David Peace

GB84


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deciden el futuro de todos alejados de los focos y las cámaras. Este es un libro de gritos, pero también de susurros.

      Aunque en GB84 hay protagonistas definidos, algunos de ellos sombra de los protagonistas reales, otros realidades ficcionadas, esta es una historia sobre sujetos colectivos que se encarnan en los personajes. Hay algo de Dos Passos, de realismo expresionista, de suceso que entra a empellones por la puerta del pub y no necesita de explicación previa, sino que es el propio desarrollo del mismo el que lo sitúa, lo dilucida y lo razona. Si en los primeros capítulos se sienten algo perdidos, relájense, déjense llevar, todo acaba tomando cuerpo en el momento debido, el camino acaba dibujando el paisaje, el paisaje, las respuestas. La virtud de esta forma de contar es que Peace consigue dotar de tensión narrativa una historia de la que ya conocemos su final. La indeterminación y lo fragmentario, que en otros libros resulta desesperante, aquí es el motor que nos obliga a seguir leyendo, a querer conocer, a rellenar los huecos de la mirilla por donde observamos.

      Estos protagonistas dan lugar a diferentes puntos de vista sobre un lugar y un momento, pero también a diferentes tipos de estilo narrativo. Tenemos a Martin y Peter, uno minero raso —un Cazadora Vaquera— y otro delegado del comité de huelga —un Chaqueta de Tweed—, la representación del sujeto colectivo proletario. A modo de diario seguiremos la evolución de la huelga, pero también todo lo que supuso para su vida cotidiana. Mientras que con Martin llevaremos una cronología exacta, de días y semanas, de hojas en el calendario que pesan como losas, con Peter nos situaremos en el espacio, en las diferentes encarnaciones que tomó el conflicto dependiendo del lugar donde se desarrolló. Sus partes comienzan y terminan de forma abrupta, como si les escucháramos hablar a través de un coche que llega y se aleja. No hay en esta peculiaridad ningún experimentalismo, tan solo una forma de mostrar el discurso de aquellos a los que nunca se escucha, de esa clase social que mueve el mundo, pero que rara vez narra y es narrada.

      Peter y Martin encarnan a esos 196 000 trabajadores que se ganaban la vida en las minas británicas en 1984. El Gobierno de Margaret Thatcher comenzó el año anterior su segunda legislatura, únicamente aupado por el nacionalismo exacerbado tras la Guerra de las Malvinas que tuvo lugar entre abril y junio de 1982. El gabinete de Thatcher, del Partido Conservador del Reino Unido, fue uno de los máximos exponentes de aquello que se llamó revolución neoconservadora, el intento exitoso de aniquilar el Estado del bienestar e implantar desregulaciones económicas y privatizaciones para favorecer al sector privado, al que consideraban el motor de la sociedad frente a la burocracia estatista socialdemócrata. La realidad es que el plan, por mucha fantasía de horizonte liberal que tuviera, era tan solo la maniobra para restituir el estado de las cosas a un momento previo al fin de la segunda guerra mundial, donde el consenso político en Occidente fue que la crisis de los años treinta, que dio pie al fascismo, fue el resultado de una excesiva liberalización de la economía.

      El Gobierno de Thatcher no era el poder ejecutivo del Reino Unido, sino el alto funcionariado de su gran burguesía. De ahí que planteara la privatización del sector minero, nacionalizado en gran parte desde finales de los años cuarenta (para más señas acudan al documental de Ken Loach, El espíritu del 45), para más tarde buscar su cierre. No era una cuestión de rentabilidad y eficacia, en último término, sino una cuestión de clase, la de eliminar a los mineros de suelo inglés, uno de los batallones pesados del proletariado, y a su sindicato, el num (National Union of Mineworkers), uno de los más combativos. Había incluso un motivo de venganza, ya que fueron los mineros, en 1974, los que dieron el golpe de gracia al entonces gabinete conservador al plantear este un plan similar. Pero además existía un enfrentamiento ideológico de fondo en el contexto de la Guerra Fría: las zonas donde había minería votaban todas al laborismo, incluso más allá, a los elementos más radicales dentro del Partido Laborista. El apelativo de Socialist Republic of South Yorkshire no era casual.

      En GB84 no hay, sin embargo, romanticismo ni nostalgia, pero tampoco revisionismo ni disculpas. Una huelga no es un acontecimiento festivo, no es un juego, un pasatiempo. Una huelga de un año de duración a cara de perro no ya con el Gobierno de tu país, sino con todas las fuerzas económicas y mediáticas, es un acontecimiento traumático, durísimo, tanto para sus protagonistas directos como para la sociedad. Con Martin y Peter viviremos la dureza de los piquetes, los enfrentamientos con la policía, pero también esa trastienda de desesperación con demasiadas horas muertas, indeterminación, monotonía y casas que se vacían de enseres como de parejas e hijos. Hay un pasaje donde Peace describe a las «figuras menudas, todas flacas y demacradas, la ropa les colgaba» que resume la situación: allí se pasó hambre.

      GB84 es una novela de enfrentamientos, de contraposiciones, de antagonismos. Y el sujeto colectivo que se opone a los mineros en huelga son los esquiroles y la policía. Aunque el seguimiento de la huelga no fue uniforme, sí contó en todo momento con un amplio porcentaje de paro, comenzando con un 73,7 % y acabando con un 60 %. En algunas zonas como Kent, Yorkshire y el sur de Gales el seguimiento fue prácticamente completo de principio a fin.

      Es curioso cómo Peace utiliza la ropa para definir a estos antagonistas. Los esquiroles son siempre capuchas que ocultan los rostros avergonzados. Los mineros en huelga son «Chaquetas de trabajo. Anoraks. Parkas. Gorros y bufandas. Botas de goma. Dr. Martens. Botas y zapatos normales. Nada que pueda salvarnos. Que pueda salvarnos de ellos…». Ese ellos fue la policía, uniformes oscuros, cascos, porras, botas militares y su sonido al caminar en formación, caballos levantando la tierra. En aquel año hubo 11 291 arrestos, 8392 acusaciones firmes y 200 sentencias de cárcel contra los mineros. El Gobierno dio a los uniformados poderes especiales que atentaban contra derechos como el de libre tránsito. En la novela la policía es un ente que flota, amenazante, sin contar con una cara reconocible. Una fuerza de ocupación ajena a las comunidades. Partes de Inglaterra convertidas en algo muy parecido al Ulster.

      El otro grupo de contraposición que se desarrolla en el libro es, más que el del sindicato contra el Gobierno, el del aparato del sindicato contra la trastienda del poder. De un lado tenemos a Arthur Scargill, el presidente del num, el Presidente, el Rey Arturo, aquel en el que los mineros confían, su líder, su guía. Un hombre que se sienta delante de un retrato de él mismo, un socialista convencido que ve en la huelga el inicio de algo mucho mayor y que, posiblemente, no calculó bien las fuerzas con las que contaba y a las que se enfrentaba. Scargill, cada vez que toma voz, parece hacerlo desde la tribuna de un discurso, con un contenido revolucionario que a veces suena posible y otras pueril. Su antagonista es Stephen Sweet, el Judío, el trasunto de David Hart, un personaje oscurísimo que ha sido nombrado por Margaret Thatcher para ser sus ojos y sus oídos en el campo de batalla, para organizar las tropas, las emboscadas, los ataques. Un millonario de herencia que pasó de jugar a la experimentación cinematográfica en los sesenta —quería ser el Godard inglés— a convertirse en un furibundo anticomunista. Excesivo, ruin y ciclotímico, con trajes demasiado llamativos y ostentosos, contemplando desde su coche las vidas de los simples mortales con gusto entomológico, diciendo al oído de los mandos policiales: Ella no quedará contenta. Ella, Maggie, Thatcher, solo aparece en la novela como el gas de las trincheras en Verdún, difuso pero mortal, flotante pero definitivo.

      Si los mineros y la policía son el enfrentamiento de clase, Scargill y Sweet son el enfrentamiento de época. El presidente del sindicato minero es la modernidad, con su proyecto emancipador, sus principios irrenunciables, su ortodoxia convencida, mientras que Sweet es la posmodernidad, con su arrolladora individualidad, su ética voluble, su diversidad de valores respetando el único posible: el enriquecimiento por encima de todo. Ambos juegan sus cartas, pero mientras que el sindicalista revolucionario lo deja todo en manos de la fuerza de la razón, el maestro de conspiraciones desarrolla una estrategia en la que cualquier principio es prescindible menos el de la victoria. Un mundo que se diluye en la insoportable intrascendencia del fin de los grandes relatos mientras que otro surge pueril y arrogante.

      Se ha insistido en que la huelga estaba perdida de antemano, ya que el Gobierno de Thatcher preparó el conflicto de forma concienzuda, acumulando suficientes reservas de carbón para abastecer las calefacciones y centrales eléctricas y desatándolo justo al final del invierno, para que los mineros tuvieran que enfrentarse a unos meses donde su trabajo era menos necesario. La realidad, según los últimos informes confidenciales desclasificados en el 2014, es que el Gobierno no las tuvo todas consigo