Sectiva Lozano Aguilera

Una emigrante bajo la Torre Eiffel


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que habla francés, tercer piso! Las otras dos, que solo manejan el español, al primero y al bajo. Cada cliente será dirigido al piso que le corresponda, y ahora vamos todos a desayunar al sótano.

      ¡Ufff… menos mal! Desde las seis de la mañana que estamos todos formando aquí, tengo ya las tripas en bandolera. Después del desayuno (café negro con pan tostado y aceite), cada una de nosotras coge su carro de limpieza y derechas a la lavandería. A coger sábanas, toallas y otros neceseres. Y para arriba (a mí, «la France»). Hablar con los franceses me resulta más duro que hablar con la profe. A menudo cojo el principio y el final de una frase y el resto lo completo con las manos, que es el lenguaje universal, y así voy tirando entre ir y venir a Torremolinos. Entre los portillos y los momentos que paso con mi novio, me veo y me deseo. ¡No tengo tiempo para nada! Mari me dice:

      —No sé cómo te aguanta este chico, yo ya te hubiera dejado. —Por suerte para mí, él no piensa lo mismo.

      Como cada camarera, tengo catorce habitaciones que arreglar, entre ellas, dos suites, compuestas de tres habitaciones cada una, lo que supone una suma de veinte habitáculos con sus correspondientes cuartos de baño.

      Carmen Peña, que está acostumbrada a los hoteles, me da algunos consejos para trabajar de prisa y menos cansada.

      —¡Tú entras al cuarto de baño, echas unas gotitas de jabón y con las mismas toallas que ellos han ensuciado limpias bañera y lavabo, y no deshagas las camas, simplemente las estiras bien y ya está! —Desde luego sus consejos me ayudan mucho y avanzo mucho más en mi trabajo, sin contar que a mi manera terminaba el día completamente muerta.

      Sacamos más de propinas que de sueldo, ganamos unas mil pesetas a la semana, que vienen a ser unas cuatro mil al mes. Con las propinas me pago el autobús y algunos caprichos. También le tengo a mi hermana Mari la despensa llena antes de entrar a su casa todas las tardes (mi trabajo es de 6 de la mañana a 4 de la tarde).

      Me paso por la tienda de ultramarinos y compro: un día, lentejas; otro, azúcar; otro, harina… Todo esto para agradecerle que me tiene en su casa. Antes su despensa estaba casi vacía, ahora parece el Perú, hay de todo, es mi forma de agradecerles lo que hacen por mí.

      Mari no trabaja, se gana la vida cogiendo carreras de medias con una máquina que ha comprado a plazos, también tiene un chiringuito en su casa (de novelas románticas), que alquila a todas las muchachas del barrio, ávidas de historias de amor, y la propaganda corre a cargo de Pepe Luis, que les dice a las chicas:

      —¡Llévate esta! Tiene una historia de amor… Es de Carlos de Santander ¡Bueno, le pasan de cosas! Ya verás, ya verás… —Total, que cuando la chica le devolvía la novela, esta le decía:

      —Pepe Luis, usted se ha equivocado, ¡aquí no está el drama que usted me dijo!

      —¡Ah, pues entonces es la otra de Corín Tellado! —Con más de tres mil novelas que escribió Corín Tellado, Pepe Luis tenía cuento para rato.

      Mari también vendía colonias, Heno de Pravia, Maja y otras marcas que las muchachas le compraban a dos reales y a peseta un par de centímetros. Así transcurría mi vida en 1961.

      Víctor y yo empezamos a replantearnos de nuevo nuestra boda, puesto que su hermano (como el perro del hortelano) ni se casa ni deja casar. Lo primero para nosotros es dar la entrada de un piso e ir preparándolo todo tranquilamente para el futuro.

      Mi suegro Manolito, que ya me conoce, nos dice:

      —¡Mirad, chicos! Yo voy a comprar una casa mata que hay en calle Bailén y pienso echarle un piso encima, lo que haría una vivienda para vosotros, salida por calle Bailén y en el piso de arriba sería para María, salida por calle Pajarito. Ahora solo tenéis que arreglar la parte de abajo y amueblarla para vosotros.

      Nunca me ha gustado que me den nada gratuito. Trabajo desde que tenía diez años y no estoy acostumbrada a que me hagan regalos, pero no digo nada, ya que mi novio está encantado con la oferta de su padre y no voy a contrariarlo. Así pues, nos ponemos manos a la obra, empezamos por arreglar el cuarto de baño, pintar toda la casa y reformar la cocina. Finalmente nos gastamos las treinta mil pesetas que teníamos para la entrada del piso. Pero no tenemos ninguna prisa, ya que yo acabo de colocarme en el hotel y, según me ha dicho Carmen Peña, en los hoteles no quieren chicas casaderas porque después vienen los críos y las bajas en el trabajo. Así que me han aconsejado no decir nada sobre mi boda. De todas formas, aún queda muy lejos, ya que dependemos de la boda de Manolo.

      Pero como estamos muy ocupados con el arreglo de nuestra casa, el tiempo pasará más deprisa. Por el momento toda mi atención se la dedico al hotel Carihuela Palace, atendiendo a cuanto turista francés me envían al tercer piso.

      Desde los años sesenta, Málaga está más de moda que nunca para los extranjeros. La calle Larios está rebosante de turistas rubios, lo que quiere decir que estamos de moda en los países nórdicos. La terraza de la heladería de Casa Mira está repleta.

      La propina más pequeña que me dan en el hotel es de cincuenta pesetas, lo que me permite sacar un sobresueldo, esto me pone eufórica.

      Mi francés aumenta cada día, ahora ya no puedo dar clases porque no tengo tiempo, pero yo continúo estudiando sola.

      Ayer, a eso de las diez de la mañana, oí unos gritos procedentes del pasillo: «¡Plaz, plaz!». ¡Dios mío!, ¿qué es eso? Salgo al pasillo y veo a una rubia preciosa que le ha pegado al marido dos bofetadas de campeonato con lo que me dije para mis adentros: «¡Santo cielo, con lo bonita que es y la mala leche que tiene!». Dirigiéndose a su marido, le dice mil cosas en un idioma desconocido para mí.

      Por la escalera sube el encargado, que había escuchado los gritos, por lo que venía a apaciguar la pelea:

      —Esa chica es miss Suecia 1956 y ese es su amigo.

      ¡Caray! Tendré que guardarme de las suecas. ¡Vaya temperamento! Pero el día que se marcharon me plantó doscientas pesetas en la mano, con una sonrisa toda dulzura, lo que me hizo cambiar de opinión respecto a ella.

      Otro turista famoso era Mister Orson Wells, el tío gordo ese americano con su puro en la boca, que viene a Almería a supervisar no sé qué película, aunque se hospeda en la Costa del Sol porque no aguanta el calor que hace allí (suda por todos sus poros y siempre lleva el bolsillo lleno de pañuelos con los que se seca la frente y luego los tira).

      Aprovechando su paso por España, va a ver corridas de toros. Cada noche un helicóptero lo deja en el Carihuela Palace donde ocupa una suite para él solo.

      Orson tiene complejo de foca, siempre sumergido en la bañera. Un día que entré a limpiar pensando que no había nadie, con su mal castellano, me habló desde la bañera:

      —¡Siga, siga usted! Haga como si yo no estuviera aquí.

      Cada vez que me lo encuentro por el pasillo se mete la mano en el bolsillo y me da todo lo que lleva. Nunca es menos de varios billetes de diez duros.

      —¡Tenga una propinilla!

      Yo rezaba para que no se fuera en la vida. Mi compañera del segundo piso está celosa de las propinas que me da Orson.

      —¡No es justo, habla inglés, tenían que habérmelo enviado a mí!

      Rosario, la del piso de abajo, también se queja:

      —¡Menudo enchufe tenéis vosotras con eso del inglés y el franchute! ¡Os envían los mejores clientes a vuestros pisos!

      —Pues a estudiar, guapa, a estudiar.

      Lolita, la del segundo, se fue unos meses a Inglaterra a trabajar, pero no se acostumbró a comerse el «chicken—pollo» con mermelada y se volvió a su Málaga natal a tomarse su cervecita fresca en la Mar Chica.

      Casi llevo un año en el hotel. Víctor vino hoy a recogerme al autobús:

      —¿Sabes, Secti? Mi hermano ha dejado a su novia, la foca.

      —¡No me digas! ¿Y ahora qué hacemos?

      —Pues