más corto. Tenemos que ir a la cité a arreglarte los papeles, que si no lo hago en dos meses la Seguridad Social me multará (en Francia la Seguridad Social da dos meses de plazo a los patrones para declarar a sus empleados).

      —¡Pero que manía tienen todos con cambiarme el nombre! Claro… Que a estas alturas ya estoy acostumbrada. ¡Señora!, yo prefiero esperar un poco más hasta que hable el francés un poco mejor.

      —Pero si ya te explicas muy bien.

      —Sí, pero aún no estoy muy suelta. Prefiero esperar un poco más. —Mi objetivo era ganar tiempo y por lo menos tener un mes de paga por si me echaba a la calle. No paraba de preguntarme a mí misma: ¿Cuánto tiempo me queda?

      Antonia resolvió mi duda:

      —Aún te queda por lo menos un mes y medio para solucionarlo todo.

      —¡Ufff! Eso está más lejos que la China; de aquí a un mes ya habré traído esta oveja a mi redil. Tú tranquila, que yo a esta madame la tengo calada. Lo que me pregunto es: si no quieren mujeres casadas ni niños… Entonces, ¿cómo se las han arreglado esta gente para formar familias y repoblar Francia? No importa.

      Genevieve dijo que me quedaba con ella una semana de prueba y que si aguantaba me quedaría fija. ¿Cómo que si aguanto? Esta no me conoce a mí, yo aguanto lo que me echen, principalmente por la cuenta que me trae.

      Tengo que ir empezando a enderezar las cosas: cobrar 300 francos (un mes de paga) para enviárselos a Víctor y arreglar mis papeles con Genevieve. Así que a mis salones sucios y catedrales a limpiar. Ya estoy dando buena cuenta de ello.

      Comienzo descolgando cortinas, visillos y otros tapetes; limpiando las alfombras y encerando las pequeñas mesas de varios estilos que hay en el salón; también está lleno de fauteuils (sillones) Luis XIV, Luis XV y otros tantos Luises de Francia. Para limpiar este gran salón me he tenido que emplear a fondo, porque la pobre Pilar mi predecesora, con su embarazo, lo tenía todo dejado de la mano de Dios. Casi me lleva una semana lavar, planchar y colocar cortinas, almidonar tapetes y lavar alfombras. Genevieve ha venido a ver mi trabajo varias veces, se va más que satisfecha y le dice a su madre:

      —¡Esta chica es increíble! Me quedo con ella.

      Eso es justo lo que yo quería oír, ahora ya la tengo de mi parte. Me toca a mí de atacar con mis condiciones, que no son ni mucho menos las que ella me ha impuesto al principio.

      El sábado Genevieve da su primera cena de invitados conmigo a su servicio (su marido, el señor Gauvert, es agente de bolsa y recibe a sus comensales por lo menos una vez por mes), así que me pruebo el uniforme que madamme Poty acaba de arreglarme a mi talla. También me ha comprado zapatos a juego de talón un poco altos para mi gusto y me pregunto (sirviendo los platos llenos de pentadas y guisantes) quién de los dos, si los platos o yo, aterrizaremos primero en el suelo del salón. Pero todo se pasa bien, mi primera cena resulta un éxito. Esta es la prueba que le faltaba de ver a Genevieve sobre mí.

      Nueva visita de Antonia y nueva carta de Víctor en la que me dice:

      «Secti, el marido de la joyera del primero se va a fin de mes y me ha ofrecido llevarme a París casi gratis».

      —Soluciona lo de tu «soltería» lo más pronto posible con Genevieve porque tal y como están las cosas veo entrar a tu marido un día de estos por la puerta —me dice Antonia.

      Genevieve y Antonia están tomando café en la cocina y oigo que mi señora le está hablando de mí:

      —Esta chica es un terremoto, me ha puesto toda la casa patas arriba, me encanta. Es un verdadero diamante en bruto que yo iré puliendo paulatinamente. —Desde luego no se equivoca conmigo, pues llevo una semana frota que te frota y tengo agujetas hasta en los huesos. Le he sacado brillo al apartamento entero, reluce como el sol.

      A la semana siguiente Genevieve me vuelve a sacar el tema de mis papeles y ya no puedo evitarla más, así que cojo el toro por los cuernos sentándola en la cocina frente a mí:

      —Señora, hasta aquí hemos llegado.

      —¿Por qué dices eso Tina? ¿Te estás despidiendo de mí?

      —No, señora, es usted la que va a echarme.

      —¿Yo? ¿Y por qué? Si me satisfaces en todos los sentidos…

      Me levanto, saco la alianza del bolsillo y la pongo en mi dedo anular diciéndole:

      —Señora, yo no soy soltera. Estoy casada y bien casada. Aparte, tengo una hija de dos años que cuando pueda me traeré a Francia conmigo, al igual que a mi marido, que llegará a fin de mes. Pero no se preocupe por mí, si usted no me quiere más a su servicio, el carnicero me está esperando.

      ¡Pero qué disparate estás diciendo! ¿Por qué te echaría yo a la calle si estoy contenta contigo? ¿Pero por qué me dijiste que estabas celibataire?

      —Porque usted era la tercera persona que me lo preguntaba y yo estaba desesperada por encontrar un puesto de trabajo.

      —Lo siento, lo siento, es que he tenido una mala experiencia con Pilar que, nada más contratarla, se quedó embarazada y eso es lo que yo no quería. Mañana