alegre. Volvimos a la cocina.
—Ya he recordado lo que faltaba —dijo Coreta, y añadió en el cuaderno: “Se hacen también las guarniciones para los caballos”. Lo que queda lo escribiré esta noche, estando levantado hasta más tarde. ¡Feliz tú que tienes todo el tiempo que quieras para estudiar, y aún te sobra para ir a paseo!
Y con alegría, volvió a la tienda, comenzó a poner pedazos de leña sobre la balanza y a partirlos luego por la mitad, diciendo:
—¡Esto es gimnasia! Más que el ejercicio de pesas. Quiero que mi padre encuentre toda esta leña partida cuando vuelva a casa; eso le gustará mucho. Lo malo es que, después de este trabajo, hago unas tés y unas eles que parecen serpientes, según dice el maestro. ¿Qué he de hacer? Le diré que he tenido que mover los brazos. Lo que importa es que mi madre se ponga pronto bien. Hoy, gracias a Dios, está mejor. La gramática la estudiaré mañana, antes de ir a la escuela. ¡Ah, ahora viene el carro con los troncos! ¡Al trabajo!
Un carro cargado de leña se detuvo delante de la puerta de la tienda. Coreta salió fuera a hablar con el hombre, y volvió después.
—Ahora no puedo hacerte compañía —me dijo—. Hasta mañana. Has hecho bien en venir a buscarme. ¡Buen paseo te has dado! ¡Feliz tú que puedes!
Y dándome la mano, corrió a tomar el primer tronco, y volvió a hacer sus viajes del carro a la tienda, con su cara fresca como una rosa bajo su gorro de piel, y tan vital que daba gusto verlo.
“¡Feliz tú!”, me dijo él. ¡Ah, no Coreta, no! Tú eres más feliz; tú porque estudias y trabajas más; porque eres más útil a tu padre y a tu madre; porque eres mejor, cien veces mejor que yo, querido compañero.
El director
Viernes 18.
Coreta estaba muy temprano esta mañana porque iba a presenciar los exámenes mensuales su maestro de la clase de segundo. Coato, un hombrón con mucho cabello y muy crespo, gran barba negra, ojos grandes y oscuros, y una voz de trueno, amenaza siempre a los niños con hacerlos pedazos y llevarlos de las orejas a la dirección, y tiene siempre el semblante adusto, pero jamás castiga a nadie, y antes bien sonríe detrás de su barba, sin delatarse. Ocho son los maestros, incluyendo también el suplente, pequeño y sin barba, que parece un chiquillo, los van a presenciar. Hay un maestro, el de la clase cuarta, cojo, arropado en una gran bufanda de lana, siempre lleno de dolores. Otro de la cuarta clase es viejo, muy canoso, y ha sido profesor de no videntes. Hay otro muy bien vestido, con lentes, bigotito rubio y que llaman el abogadito, porque siendo ya maestro se hizo abogado, cursó la licenciatura y compuso un libro para enseñar a escribir cartas. En cambio, el que enseña gimnasia tiene tipo de soldado; ha servido con Garibaldi y se le ve en el cuello la cicatriz de una herida de sable que recibió en la batalla de Milazo. El director, en fin, es alto, calvo, usa lentes de oro, su barba gris le llega hasta el pecho; está vestido de negro y va siempre abotonado hasta la barba; es tan bueno con los muchachos, que cuando entran todos temblando en la dirección, llamados para echarles un regaño, no les grita, sino que les toma por las manos y les hace estas reflexiones: que no deben obrar así; que es menester que se arrepientan; que prometan ser buenos, y habla con tan suaves modos y con una voz tan dulce que todos salen con los ojos húmedos y más corregidos que si los hubiesen castigado. ¡Pobre director! Él siempre es el primero en su puesto por las mañanas para esperar a los alumnos y dar audiencia a los padres, y cuando los maestros se han ido ya a sus casas, da aún una vuelta alrededor de la escuela, para cuidar de que los niños no se cuelguen en la trasera de los coches, no se entretengan por las calles en sus juegos, o en llenar los bolsones de arena o de piedras; y cada vez que se presenta en una esquina, tan alto y tan negro, bandadas de muchachos escapan en todas direcciones, dejando allí los objetos de juego, y él les amenaza con el índice desde lejos, en su aire afable y triste.
—Nadie le ha visto reír —dice mi madre—, desde que murió su hijo, que era voluntario del ejército, y tiene siempre a la vista su retrato sobre la mesa.
No quería seguir trabajando después de esta desgracia; había escrito ya su pedido de jubilación al Ayuntamiento, y tenía la carta siempre sobre la mesa, dilatando el mandarla día en día, porque le apenaba dejar a los niños.
Pero el otro día parecía decidido, y mi padre, que estaba con él en la dirección, le decía: “¡Es una lástima que usted se vaya, señor director!” cuando entró un hombre a matricular a su niño que pasaba de un colegio a otro, porque se había mudado de casa. Al ver aquel niño, el director hizo un gesto de asombro, lo miró un poco más detenidamente, miró el retrato que tenía sobre la mesa y volvió a mirar al muchacho sentándole sobre su rodillas, y haciéndole levantar la cara. Aquel niño se parecía mucho a su hijo muerto. El director dijo:
—Está bien.
Hizo la matrícula, despidió al padre y al hijo, y se quedó pensativo.
—¡Es lástima que usted se vaya! —repitió mi padre. Y entonces el director tomó su solicitud de jubilación, la rompió en dos pedazos y dijo: —¡Me quedo!...
Los soldados
Martes 23.
Su hijo era voluntario del ejército cuando murió, por eso el director va siempre a la plaza a ver pasar los soldados cuando salimos de la escuela. Ayer pasaba un regimiento de infantería y cincuenta muchachos se pusieron a saltar alrededor de la música, cantando y llevando el compás con las reglas sobre la cartera. Nosotros estábamos en un grupo, en la acera, mirando. Garrón, oprimido entre su estrecha ropa, mordía un pedazo de pan; Votino, aquel tan elegantito, que siempre está quitándose las motas; Precusa, el hijo del forjador, con la chaqueta de su padre; el calabrés; el albañilito; Grosi, el hijo del capitán de artillería y que ahora anda con muletas. Franti se echó a reír de un soldado que cojeaba. De pronto sintió una mano sobre el hombro; se volvió: era el director.
—Óyeme —le dijo al punto—, burlándose de un soldado cuando está en las filas, cuando no puede vengarse ni responder, es como insultar a un hombre atado; es una villanía.
Franti desapareció. Los soldados pasaban de cuatro en cuatro, sudorosos y cubiertos de polvo, y las puntas de las bayonetas resplandecían con el sol. El director dijo:
—Deben querer mucho a los soldados. Son nuestros defensores. Ellos irían a hacerse matar por nosotros si mañana un ejército extranjero amenazase nuestro país. Son también muchachos, pues tienen pocos más años que ustedes, y también van a la escuela; hay entre ellos pobres y ricos, como entre ustedes, y vienen también de todas partes de Italia. Véanlos, casi se les puede reconocer por la cara: pasan sicilianos, sardos, napolitanos, lombardos. Este es un regimiento veterano, de los que han combatido en 1848. Los soldados no son ya aquéllos, pero la bandera es siempre la misma. ¡Cuántos habrán muerto por la patria alrededor de esa bandera veterana, antes que ustedes nacieran!
—¡Ahí viene! —dijo Garrón. Y en efecto, se veía ya cerca la bandera, que sobresalía por encima de la cabeza de los soldados.
—Hagan una cosa, hijos —dijo el director—: saluden con respeto la bandera tricolor.
La bandera, llevada por un oficial, pasó delante de nosotros, rota y descolorida, con sus corbatas sobre el asta. Todos a un tiempo llevamos la mano a las gorras. El oficial nos miró sonriendo y nos devolvió el saludo con la mano.
—¡Bien, muchachos! —dijo uno detrás de nosotros. Nos volvimos al verle: era un anciano que llevaba en el ojal de la levita la cinta azul de la campana de Crimea; un oficial retirado—. ¡Bravo! han hecho una cosa que les enaltece.
Entretanto, la banda del regimiento volvía por el fondo de la plaza, rodeada de una turba de chiquillos, y cien gritos alegres acompañaban los sonidos de las trompetas, como un canto de guerra.
—¡Bravo! —repitió el ex oficial mirándonos—. El que de pequeño respeta la