Edmondo De Amicis

Corazón: Diario de un niño


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nelle, el pobre jorobadito, miraba ayer a los militares, pero de un modo, como pensando: “¡Yo no podré nunca ser soldado!”. Es bueno y estudia, pero está demacrado y pálido, y le cuesta trabajo respirar. Lleva siempre un largo delantal de tela negra lustrosa. Su madre es una señora pequeña y rubia, vestida de negro, que viene siempre a recogerle a la salida, para que no salga en tropel con los demás, y le acaricia. En los primeros días, porque tiene la desgracia de ser jorobado, muchos niños se burlaban de él y le pegaban en la espalda con bolsones, pero él nunca se enfadaba ni decía nada a su madre, por no darle el disgusto de que supiera que se mofaban de él, y callaba y lloraba, apoyando la frente sobre el bando. Pero una mañana se levantó Garrón y dijo:

      —¡Al primero que toque a Nelle, le doy un golpazo que le hago dar tres vueltas!

      Franti no hizo caso y recibió el golpazo y dio las tres vueltas, y desde entonces ninguno tocó más a Nelle. El maestro lo puso en el mismo banco de Garrón. Así se hicieron muy amigos, y Nelle ha tomado mucho cariño a su amigo. Apenas entra en la escuela, busca en seguida por dónde anda y no se va nunca sin decir: “¡Adiós, Garrón!”. Y lo mismo hace Garrón con él. Cuando a Nelle se le cae el lápiz o un libro debajo del banco, en seguida, para que no tenga el trabajo de agacharse, Garrón se inclina y les recoge, y después le ayuda a arreglarse el traje y a ponerse el abrigo. Por esto Nelle le quiere mucho, le está siempre mirando, y cuando el maestro lo celebra, se pone tan contento como si lo celebrase a él. Nelle, al fin tuvo que decírselo todo a su madre: las burlas de los primeros días, lo que le hacían sufrir, y después el compañero que lo defendió y a quien tomó tanto cariño: debe habérselo dicho por lo que sucedió esta mañana. El maestro me mandó llevar al director el programa de la lección media hora antes de la salida, y yo estaba en su despacho cuando entró la mamá de Nelle, y dijo:

      —Señor director, ¿hay en la clase de mi hijo un niño que se llama Garrón? —Sí, hay —respondió el director.

      —¿Quiere usted tener la bondad de hacerle venir aquí un momento, porque tengo que decirle algunas palabras?

      El director llamó al portero y lo mandó al aula. Un minuto después llego muy asombrado a la puerta Garrón, con su cabeza grande y rapada. Apenas lo vio la señora corrió, a su encuentro le echó los brazos al cuello y le dio muchos besos en la cabeza, diciendo:

      —¡Tú eres Garrón, el amigo de mi hijo, el protector de mi pobre niño; eres tú, querido, tú, hermoso!

      Después busco precipitadamente en sus bolsillos y no encontrando nada en ellos, se arrancó del cuello una cadena con una crucecita y la colgó del de Garrón, por debajo de la corbata, y añadió:

      —¡Tómala, llévala en recuerdo mío, querido, en recuerdo de la madre de Nelle, que te agradece y te bendice!

       El primero de la clase

       Viernes 25.

      Garrón se atrae el cariño de todos; Derossi la admiración. Ha obtenido el primer premio. Será también el número uno de este año; nadie puede competir con él. Todos reconocen su superioridad en todas las asignaturas. Es el primero en aritmética, en gramática, en retórica, en dibujo; todo lo aprende sin esfuerzo; parece que el estudio es un juego para él. El maestro le dijo ayer:

      —Has recibido grandes dones del Señor; no tienes que hacer más que no malgastarlos.

      Es también, por lo demás, alto, guapo, tiene el cabello rubio y rizado; tan ágil, que salta sobre un banco sin apoyar más que una mano; sabe ya esgrima. Tiene doce años, es hijo de un comerciante; va siempre vestido de azul, con botones dorados; vivo, alegre, gracioso, ayuda a cuantos puede en el examen y nadie se atreve jamás a jugarle una mala pasada ni a dirigirle una palabra malsonante. Nobis y Franti solamente lo miran de reojo, y a Votino le rebosa la envidia por los ojos; mas parece que él ni lo advierte siquiera. Todos le sonríen y le dan la mano o un abrazo cuando da la vuelta recogiendo los trabajos de aquel modo tan gracioso y simpático. Y regala periódicos ilustrados, dibujos, todo lo que en su casa le regalan a él, todo le da siempre sin pretensiones, a lo gran señor y sin demostrar predilección por ninguno. Es imposible no envidiarle, no reconocer su superioridad en todo. ¡Ah!, Yo también, como Votino, lo envidio. Y siento una amargura, una especie de despecho contra él alguna vez, cuando me cuesta tanto hacer el trabajo en casa y pienso que a aquella hora ya lo tendrá él acabado muy bien y sin esfuerzo alguno. Pero después, cuando vuelvo a la escuela y lo encuentro tan bueno, sonriente y afable; cuando le oigo responder con tanta seguridad a las preguntas del maestro, qué amable es y cuánto lo quieren todos, entonces todo rencor, todo despecho lo arrojo de mi corazón y me avergüenzo de haberlos tenido.

      Quisiera entonces estar siempre a su lado, quisiera poder seguir todos los estudios con él; su presencia, su voz, me infunden valor, ganas de trabajar, alegría, placer. El maestro le ha dado a copiar el cuento mensual que leerá mañana: El pequeño vigía lombardo. Él lo copiaba esta mañana y estaba conmovido con aquel hecho heroico que se le veía encendido el rostro, con los ojos húmedos y la boca temblorosa. Con gusto le habría dicho en su cara, francamente: “¡Derossi, tú vales mucho más que yo! ¡Tú eres un hombre a mi lado! Te respeto y te admiro”.

      El pequeño vigía lombardo (cuento mensual)

       Sábado 26.

       En 1859, durante la guerra por el rescate de Lombardía, pocos días después de la batalla de Solferino y San Marino, ganada por los franceses y los italianos contra los austríacos, en una hermosa mañana de junio, una sección de caballería de Saluzo iba, a paso lento, por estrecha senda solitaria hacia el enemigo, explorando el campo atentamente. Mandaban la sección un oficial y un sargento, y todos miraban a lo lejos delante de sí, con los ojos fijos, silenciosos, preparándose para ver blanquear a cada momento, entre los árboles, las divisiones de las avanzadas enemigo. Llegaron así a cierta casita rústica, rodeada de fresnos, delante de la cual sólo había un muchacho como de doce años, que descortezaba una gruesa rama con un cuchillo para proporcionarle un botón; en una de las ventanas de la casa tremolaba al viento la bandera tricolor; dentro no había nadie; los aldeanos, izada la bandera, habían escapado por miedo a los austríacos. Apenas divisó la caballería, el muchacho tiró el botón y se quitó la gorra. Era un hermoso niño, de aire osado, con ojos grandes y azules, los cabellos rubios y largos; estaba en mangas de camisa y enseñaba el pecho desnudo.

       —¿Qué haces aquí? —le preguntó el oficial, parando el caballo—. ¿Por qué no has huido con tu familia?

       —Yo no tengo familia –respondió el muchacho–. Soy huérfano. Trabajo al servicio de todos. Me he quedado aquí para ver la guerra.

       –¿Has visto a los austríacos?

       –No desde hace tres días.

       El oficial se quedó un poco pensativo, después se apeó del caballo, y dejando los soldados allí vueltos hacia el enemigo, entró en la casa y subió hasta el tejado; no se veía más que un pedazo de campo. “Es necesario subir a los árboles”, pensó el oficial y bajó. Precisamente delante de la era se alzaba un fresno altísimo y flexible cuya cumbre casi se mecía en las nubes. El oficial estuvo por momentos indeciso, mirando ya el árbol, ya a los soldados; después, de pronto, preguntó al muchacho

       —¿Tienes buena vista, chico?

       —¿Yo? —respondió el muchacho—. Yo veo un gorrioncito aunque esté a dos leguas. —¿Podríass subir a la copa de aquel árbol?

       —¿A la copa de aquel árbol, yo? En medio minuto me subo.

       —¿Y sabrás decirme lo que ves desde allí arriba, si son soldados austríacos, nubes de polvo, fusiles, caballos? —Seguro que sí.

       —¿Qué quieres por prestarme