de Salud basado en la equidad como pilar, en la vocación de la mayoría de sus profesionales como motor y con los objetivos de mejora continua, eficiencia y seguridad en el paciente, nuestros niños reciben sus tratamientos.
Sin esperar nada, por necesidad de ofrecer en algunos casos y por deber moral en otros, muchos médicos, algunos de ellos además navegantes, y sus familias, ofrecen las tardes libres, los fines de semana y algún que otro desvelo nocturno a estos nuestros pacientes.
Este texto va dedicado a "nuestros niños" en primer lugar y a sus familias en segundo, por su coraje y valentía, por su alegría, por su verdad, por sus enseñanzas de aceptación sin resignación.Para que en el futuro próximo las mejoras en el tratamiento de soporte, nuevos agentes más selectivos y una terapia más personalizada faciliten la curación de estas enfermedades malditas.
Para que Carpe Diem y su filosofía perduren y nuestros niños se enriquezcan con el disfrute de la naturaleza y con el aprendizaje de la vela, y para que los oasis en medio del desierto de la enfermedad les hagan más fuertes y felices para derrotar al adversario.
Porque los niños son de verdad historias increíbles...
Dra. Mónica López Duarte.
Médica Adjunta de Hematología y Hemoterapia.
Hospital Universitario Marqués de Valdecilla
CAPÍTULO 1
INTRODUCCIÓN.
EL PORQUÉ DE TODO ESTE LÍO
En 2003 unos pocos médicos navegantes de Santander tomamos la iniciativa de organizar a un grupo de sanitarios y capitanes, con la idea de disfrutar de la navegación a vela con niños enfermos de cáncer, que serían nuestros “grumetillos”. Parecía una idea descabellada y peligrosa, no había precedentes en España y su realización se antojaba imposible. Con unos niños tan delicados, unos tratamientos tan agresivos, un riesgo tan grande de infecciones y lesiones, una actitud familiar tan sobreprotectora, ¿sería posible? Y principalmente, ¿tendría algún beneficio para los niños? ¿Sus médicos de oncología lo aceptarían?
En nuestros primeros contactos con los especialistas, esperábamos una encuesta casi inquisitorial respecto a nuestras motivaciones. ¿Pretendíamos dedicar una parte de nuestro tiempo libre para compartir una afición desconocida para el gran público, y asumir el riesgo de cuidar de unos niños tan delicados en un ambiente hostil? ¿Y todo ello desinteresadamente? ¿Por qué? Supongo que cada médico y cada capitán que ha participado tendrán sus propias respuestas. Yo me adelanté para darles las mías. Soy pediatra desde 1983 y he trabajado 22 años (incluyendo la formación MIR) en distintas consultas y hospitales pediátricos, siempre en la sanidad pública, si bien actualmente me dedico, más que a la pediatría asistencial, a mi otra especialidad, la salud pública. En mi residencia de pediatría en el Hospital La Paz de Madrid estuve a punto de centrar mi subespecialización en la oncología pediátrica. Lo que más me motivaba era intentar aliviar tanto sufrimiento y, sobre todo, contribuir a descubrir la causa del cáncer. Pero finalmente las subespecialidades no se reconocieron dentro de la pediatría cuando finalicé mi formación. En los años de actividad asistencial he conocido de cerca (como cualquier médico) el sufrimiento humano provocado por las más variadas enfermedades, y al reflexionar más allá de los dilemas diagnósticos o terapéuticos de cada paciente, siempre quedaba sin respuesta la dolorosa pregunta de por qué de ese sufrimiento. Esa pregunta, y la falta de respuesta, son especialmente crueles en el caso de los niños, provocando en casos extremos la más inimaginable injusticia morir tras un proceso largo y doloroso, como por ejemplo el cáncer.
Aunque afortunadamente en muchos casos el cáncer pediátrico llega a curarse (globalmente el 85 %) lo hace a costa de un largo periodo de lucha en que sufre la integridad física y psicológica del niño y de su familia, que deja secuelas físicas y psicológicas, y la amenaza de una recaída o de un segundo tumor inducido por el tratamiento. Por eso pienso que, a pesar de la curación, la medicina queda en deuda con estos niños, y dentro de unos años, cuando se conozca la causa del cáncer, sufriremos la vergüenza de haber administrado tratamientos tan agresivos cuando carecíamos de tratamientos dirigidos contra la causa de la enfermedad y nos teníamos que limitar a destruir sus células. Pero no solo la medicina queda en deuda con ellos. La sociedad también, pues el cáncer pediátrico está aumentando su incidencia el 1.5 % cada año desde hace 30 años, lo que sin duda se debe a nuestra forma de vida consumista y contaminante. Estas reflexiones me rondaron siempre la cabeza en mi trabajo profesional, especialmente cuando me tocó vivir alguna tragedia de forma más cercana.
Aparte de mi faceta profesional, el mar ocupa la parte más importante de mi tiempo libre. Soy capitán de yate y he navegado desde niño, con un paréntesis forzado por mis estudios de medicina y de pediatría en Madrid, y acumulo más de 33.000 millas navegadas, incluyendo dos travesías del Atlántico, una vuelta a España completa en mi velero de 6 metros (volviendo del Mediterráneo al Cantábrico por el Canal de Midi)[1] cinco campañas como marinero en el motovelero “Zorba” de Greenpeace, dos travesías en el gigantesco velero ruso “Mir” y diversas navegaciones por la cornisa cantábrica, las Baleares y el Mediterráneo. También disfruto del kayac de mar y el submarinismo, o sea que el mar es una parte tan importante en mi vida como mi profesión, y todo ello me hace sentirme un hombre afortunado y privilegiado. Este contacto estrecho con el mar me ha permitido conocer el placer y la desinhibición psicológica que facilita el alejamiento físico de la vida terrestre, que se siente cuando te alejas de la costa en un velero. El silencio enorme del mar, solo roto por la pequeña ola que precede a la proa y el sonido del viento en la jarcia, la ausencia del ajetreo y de la multitud, la introspección que todo ello facilita, la dependencia de tus propios recursos para resolver cualquier dificultad… Todo ello fomenta un alejamiento psicológico (además de físico) que ayuda a relativizar los demás problemas y a encontrar fuerzas para superarlos.
El paso siguiente solo necesitó la justa maduración de la idea. Mis propios hijos crecieron y su independencia dejó paso a esa maravillosa serenidad y tiempo libre de la edad media de la vida, con ganas de concretar tu deseo de un mundo mejor, que no se satisface plenamente perteneciendo a distintas ONG. No tardó en esbozarse el proyecto de unir la afición a la vela con la profesionalidad de algunos sanitarios, y ofrecer el conocimiento y disfrute de la navegación a vela a los niños enfermos de cáncer. Tras unos contactos iniciales entre médicos navegantes de Santander, nos entrevistamos con la Dra. Encarnación Bureo, del Servicio de Hematología del Hospital Marqués de Valdecilla, y con el Aula Hospitalaria del mismo hospital, empezando las navegaciones, como ya dije, en el verano de 2003. Tras ofrecer la actividad a los niños del Servicio de Hematología y otros que atienden enfermos de tumores sólidos, se formaron los grupos de navegación incluyendo, si los padres lo deseaban, a algún hermano para romper lo menos posible la dinámica familiar, dar confianza a los más pequeños, y evitar la sensación de crear un “gueto” de enfermos. Tras la experiencia positiva del primer año, la actividad se ha repetido ya doce años, incluyendo a 92 niños (los más pequeños de 3 añitos, que no sabían casi ni hablar) incluyendo últimamente algunos niños con enfermedades crónicas no oncológicas.
En este libro cuento las anécdotas y el desarrollo de la actividad, las características de los lugares por los que navegamos en la bahía de Santander y sus alrededores, los escasos incidentes que ha habido en estos doce años, la valoración de los médicos y capitanes participantes, los problemas surgidos, nuestras propias dudas e incertidumbres y, finalmente, una valoración más profesional respecto a sus resultados. Como amante del mar, llevo dentro el espíritu de las navegaciones lejanas, oceánicas. Pero también sé que para un niño tiene la misma o más aventura una navegación de dos horas que le lleva a una islita distante solo seis millas, pero que le permite ver su ciudad, su hospital, sus médicos, su familia, sus problemas... desde fuera, como si estuviera al otro lado del océano. Y no digamos si allí lejos ha dejado su silla de ruedas porque en el barco no la necesita... También sé que la bahía de Santander reúne condiciones envidiables para un proyecto como este: un plano de agua casi cerrado que permite navegar todo el año, aunque fuera haya un viento