forma simultánea al ascenso en el mundo sindical de sectores obreros más radicalizados que pactistas, el vertiginoso crecimiento de aquella militancia de izquierda y la aparición de grupos guerrilleros dentro y fuera del peronismo –como Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP)–, constituyeron factores sobresalientes de la coyuntura política. Sin embargo, y aunque la mayoría de quienes integraban esas juventudes provenía de las clases medias, el excesivo énfasis que a menudo se otorga a este fenómeno corre el riesgo de teñir todo aquel pasado con su intenso color, aportando más sombras que luces a la comprensión de las simpatías ideológicas y del comportamiento electoral de la clase media. Antes de abordar ambos temas, conviene regresar brevemente a los años sesenta para analizar el humor político de la sociedad de entonces.
Desde finales de la década del cincuenta, en diversos sectores de la sociedad argentina existía cierto consenso respecto de la necesidad de implementar un programa modernizante y desarrollista. Los gobiernos democráticos de Arturo Frondizi (1958-1962) y de Arturo Illia (1963-1966), cada uno a su modo, intentaron orientar en ese sentido sus políticas. Hacia 1966, en un contexto de fuerte crítica a los tiempos institucionales que demandaba el estado de derecho, no pocos sectores políticos y sociales coincidían en que aquel programa podía implementarse mejor, con prisa y sin pausa, por la vía autoritaria. El general Juan Carlos Onganía inició entonces un nuevo régimen militar, la Revolución Argentina (1966-1973), que pretendió modernizar la economía aplazando la discusión política, y domesticar al peronismo a través de negociaciones con los sindicatos.
De acuerdo con una encuesta, a poco más de un año de iniciada la Revolución Argentina, el grueso del apoyo a su gobierno se concentraba en la “clase alta” y en la “clase media superior”, de las cuales el 60,2% aprobaba la gestión militar. Al otro lado del espectro social, sólo el 34,3% de la “clase baja” tenía una opinión favorable, y los otros dos segmentos que establecía la encuesta, las clases medias “intermedia” y “baja”, se situaban entre ambos extremos.[14] Las posiciones hostiles hacia el gobierno, por el contrario, se manifestaban de modo inverso: cuanto más bajo era el nivel social, mayor era la opinión negativa. Por esto el informe del Centro de Investigaciones Motivacionales y Sociales (CIMS), responsable de este estudio, establecía que el apoyo a la Revolución dependía de la clase social. En términos etarios, el aval a la Revolución Argentina se fortalecía cuanto más avanzada era la edad de los encuestados. En sus primeros tiempos, la Revolución Argentina conquistó más apoyos en la clase alta y en la clase media que en la clase obrera, y más en las personas adultas que en los jóvenes.
Al año siguiente, otra consultora realizó una encuesta para el semanario Primera Plana. Los porcentajes de apoyo habían descendido. Sin embargo, una conclusión se mantenía: “La encuesta volvió a demostrar que las opiniones están fundamentalmente influidas por la posición real que ocupan los hombres en la jerarquía social”.[15] A pesar del apoyo inicial que el gobierno revolucionario obtuvo de los jerarcas sindicales, la clase baja, como informó el CIMS al presidente Onganía, “no entregó su confianza”. En cambio, buena parte de la clase media sí había depositado la suya. En conclusión, sólo para la clase media (y para la estadísticamente irrelevante clase alta) la insatisfacción con la Revolución Argentina que los estallidos sociales de 1969 pondrán en evidencia, reflejaba, además, un desencanto.
Este desencanto, sin embargo, poco tuvo que ver con un giro ideológico. En la primera mitad de los años setenta, las clases medias sin militancia no fueron radicalmente diferentes de lo que poco tiempo atrás habían sido ni de lo que serían en un futuro inmediato. Cambiaron, sin duda, sus simpatías hacia algunos actores políticos (como Onganía), pero esos cambios guardaron menos relación con transformaciones ideológicas que con la evaluación que hacían de la capacidad de aquellos actores para modernizar el país. Hacia 1969, un sector importante de las clases medias ya había retirado las expectativas depositadas en la Revolución Argentina. Eso no lo convirtió, sin embargo, en aliado del movimiento obrero combativo ni de los sectores estudiantiles radicalizados que poco después pugnarían por una revolución socialista.
Diversos autores han enfatizado que, a partir de los años sesenta, amplios sectores de la sociedad argentina, especialmente sus clases medias, experimentaron un proceso de izquierdización o de peronización.[16] Sin embargo, tanto las encuestas disponibles como el análisis de los resultados electorales contrarían esa visión.[17] En los primeros meses del año 1973, a pocos días de las elecciones, el CIMS realizó sondeos que muestran que las izquierdas representaban a fracciones muy minoritarias y no representativas de las burguesías urbanas.[18]
La cuestión generacional es clave para comprender este período. El grueso de la actividad política juvenil tenía su epicentro en las universidades, y sólo una minoría de la juventud tenía acceso a ellas. Considerando a la población en edad universitaria (18 a 25 años), hacia 1970 sólo el 8,22% de los jóvenes asistía o había asistido a algún instituto de educación superior.[19] La simpatía por la izquierda decaía en forma notable conforme se ascendía en la edad de la población. Sólo el 5% de quienes tenían 47 años o más simpatizaba con ella. En cambio, ascendía al 13% en los menores de 26 años. El entusiasmo por las corrientes de izquierda, por tanto, lejos de ser mayoritario, se concentró en una franja de la población bastante específica: los jóvenes –fundamentalmente, universitarios– de “clase media superior” y de “clase alta”. Sin embargo, aun en estos segmentos esas simpatías fueron minoritarias. Los resultados electorales del 11 de marzo de 1973 confirmaron que las opciones netamente de izquierda no gozaban de grandes apoyos.[20]
Las encuestas del CIMS comprobaron, además, que el peronismo conservaba una altísima adhesión en la clase obrera y en los sectores populares (categorizados como “clase baja”) y que, a medida que se ascendía en el nivel socioeconómico, la simpatía hacia el peronismo se reducía notoriamente. El movimiento de Perón, después de dieciocho años de proscripción –y habiéndose creado durante la fracasada Revolución Argentina una situación política compleja cuya resolución no trágica una buena parte de la prensa hacía descansar en su figura–, no logró convertir en mayoritaria la simpatía que tradicionalmente había despertado en los sectores medios. Las preferencias políticas de las clases medias se orientaban en gran medida hacia el radicalismo o hacia algunas de las otras corrientes políticas no peronistas de centro o de centroderecha.
La juventud radicalizada era sin duda numerosa hacia 1973, y ello quedó de manifiesto en la multitud que marchó a Ezeiza a recibir a Perón el 20 de junio, integrada por peronistas de diversas extracciones sociales, ideológicas y etarias, aunque con fuerte presencia juvenil. Las juventudes peronistas demostraron en esa oportunidad no sólo su número sino también su alta capacidad de movilización. Sin embargo, como escribió un analista ese mismo año, los jóvenes peronistas “se ven más que los jóvenes no-peronistas” pero ello “no indica, en cambio, que sean realmente más”.[21] La afirmación valía también para los jóvenes radicalizados de las clases medias, independientemente de su mayor o menor cercanía al peronismo: se veían más pero no eran realmente más que los jóvenes no radicalizados. Los jóvenes universitarios, de hecho, eran una minoría social. Hacia mitad de la década del setenta, el total de los estudiantes de la Universidad de Buenos Aires representaba el 1% de la población del país, y el de todas las universidades nacionales alcanzaba al 2%.[22] Estos datos ayudan a mensurar la gravitación que tenían las juventudes militantes de clase media.
Hacia 1973 el peronismo se había convertido en un significante pletórico de significados. En las elecciones de marzo,