se llevó, y a mí no me hacían ni puto caso. Es más, la comadrona hasta fue un poco sádica conmigo:
—Todas las primerizas sois iguales, cuando hacéis el amor no pensáis en lo que viene después. —Me fijé en su mano y vi que no llevaba anillo de casada, sería una solterona amargada. Pero a las cuatro de la mañana se asustó y llamó a mi médico, quien le echó una bronca tremenda:
—¡Antes, antes, tenía usted que haberme llamado antes! ¡Dos minutos más y esta mujer se nos va!
—Yo solo sentí la máscara de oxígeno y el corte tan tremendo que me llegó hasta el ano, lo que dejó salir a mi hija. Después, la noche total.
Estuve sedada un día entero. Cuando me desperté el 22 de noviembre estaban a mi lado mi hermana y mi suegra (que había venido a ponerle a mi hija de nombre Dolores).
—¿Dolores? ¡Dolores ni lo sueñes! Dolores los que yo he tenido para parirla… ¡Mi hija se llamará Marina! Como las olas del mar.
—¿Víctor no ha venido? —le preguntó a mi hermana.
—Sí, ha estado aquí toda la noche, acaba de salir a estirar las piernas y a comprar el periódico. No sé qué cosa ha pasado en América.
En ese preciso instante se abre la puerta y Víctor me tiende el periódico:
—¡Secti, han matado a Kennedy!
—¡Y a mí qué me importa eso! ¡Mira, mira tú aquí a mi lado lo que yo hice ayer! Mira qué cosa tan rica de niña.
Víctor cuelga su mirada encima de la cuna:
—¡Qué cosa más chica!
—Ah, ¿tú esperabas un elefante? ¿Es que no te has fijado cómo somos de chiquitos los dos? —¡Santo cielo! Es frustrante para una mujer que las ha pasado canutas durante el paritorio, que le digan que su hija es minúscula. Y que han matado al fulano ese de América (yo no tengo nada contra ese hombre) que en este momento me importa un comino.
Las coincidencias con la historia empiezan a ponerme nerviosa. Por ejemplo, en 1906 nació mi madre y el terremoto de San Francisco arrasa a miles de personas; en 1936 nazco yo y estalla la Guerra Civil; para colmo el 21 de noviembre de 1963 nace ni hija y a las pocas horas matan al presidente de los Estados Unidos de América, estoy más que harta de todas estas unánimes citas con la historia.
Al cabo de una semana regreso a casa y a mi tienda, pero aún no puedo trabajar. Apenas puedo ponerme de pie, mi hermana me ayuda un poco mientras procedo a llevar de nuevo las riendas yo sola.
El problema de las tiendas pequeñas es que se vende muy poco género, además en esa época instalan grandes supermercados por todos sitios donde la gente compra de todo, así que mi tienda va de mal en peor.
Un problema me surge de nuevo, tengo que buscar una solución y se la planteo a Víctor:
—Mira, esto no marcha bien, deberíamos traspasar la tienda antes de que sea demasiado tarde. Con el dinero podremos comprar un piso, meter nuestras cosas e irnos a trabajar fuera. Por ejemplo, a Barcelona, que ya la conozco. Víctor no lo tiene tan claro, nunca ha salido de su Málaga natal ni de su bar, para él es difícil irse a trabajar fuera. Además, me dice:
—Ya tengo un empleo en los nuevos depósitos petrolíferos que están haciendo en Málaga cerca de la carretera de Cádiz y empiezo mañana.
Víctor es conocedor de la soldadura autógena, la electricidad, la albañilería, etc. Es un verdadero «manitas», todo lo ha aprendido solo, no obstante, carece de certificado que lo justifique. Después de su primer día de trabajo me viene cabizbajo.
—¿Y ahora qué pasa?
—Pues imagínate, el encargado me quiere pagar como aprendiz a mis treinta y pico años, y eso que he sido yo el que ha estado todo el día enseñando al otro la soldadura, pero el tío quiere papeles que justifiquen mi saber y, como no los tengo, pues no sé qué va a pasar conmigo.
No sé si ha sido su desilusión en el trabajo o que ve que no hago caja en la tienda lo que ha decidido que al final acepte que la traspasemos.
Tengo un cliente que viene a verla y se queda con ella, por doscientas cincuenta mil pesetas, lo que nos permite comprarnos un piso de tres dormitorios, en las Flores, que vale trescientas mil pesetas, por lo que nos obliga a pedir al banco una hipoteca de cincuenta mil pesetas que iremos pagando poco a poco.
A pesar del disgusto de Víctor, acepta ser pagado como aprendiz; de todas formas, no nos queda otro remedio. En las Flores, como tengo tres dormitorios, acepto alquilar a una chica que es enfermera y que me paga quinientas pesetas al mes, las mismas que yo pago de hipoteca.
Con lo que gana Víctor y algunas horas que hago yo, vamos tirando.
Una mañana hablando con una vecina del primero, esta me dice:
—¡Oye! ¿Y por qué no os vais a Alemania?... Mi marido está allí y cada año me trae un montón de marcos.
—¿Y tú por qué no te vas con él?
—¡Yo, ni loca! ¿Que voy a dejar yo mi Málaga?
Me quedo mirándola y veo que lleva los dedos de las manos y las muñecas llenas de joyas. ¿Cómo se puede ser tan egoísta? Anda que quedarse aquí y esperar a su marido y verlo una sola vez por año… Yo no podría, si mi marido se va a alguna parte, yo me voy con él, sea donde sea.
Dejo a esta gorda egoísta con sus pulseras y me voy a trabajar a mis horas. Aquella noche se lo digo a Víctor:
—¿Y si nos fuéramos a Alemania?, mucha gente se va.
—Secti, ¿tan mal estamos?
—Bueno, pues si no fuera por las chapuzas de fontanería que tú haces los domingos y mis dos horas de menaje, estaríamos aun peor, y eso que me organizo lo mejor que puedo entre mis potajes y los huevos fritos, pero a Marinita tengo que darle otras cosas de comer.
—¡Bueno, si tú crees que debemos irnos! Ve preparando los pasaportes, porque con lo que pagan en los depósitos no vamos a salir de pobres.
En esos días, mi vecina María Elodia, que vive en frente, pone su piso en venta.
—¡Chica, me voy a calle la Victoria! Para que mi hijo vaya a la escuela de los Maristas. —El piso lo vende en seguida.
ENCUENTRO CON EL DESTINO
A la mañana siguiente, al volver de mis dos horas, me encuentro sentada en la escalera a una mujer de mediana edad, en un estado de embarazo bien avanzado. Evidentemente no está bien, por la palidez de su rostro.
—¡Oiga!, ¿qué le pasa, se encuentra usted bien?
—No, no, señora, creo que me he mareado un poco.
—¡Un poco no! Bastante. ¡Ande! Suba conmigo. Yo vivo en el tercero, le daré un vaso de agua o un poco de café. —Como puedo, la ayudo a levantarse y juntas subimos a mi casa, la tiendo un poco en el sofá y me voy a hacer un poco de café—. ¡Lo siento solo tengo café y galletas!
—¡Por favor, no se preocupe! Si ya ha hecho usted demasiado… La verdad es que por aquí no conozco a nadie y, como ve, estoy embarazada y me he mareado un poco.
—¿Sabe usted? Acabo de comprar el piso enfrente del suyo. Y venía a poner unos cuadros, pero me ha dado una bajada de tensión. Me he descuidado un poco esta mañana con el desayuno y a mi edad eso no perdona.
—¡Pero si usted todavía es joven!
—No lo crea, tengo treinta y seis años.
—¿Y es su primer embarazo?
—¡Mi primero y mi único!, ya que mi caso es más bien raro.
—¿Por qué dice eso? Todavía es joven.
—Sí, pero no tengo marido, ni lo quiero, seré