Sebastián Carassai

Los años setenta de la gente común


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forma simultánea al ascenso en el mundo sindical de sectores obreros más radicalizados que pactistas, el vertiginoso crecimiento de aquella militancia de izquierda y la aparición de grupos guerrilleros dentro y fuera del peronismo –como Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP)–, constituyeron factores sobresalientes de la coyuntura política. Sin embargo, y aunque la mayoría de quienes integraban esas juventudes provenía de las clases medias, el excesivo énfasis que a menudo se otorga a este fenómeno corre el riesgo de teñir todo aquel pasado con su intenso color, aportando más sombras que luces a la comprensión de las simpatías ideológicas y del comportamiento electoral de la clase media. Antes de abordar ambos temas, conviene regresar brevemente a los años sesenta para analizar el humor político de la sociedad de entonces.

      Desde finales de la década del cincuenta, en diversos sectores de la sociedad argentina existía cierto consenso respecto de la necesidad de implementar un programa modernizante y desarrollista. Los gobiernos democráticos de Arturo Frondizi (1958-1962) y de Arturo Illia (1963-1966), cada uno a su modo, intentaron orientar en ese sentido sus políticas. Hacia 1966, en un contexto de fuerte crítica a los tiempos institucionales que demandaba el estado de derecho, no pocos sectores políticos y sociales coincidían en que aquel programa podía implementarse mejor, con prisa y sin pausa, por la vía autoritaria. El general Juan Carlos Onganía inició entonces un nuevo régimen militar, la Revolución Argentina (1966-1973), que pretendió modernizar la economía aplazando la discusión política, y domesticar al peronismo a través de negociaciones con los sindicatos.

      Este desencanto, sin embargo, poco tuvo que ver con un giro ideológico. En la primera mitad de los años setenta, las clases medias sin militancia no fueron radicalmente diferentes de lo que poco tiempo atrás habían sido ni de lo que serían en un futuro inmediato. Cambiaron, sin duda, sus simpatías hacia algunos actores políticos (como Onganía), pero esos cambios guardaron menos relación con transformaciones ideológicas que con la evaluación que hacían de la capacidad de aquellos actores para modernizar el país. Hacia 1969, un sector importante de las clases medias ya había retirado las expectativas depositadas en la Revolución Argentina. Eso no lo convirtió, sin embargo, en aliado del movimiento obrero combativo ni de los sectores estudiantiles radicalizados que poco después pugnarían por una revolución socialista.

      Las encuestas del CIMS comprobaron, además, que el peronismo conservaba una altísima adhesión en la clase obrera y en los sectores populares (categorizados como “clase baja”) y que, a medida que se ascendía en el nivel socioeconómico, la simpatía hacia el peronismo se reducía notoriamente. El movimiento de Perón, después de dieciocho años de proscripción –y habiéndose creado durante la fracasada Revolución Argentina una situación política compleja cuya resolución no trágica una buena parte de la prensa hacía descansar en su figura–, no logró convertir en mayoritaria la simpatía que tradicionalmente había despertado en los sectores medios. Las preferencias políticas de las clases medias se orientaban en gran medida hacia el radicalismo o hacia algunas de las otras corrientes políticas no peronistas de centro o de centroderecha.