David Peace

GB84


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el combustible. Aunque Peace no conocía estos hechos en el momento de escribir el libro, podemos ver a través de Sweet cómo, pese a que la lucha es siempre desigual, el poder económico y el Gobierno se muestran dubitativos y están a punto de tirar la toalla en un par de ocasiones.

      A Scargill y Sweet nunca les vemos por sí mismos, sino desde los ojos de otros, sus lugartenientes. De un lado Terry Winters, un burócrata sindical, torpe pero en principio bienintencionado, y del otro Neil Fontaine, el chófer de Sweet, del que sabemos que proviene de un entorno humilde y que ha estado vinculado de alguna forma con las cloacas del Estado. Mientras que estilísticamente las partes de los mineros son realistas, claras, llenas de cotidianidad, las de estos personajes se vuelven más oscuras y simbólicas, como una consecuencia de la paranoia por la infiltración, en la parte sindical, y de las manos manchadas de sangre y culpa, en el lado del chófer-conseguidor-matón. Hay algo obsesivo en la descripción de los despachos y las habitaciones de hotel, una especie de dimensión paralela responsable de lo que sucede en las calles, pero a la vez al margen de las mismas.

      Es aquí donde la trama negra de la novela alcanza sus mayores cotas, con manipulación, infidelidades, traiciones, corrupción, asesinato y guerra sucia. Un mundo sórdido y competitivo, una especie de guerra dentro de la guerra, unas bambalinas repugnantes. Aunque estos elementos de la novela son donde la ficción es más especulativa, también tienen un pie en los sucesos reales. Terry Winters es el trasunto de Roger Windsor, el presidente ejecutivo del num en la época, cuya función fue mover los fondos del sindicato para evadir las multas de la batalla judicial y buscar nuevos métodos de financiación. Aquí surge una de mis partes preferidas de GB84, la que recoge el viaje real que Roger Windsor hizo a Libia, donde este pobre hombre acaba codeándose con el coronel Gadafi, viendo un inolvidable amanecer mediterráneo en Trípoli y sintiendo que está a punto de decantar la balanza hacia sus camaradas mineros. Al final no se trae una libra, pero la noticia de tan estrambótico viaje salta a la prensa inglesa, que la utiliza contra los huelguistas, «esos traidores» que se han reunido con uno de los principales enemigos del Reino Unido.

      El contexto internacional también es recogido con precisión por Peace, como el millón y medio de libras que los sindicatos soviéticos donaron a los mineros o el apoyo de la cgt francesa. Mientras, el Gobierno de Thatcher negoció con Solidaridad, el sindicato anticomunista polaco, la compra de carbón para abastecerse. Más allá de estos aliados, la primera ministra dejó para la historia una de las frases del conflicto, al explicar en una entrevista que mientras que habían conseguido vencer a Galtieri en la guerra de las Malvinas, los mineros huelguistas eran el enemy within, el enemigo interno que aprovechaba su ciudadanía y libertades para desatar un conflicto subversivo al servicio del Bloque del Este. La realidad es que Thatcher no bromeaba al hacer esta declaración ya que utilizó el chantaje, las acusaciones falsas, las noticias manipuladas, la violencia policial dentro y fuera de la legalidad y las bandas de provocadores para romper la huelga. El personaje de Neil Fontaine llama a su jefe el Judío, simple y llanamente, porque es un ultraderechista, un resumen acertado de ese saco ideológico que es el proyecto neoliberal, donde cabe todo contra los trabajadores, incluso las alianzas contra natura.

      David Peace declaró en una entrevista que uno de los motivos que le había impulsado a escribir GB84 fue el asco y la estupefacción que sintió al conocer los detalles de los métodos utilizados para destruir la huelga y trasladar la responsabilidad del conflicto a quien solo se estaba defendiendo de él. Si descendemos más al pozo siniestro de la guerra sucia, nos encontramos al Mecánico, uno de los personajes más interesantes de la novela y del que no daré detalles por la importancia de estos en la trama. Solo diré que en su sangriento periplo por las páginas se encuentra con otro misterioso personaje llamado el General, una sombra de sir Walter Walker, un militar británico que se bregó en la dureza de la represión en las colonias del Imperio, de claro corte ultraderechista, que consideraba demasiado blanda a Maggie y que estuvo implicado en las bambalinas de una propuesta de golpe de Estado en Gran Bretaña. Parece el argumento de un cómic de Alan Moore, pero todo sucedió de verdad. Peace puede especular en cuanto a los pasajes de esta guerra sucia contra los mineros, pero la inclusión de estas perlas demuestra que su ficción de una Inglaterra fascista no estaba desencaminada.

      Sin embargo, posiblemente, los ultras ingleses fueron una pieza más del proyecto neoliberal, sus ejecutores aplicados contra los elementos más conscientes de la clase trabajadora. «Los tiempos han cambiado», le dice el Judío a su chófer en un pasaje de la novela. Mientras que los mineros languidecen en la miseria, expurgando escoria en los vertederos del carbón para sacarlo furtivamente en sacos y poder ganar unas libras, una parte de Gran Bretaña contempla el conflicto como si de una película se tratase, tan solo a través de la televisión y la prensa, vulgarmente parcial y manipuladora. Peter, uno de los mineros, habla así de esta sensación de extranjería de clase:

      ¿Quién me hacía estar aquí, bajo la lluvia, en las calles de Londres con un cubo de plástico de mierda mendigando su calderilla? ¿Las migajas de la mesa del amo? Nadie de donde yo venía… No. Para la mayoría de los de aquí era todo muy fácil… Otro planeta. Otro mundo… Otro país. Otra clase… Podían quedárselo todo. Podían metérselo por el culo…

      En el fantástico documental El siglo del yo de Adam Curtis se recoge con precisión cuál fue el verdadero triunfo del neoliberalismo fielmente representado en el thatcherismo. No tanto o no tan solo la imposición de un proyecto económico al servicio de las élites, sino lograr imponer un nuevo proyecto de identidad, de vida, donde a través del sentimiento de diferencia y autorrealización surgido de las ruinas del sesentayochismo y los brotes de la posmodernidad, las personas renegaran de su naturaleza de clase y abrazaran un supuesto liberador ultraindividualismo. «Nosotros creemos que todo el mundo tiene el derecho a ser diferente. Para nosotros cada ser humano es igualmente importante», dijo, no un gurú de la new age, sino Margaret Thatcher en la Conferencia del Partido Conservador en 1975.

      En GB84 también hay música, no como un referente cultural que el autor utiliza para hacernos notar su buen gusto o afinidades estéticas, sino como el contexto de lo que ocurría en el momento. De la puerilidad, colorismo y amable desenfado de las radio-fórmulas a los sonidos del conflicto que, a veces, no están donde deben, como en ese momento en que la policía va escuchando White Riot de The Clash para entrar en calor antes de enfrentarse a los piquetes. Las cinco partes de las que consta el libro, además, son títulos de canciones, empezando por la empalagosa alemana Nena y terminando por Devo.

      Es en su parte final cuando el libro debe enfrentarse a uno de sus mayores retos, el de retratar el final de la huelga. Los mineros, ahogados económicamente, y siendo abandonados progresivamente por el Partido Laborista y el resto de sindicatos federados en torno al Trades Union Congress, machacados por los medios, por la policía, la judicatura y la infiltración, empiezan a asumir que no podrán ganar el conflicto. «El silencio de la huelga que avanzaba hacia el borde de los acantilados», los discursos de Scargill que ya no despiertan aplausos, los camaradas que se piensan el volver a trabajar para salir literalmente de la miseria. David Peace no tiene compasión en los párrafos porque la realidad no tuvo compasión con sus protagonistas. De nuevo la frase de Camus, la razón y la derrota. Sabemos cómo acaba la historia, lo cual no la hace menos dura.

      En 1984, el num tenía 170 000 afiliados, hoy solo cuenta con 750. En 1984 existían 194 pozos de carbón en el Reino Unido, hoy no queda ninguno.

      En 1984 el neoliberalismo era algo a lo que oponerse. Hoy ya no es siquiera una ideología, sino lo único que existe, algo que casi llevamos en la sangre.

      En 1984 aún existía la historia, los lugares a los que llegar, el relato de otras posibilidades. Hoy vivimos en un presente continuo donde el pasado solo es comercio de la nostalgia y el futuro una imagen de síntesis.

      Por eso deben leer GB84, no como un homenaje, una reivindicación o una acusación, sino como el testimonio de que las cosas pudieron ser de otra forma, como el documento de que de hecho lo fueron. Aquellos mineros británicos lucharon por sus puestos de trabajo, pero sin saberlo estaban librando una batalla mucho más grande.

      «Era nuestra profesión. Éramos mineros… No miembros de un piquete. Ni matones. Ni vándalos. Ni delincuentes… Éramos mineros. El Sindicato Nacional de Mineros…»