Sectiva Lozano Aguilera

Una emigrante bajo la Torre Eiffel


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dejara embarazada.

      —¡No me lo puedo creer! ¡Usted es una mujer muy valiente!

      —No, para nada, soy más cobarde que una gallina, pero siempre he querido tener un hijo y, cómo ve, no soy ninguna belleza, así que pensé que sería aquella mi última oportunidad. —Esta mujer sencilla me daba confianza, me estaba contando su vida. Así que me atreví a preguntarle:

      —¿Pero usted no es de aquí, verdad? Tiene un acento raro…

      —Pues soy tan malagueña como usted, pero llevo veinte años viviendo en París.

      —¿En París de la France?

      —Sí, señora, en París de la France.

      —¿Sabe?, yo hablo algo de francés, aunque muy mal.

      —¡No me diga! ¿Y cómo lo aprendió?

      —Bueno, trabajé en un hotel hace tiempo…

      —Creo que usted y yo vamos a ser muy amigas, lo malo es que me voy dentro de diez días y ya no nos veremos hasta el año que viene. Ahora solo tengo que terminar de arreglar el piso, que ya lo tengo alquilado. Y después me iré.

      De pronto me dice:

      —¿Y por qué no se viene conmigo a Francia?

      —Eso quisiera yo, poder irme a algún sitio, porque la verdad es que lo estamos pasando muy mal mi marido y yo. Él solo gana mil pesetas a la semana y con eso no hay para nada.

      —¿Mil pesetas? ¡Pero eso lo gano yo en tres días en Francia! ¿De verdad están tan mal?

      —Más de lo que se ve.

      —Por favor, en cuanto a sus cuadros, no se preocupe, esta tarde mi marido y yo le ayudaremos a colocar los muebles, ya verá. Mi marido es un «manitas». Y no creo que usted en su estado pueda hacer gran cosa. —La veo un poco pensativa y de pronto me pregunta:

      —¿De verdad que se iría usted a Alemania? Con lo que los alemanes le han hecho a los franceses y a Europa entera en la Segunda Guerra Mundial. No diga tonterías y véngase conmigo a Francia, yo la ayudaré a buscar un empleo.

      —¿Sabe?, yo en la Segunda Guerra Mundial no era más que un bebé, aunque sí he sufrido las secuelas, pero la verdad es que en España tampoco tenemos muchas noticias del extranjero y, como además no he ido mucho a la escuela, no estoy al corriente de muchas cosas, y menos de Alemania.

      —Ahora todos los españoles se van a Alemania a ganar marcos, pero, aunque yo quisiera, tampoco podría irme ahora. Tengo una hija de dos años.

      —Pero sus familiares podrían ayudarla y quedarse con ella unos cuantos meses hasta que usted se desenvolviera allí; luego usted y su marido la llevarían consigo. El problema es que tendría que venir sola primero, yo solo tengo un estudio y no podría recibir a su marido, pero a usted sí, y una vez que tenga su habitación allí, puede llamarlo a él, como hacemos todas las emigrantes. ¡Primero se van ellas, se colocan, cogen su habitación y luego van los maridos!

      Antonia, que así se llama esta chica, me explica que ella hace horas de menaje y por las noches limpia algunas oficinas. Tiene su estudio alquilado y es independiente desde hace varios años. Ahora será madre soltera, y el Gobierno francés ayuda mucho a las madres solteras, lo que le permitirá criar a su hijo tranquilamente.

      —A mi hija (espero que sea una hija), la he deseado tanto que sería para mí como una victoria sobre la maternidad, que ya jamás pensé que tendría.

      —¡Antonia! ¿Lo de ayudarme en Francia va en serio? Porque mi situación de verdad que es bien precaria.

      —¡Completamente en serio! Usted haga como yo le digo; véngase primero y después traeremos a su marido, resuelva cuanto antes con sus familiares lo de dejar a su hija y póngase en contacto conmigo lo más pronto que pueda. Aquí tiene mi dirección y mi teléfono, en cuanto esté lista, llámeme. Y muchas gracias por el café, por su ayuda y por cómo me ha acogido en su casa, gracias.

      Aquella misma tarde me voy a ver a mi hermana Mari y le expongo la situación. Me dice rotundamente que no se queda con mi hija.

      —¡Pero, Mari! No tengo a nadie más que pueda ayudarme con esto. Solo serán unos meses.

      —Ni lo sueñes.

      —¿Pero por qué?

      —Porque no quiero que te vayas.

      —Mari, ya sé que tú de niños no quieres nada. —Enseguida me arrepiento de hacerle esta reflexión, ya que su hijo murió—. ¡Por favor!, solo serán unos meses.

      —¡He dicho que no y punto!

      A la mañana siguiente me voy a ver a mi suegra, que me dice lo mismo.

      —Mira, Secty, yo soy ya vieja y María con la pastelería tampoco tiene tiempo, así que búscate las habichuelas por otro lado. —Me vuelvo a mi casa llorando y Víctor me pregunta:

      —¿Qué ha pasado?

      —¡Nada! Que nadie quiere ayudarnos ¿Cómo es posible que nadie quiera echarme una mano? —En la única que no pensé fue en mi madre… y cómo me arrepiento de ello… Pero la veía tan cansada y tan mayor que tampoco quise pedirle nada. Ese día me encuentro a mi vecina Amparo:

      —Secti, como tu enfermera se ha ido, ¿por qué no le alquilas a mi tía Isabel de Córdoba esa habitación que ahora tienes vacía? Mi tía viene a Málaga con su hija que es pantalonera y tiene un contrato con el Cortefiel, eso podría ayudarte.

      —Tienes razón, lo voy a pensar… Ante la angustia de no tener otra cosa, aquella misma noche le digo que sí, que se venga, y llega Isabel, una mujer de unos cincuenta años bien agradable. La convivencia con ella será muy buena.

      Corría el mes de septiembre y yo aún no había resuelto el problema de mi hija. Hice otra tentativa con mi hermana y mi suegra, pero me dijeron lo mismo, que no se quedaban con ella. Nadie movió un dedo por mí. Aquella noche Isabel me pilló llorando en la cocina.

      —¡Secti, ¿qué te pasa? ¿Te has peleado con Víctor?

      —No, para nada, solo que pensé que mi familia me quería un poco más, pero… Víctor no. Él es lo mejor que me ha pasado en la vida.

      —¿Entonces a qué viene ese llanto?

      Le expliqué todo el problema.

      —¿Será posible que nadie quiera echarte una mano? Pues no te preocupes, yo me quedaré con tu hija todo el tiempo que necesites. —Me quedé mirándola sorprendida e incrédula y ella añadió—: ¡Qué hay de malo! A mi hija ya la llama tata y a mí, abuela. —Me emocioné todavía más y rompí de nuevo a llorar.

      —¿Será posible que la gente de la calle me ayude y los míos no?

      Aquella noche le comenté a Víctor la proposición de Isabel. Y él me dijo:

      —¿Y qué pensarán de nosotros si dejamos a la niña aquí con gente extraña?

      —Esta gente extraña, como tú dices, han resultado ser más humanos que nuestra familia. A mi hija la he parido yo y me duele más qué a nadie, por eso no tendré en cuenta nada de lo que piense nuestra familia de nosotros.

      Desde ese día empecé a observar a Marina. Era verdad que se llevaba muy bien con Isabel y que esta le devolvía ese cariño con creces, lo que me hizo pensar que quizá fuese una posibilidad a la que aferrarme.

      ¡ADIÓS, ESPAÑA! ¡HOLA, FRANCIA!

      Al otro día le escribí a Antonia:

      —¡Estaré lista a principios de octubre! Búscame plaza que voy para allá.

      El 5 de octubre de 1965, a las diez de la noche cogí el tren hacia París. Mi marido me había facturado la maleta para que fuese más ligera, y en la frontera, cuando la