esencial en la terapia, noción que era enfatizada de forma rutinaria por mis profesores. Verás, mis profesores eran académicos innovadores, ciudadanos del mundo, conocedores de las más recientes investigaciones, socialmente responsables. Aunque yo encarnaba una minoría en mi programa, el trabajo del curso parecía estar diseñado para reconocer mi realidad. Como futuros terapeutas, nos enseñaron a estar siempre conscientes de cómo las distintas culturas responden a las dificultades emocionales y cómo influyen en la gente que busca ayuda para solucionar sus problemas. Nos enseñaron de qué manera el contexto cultural de un cliente podía determinar su visión de la terapia, a veces incluso más que la clase socioeconómica. Por ejemplo, en las culturas colectivistas asiáticas los problemas personales de un individuo pueden percibirse como un reflejo de su familia como un todo. Por lo regular, quedar mal, admitir la debilidad, buscar ayuda para los problemas de salud mental sólo provocan vergüenza. Abrirse con un terapeuta —un extraño— sencillamente es inadecuado.
De forma similar, para los afroamericanos o caribeños americanos, como yo, existe un estigma en torno a asistir a terapia. De donde provengo, desempacar tu bagaje frente a un desconocido es una especie de blasfemia o difamación. La mayoría de los miembros de mi familia preferirían automedicarse que hablar con alguien para exponer y evaluar sus traumas. En un artículo de Psychology Today, la doctora Monnica T. Williams, especialista en psicología clínica, cita un estudio de 2008 publicado en el Journal of Health Care for the Poor and Undeserved: “Entre los negros […] más de un tercio sintió que la depresión o la ansiedad leves serían consideradas ‘locura’ en sus círculos sociales. Hablar de los problemas con alguien ajeno (es decir, un terapeuta) puede ser visto como orear la ‘ropa sucia’ y […] más de un cuarto de ellos percibió que las discusiones sobre la enfermedad mental no serían apropiadas incluso entre la familia”.1
Me siento reflejada en eso. Mi papá es mi campeón. Mi roca. Mi mejor amigo. Pero a la fecha, si lloro cuando hablo con él por teléfono, me dice que cuelgue, que me tranquilice y que le llame una vez que esté mejor. Si algo malo pasa en mi familia, tenemos una regla tácita: no hablar al respecto. Como siempre he sido rebelde, opté por no seguir esa regla cuando una crisis personal le dio un vuelco a mi vida. Un año y medio después de entrar a la universidad, en la primavera de 2011, el que en ese entonces era mi prometido vino a Nueva York desde Ohio para visitarme el fin de semana. Nos habíamos conocido en la preparatoria. Habíamos salido durante dos años. Nos amábamos. Y me violó.
El fin de semana de mi violación comenzó y terminó con prendas de vestir. Como sabía que mi prometido llegaría de Ohio un sábado, elegí mi vestido negro para cenar esa noche. Nos estábamos distanciando; ese hecho me carcomía, aunque intentaba enterrarlo. Yo estaba evolucionando en mis posgrados, incubando mis diversos proyectos. Mi prometido seguía viviendo en Ohio y trabajaba como mesero en un restaurante, supuestamente para ahorrar lo suficiente para reunirse conmigo en la Gran Manzana después de casarnos. Al menos, ése era mi plan. Aunque me pavoneaba en los desfiles de moda y asistía a audiciones de modelaje, nunca me tentó entrar en el ambiente de fiestas, bebida y derroche de dinero, al que fueron atraídas y después escupidas tantas amigas que conocí detrás del escenario. Para mí era distinto. Esta noche no puedo, mañana tengo clase, era mi excusa de todos los días para quedarme en casa y pasar el rato con mi propio ser introvertido. Yo estaba encaminada y podía ver que esa senda sólo me llevaría en una dirección: hacia arriba. Ya lo había planeado todo. Cada día repasaba mi fantasía, como un mantra. Incluso ilustré mis metas en un collage de ideas: viviría en Manhattan, casada con mi amor universitario. Tendríamos 2.5 hijos y un perro. Y tendría una carrera floreciente como psicóloga en la práctica privada. Dediqué mi tiempo libre a planear mi boda. Mi boda. No nuestra boda. Estaba tan atrapada en esta visión de cómo se suponía que debía ser mi vida. Él encarnaba un rol: la figura del novio sobre un pastel de bodas en una página de Pinterest. ¿Acaso lo conocía verdaderamente? Ciertamente no tenía idea de que mi pareja se convertiría en mi violador.
Él llegó a mediodía. Mientras caminábamos a un restaurante cercano a mi departamento en la parte alta de la ciudad, me sentía embelesada: repleta de ideas para las invitaciones, comparando recintos para la recepción de la boda, debatiendo sobre combinaciones de colores, preocupada por los dramas de las damas de honor. Todo lo volqué mientras hablaba a un kilómetro por minuto entre cada bocado. Él parecía desanimado y distante. Bebió más de lo normal. Pero… estábamos celebrando. Yo estaba feliz. Él parecía aburrido. Me dije que él nunca había sido el platicador de la relación. De todas formas, estaba perpleja sobre qué era lo que podía haber abierto esa brecha entre nosotros. Al mirar atrás, creo que yo estaba tan ocupada persiguiendo mi futuro que no logré asumir mi presente. Ya habíamos terminado. En un ensayo sobre las mujeres y el poder publicado en New York Magazine, la autora Lindy West escribió: “Las mujeres estamos condicionadas a subsumir nuestras propias necesidades a las necesidades de otros e intentar hacer que todo esté bien para todos, emocional y prácticamente. Y eso se vuelve realmente insidioso cuando las mujeres no están condicionadas a priorizar su propia seguridad e incluso su propio sentido de sí mismas”.2 Yo todavía no tenía esa conciencia. Pero ahora estoy de acuerdo con ella. Ahora que sé cómo se siente la verdadera impotencia.
Al llegar a casa esa noche, ya no podía soportar la tensión. Me puse sensible y le pregunté qué estaba sucediendo. Él se puso totalmente agitado, no se parecía al chico que yo conocía. Las señales de alarma comenzaron a sonar por todos lados en mi cabeza. ¿Por qué no me decía lo que le molestaba? Esta extraña mezcla de inseguridad, ansiedad e irritación en el aire era casi palpable. Teníamos una historia. Habíamos compartido una vida cálida e íntima por años. Más tarde esa noche comenzamos a tener sexo. Me negué a hacerlo a menos que nos comunicáramos. En su libro The Gift of Fear and Other Survival Signals That Protect Us from Violence, el experto en seguridad Gavin de Becker escribe: “Cuando se trata de peligro, la intuición siempre es correcta al menos en dos formas importantes: 1) Siempre responde a algo. 2) Siempre tiene en mente tu mejor interés”.3 Esa noche, mi intuición buscó protegerme del hombre que ya consideraba mi futuro esposo. Era terriblemente confuso. Mi intuición no era suficiente. Mi prometido me violó. Mi mejor amigo me violó. La terapeuta en ciernes, la defensora de la salud mental, la empática se había convertido en la víctima. De acuerdo con los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades: “Alrededor de una de cada cuatro mujeres y casi uno de cada diez hombres han experimentado violencia de contacto sexual, violencia física y/o acoso por una pareja íntima durante su vida”.4 Me convertí en una estadística. De hecho, me desmayé por la conmoción. Me apagué por completo.
A mitad de la noche, me desperté y mi prometido comenzó a disculparse, diciendo que se arrepentía de lo que había hecho. El que reconociera lo que había sucedido hizo que algo se detonara dentro de mí. Salí corriendo del departamento en pánico total y le llamé a mis papás que estaban en Ohio. Cada uno de ellos me preguntó qué quería hacer. Les dije que no quería denunciarlo. Sólo quería terminar mis estudios y adaptarme a una vida sin él. Lo que realmente quería era regresar el tiempo. Me enfurecí conmigo misma. ¿Cómo no lo preví? Estaba estupefacta. ¿Cómo podría reconciliar el amor con semejante brutalidad? Me sentía aislada. ¿Quién me creería al decir que mi prometido me violó? ¿Cómo podría llamar a la policía y mandar a la cárcel a otro hombre negro?
Regresé a casa, lo saqué de mi departamento y le dije que nunca más se acercara a mí. No sé dónde encontré la fuerza. Él empacó sus cosas sin decir una sola palabra y se fue. Unas horas después alguien tocó la puerta. Pensé que era él. Ni siquiera dudé en abrir. Pero era la policía del campus. Uno de mis padres (hasta la fecha no sé cuál de los dos fue, nunca les pregunté) los había llamado porque yo debía presentar una denuncia. Le conté a los dos oficiales los detalles, y sentía como si estuviera flotando fuera de mi cuerpo. Y entonces, una vez que mi exprometido ya estaba en un autobús camino a Ohio, oficialmente me rehusé a seguir adelante con el asunto. En cuanto se fue la policía me dije que seguiría adelante con mi vida. Pasé el domingo en cama. No comí. No me bañé. Apenas me moví. Después, en la mañana del lunes, me desperté y abrí mi clóset.
Me puse un vestido ceñido al cuerpo estilo 1950, reminiscencia de las icónicas siluetas Givenchy de Audrey Hepburn.