Edmondo De Amicis

Corazón: Diario de un niño


Скачать книгу

tierra flores bastantes para poderles colocar sobre sus sepulturas. ¡Tanto se quiere a los niños! Piensa hoy con gratitud en estos muertos y serás mejor y más cariñoso con todos los que te quieren bien y trabajan por ti, querido y afortunado hijo mío, que en el día de los difuntos no tienes aún que llorar a ninguno!”

      Tu padre.

       Mi amigo garrón

       Viernes 4.

      No han sido más que dos los días de vacaciones, ¡y me parece que he estado tanto tiempo sin ver a Garrón! Cuanto más le conozco, más le quiero, y lo mismo sucede a los demás, exceptuando los arrogantes, aunque a su lado no puede haberlos, porque él siempre les pone en línea. Cada vez que uno de los mayores levanta la mano sobre un pequeño, grita éste: “¡Garrón!”, y el mayor ya no pega. Su padre es maquinista del ferrocarril; él empezó a ir tarde a la escuela porque estuvo enfermo dos años. Cualquier cosa que se le pide: lápiz, goma, papel, cortaplumas, lo presta o da enseguida; no habla ni ríe en la escuela; está siempre inmóvil en su banco demasiado estrecho para él, con la espalda agachada y la cabeza metida entre los hombros; y cuando lo miro, me dirige una sonrisa, con los ojos entornados, como diciendo: “¿Y bien, Enrique, somos amigos?”

      Da risa verle tan alto y gordo, con su chaqueta, pantalones, mangas y todo demasiado estrecho y excesivamente corto; un sombrero que no le cubre la cabeza, el cabello rapado, las botas grandes y una corbata siempre arrollada como una cuerda. ¡Querido Garrón! Basta ver una vez su cara para tomarle cariño. Todos los más pequeños quisieran tenerlo por compañero de banco. Sabe muy bien aritmética. Lleva los libros atados con una correa de cuero encarnado. Tiene un cuchillo con mango de concha, que encontró el año pasado en la plaza de Armas, y un día se cortó un dedo hasta el hueso, pero ninguno se lo notó en la escuela, ni tampoco rechistó en su casa por no asustar a sus padres. Deja que le digan cualquier cosa por broma, y nunca se lo toma a mal; pero ¡pobre del que le diga “no es verdad” cuando afirma una cosa! Sus ojos echan chispas entonces, y pega puñetazos capaces de partir el banco. El sábado por la mañana dio cinco pesos a uno de la clase de primero superior que lloraba en medio de la calle porque le habían quitado el dinero y no podía ya comprar el cuaderno. Hace ocho días que está trabajando en una carta de ocho páginas, con dibujos a pluma en los márgenes, para el día del santo de su madre, que viene a menudo a buscarle, y es alta y gruesa como él. El maestro está siempre mirándole, y cada vez que pasa a su lado le da palmaditas en el cuello cariñosamente. Yo le quiero mucho. Estoy contento cuando estrecho su mano, grande como la de un hombre. Estoy seguro de que arriesgaría su vida por salvar la de un compañero, y que hasta se dejaría matar por defenderlo; se ve tan claro en sus ojos y se oye con tanto gusto el murmullo de aquella voz, que se siente que viene de un corazón noble y generoso.

       El carbonero y el señor

       Lunes 7.

      No habría dicho nunca garrón, seguramente, lo que dijo ayer por la mañana Carlos Nobis a Beti. Carlos es muy orgulloso, porque su padre es un gran señor; un señor alto, con barba negra, muy serio, que va casi todos los días para acompañar a su hijo. Ayer por la mañana Nobis se peleó con Beti, uno de los más pequeños, hijo de un carbonero, y no sabiendo ya qué replicarle porque no tenía razón, le dijo en voz alta:

      —Tu padre es un andrajoso.

      Beti se puso rojo y no dijo nada; pero se le saltaron las lágrimas y cuando fue a su casa se lo contó a su padre, y el carbonero, hombre muy pequeño y muy negro, fue a la clase de la tarde con el muchacho de la mano, a hablar con el maestro. Mientras hablaba y como todos estábamos callados, el padre de Nobis, que le estaba quitando la capa a su hijo, como acostumbra, desde el umbral de la puerta oyó pronunciar su nombre y entró a pedir explicaciones.

      —Es este señor —respondió el maestro que ha venido a quejarse porque su hijo Carlos, dijo a su niño: “Tu padre es un andrajoso”.

      El padre de Nobis arrugó la frente y se puso algo encarnado.

      Después preguntó a su hijo:

      —¿Has dicho esa palabra?

      El hijo, de pie en medio de la sala, con la cabeza baja delante del pequeño Beti, no respondió. Entonces el padre lo agarró de un brazo, le hizo avanzar más enfrente de Beti, hasta el punto de que casi se tocaban, y dijo:

      —¡Pídele perdón!

      El carbonero quiso interponerse, diciendo:

      —¡No, no!

      Pero el señor no lo consintió, y volvió a decir a su hijo:

      —Pídele perdón. Repite mis palabras: “Yo te pido perdón de la palabra injuriosa, insensata e innoble que dije contra tu padre, al cual el mío tiene mucho honor en estrechar su mano”.

      El carbonero hizo el ademán de decir: “No quiero”. El señor no lo consintió, y su hijo dijo lentamente, con voz cortada, sin alzar los ojos del suelo:

      —Yo te pido perdón... de la palabra injuriosa... insensata... innoble que dije contra tu padre, al cual el mío... tiene en mucho honor estrechar su mano...

      Entonces el señor dio la mano al carbonero, que se la estrechó con fuerza, y después, de un empujón repentino, echó a su hijo entre los brazos de Carlos Nobis.

      —Hágame el favor de ponerlos juntos —dijo el caballero al maestro.

      Este puso a Beti en el banco de Nobis. Cuando estuvieron en su sitio, el padre de Carlos saludó y salió.

      El carbonero se quedó un momento pensativo, mirando a los muchachos reunidos; después se acercó al banco y miró a Nobis, con expresión de cariño y de remordimiento, como si quisiera decirle algo, pero no dijo nada; alargó la mano para hacerle una caricia, pero tampoco se atrevió, contentándose con tocarle la frente con sus toscos dedos. Después se acercó a la puerta, y, volviéndose aún una vez más para mirarlo, desapareció.

      —Recuerden lo que han visto —dijo el maestro— ésta es la mejor lección del año.

       La maestra de mi hermano

       Jueves 10.

      El hijo del carbonero fue alumno de la maestra Delcati, que ha venido hoy a ver a mi hermano enfermo, y nos ha hecho reír contando que la mamá de aquel niño, hace dos años, le llevó a su casa una gran cesta de carbón, en agradecimiento a que le había dado una medalla a su hijo, y porfiaba la pobre mujer porque no quería llevarse el carbón a su casa, y casi lloraba, cuanto tuvo que volverse con la cesta llena. Nos hemos entretenido mucho oyéndola, y gracias a ella tragó mi hermano una medicina que al principio no quería. ¡Cuánta paciencia deben tener con los niños del primer año elemental, sin dientes, como los que no pronuncian la erre ni la ese! Ya tose uno, ya otro sangra por las narices, uno pierde los zapatos debajo del banco, otro chilla porque se ha pinchado con la lapicera, y llora aquél por otra causa. ¡Reunir cincuenta en la clase, con aquellas manecitas de manteca y tener que enseñar a escribir a todos! Ellos llevan en los bolsillos terrones de azúcar, botones, tapones de botella, ladrillo hecho polvo, toda clase de menudencias, que la maestra les busca pero que esconden hasta en el calzado. Y nunca están atentos. Un moscardón que entre por la ventana les distrae. En el verano llevan a la escuela ciertos insectos que echan a volar y que caen en los tinteros y que después salpican de tinta los libros. La maestra tiene que hacer de mamá, ayudarlos a vestir, cortarles las uñas, recoger las gorras que tiran, cuidar de que no cambien los abrigos, porque si no, después rabian y chillan. ¡Pobre maestra! ¡Y aún van las mamás a quejarse!

      —“¿Cómo es, señora, que mi hijo ha perdido su lapicera?

      ¿Cómo es que el mío no aprende nada? ¿Por qué no da un premio al mío, que sabe tanto? ¿Por qué no hace quitar del banco aquel clavo que ha roto los pantalones de mi Pedro?”.

      Alguna se incomoda