Álvaro González de Aledo Linos

Carpe diem


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ningún temor al mar y, por lo demás, se adaptó perfectamente. Más adelante se hizo seguidora incondicional del equipo de traineras de Pedreña, su pueblo, y disfrutaba mucho siguiéndoles para animarles en todas sus regatas. La otra tripulante era una mujercita de dieciséis años, sobreviviente de un linfoma y un trasplante medular, que posteriormente se licenciaría en turismo y llevaría una vida normal. Y finalmente, en el cuarto barco, embarcaba un niño de once años, superviviente de un tumor cerebral y con una discreta hemiparesia residual (que disimulaba muy bien, por ejemplo, no cogiendo la caña con la mano afectada) y su hermano de diez años, que también era asmático.

      Antes de salir a navegar, enseñamos a los padres el interior de los barcos. La mayoría no conocían nada del mundo de la náutica y era su primera visita a un velero. Nuestro principal interés era que comprendieran que, en caso de dificultad, los niños irían a la cabina, y los adultos llevaríamos el barco a puerto sin riesgo para ellos. Como el conocimiento popular de los veleros se suele limitar a los que ven salir y volver a la rampa de las escuelas de vela (esto es, vela ligera), hasta un barco minúsculo como nuestro “Corto Maltés” les pareció una maravilla de habitabilidad y seguridad, y la mayoría lo compararían con una furgoneta o autocaravana de viaje. En lo que respecta a la seguridad de sus hijos, en principio se quedaron tranquilos.

      Como dije, la meteorología ese primer día era muy desapacible. El “gallego” es un viento del Noroeste cargado de humedad que siempre anuncia lluvia. Pero algunos días el viento es de componente Sudoeste en vez de Noroeste (lo que llamamos “gallego asurado”), y aquí se suman las fuertes rachas y la mar picada del viento de componente Sur, pero sin la acusada subida de temperaturas debida al efecto Föhn (que explico en el capítulo 9) cuando el viento desciende por la cordillera Cantábrica. Aquel día llegamos a medir rachas de fuerza 7, aunque hay que reconocer el sesgo de esta medición. Cuando el anemómetro está en la perilla del palo, que es lo habitual, los balances del barco hacen que, cuando el palo bascula hacia el punto de donde procede el viento, la velocidad aparente de este se incrementa hasta en un grado de fuerza; así que lo realista es decir que la media era de fuerza 6. En el “Corto Maltés” navegamos ese día solo con el génova desenrollado un 30 % (que es una superficie vélica ridícula), y cuando cargaban las rachas o las olas, buscábamos el socaire de los barcos mayores. Los cuatro niños que llevábamos a bordo era la primera vez que navegaban y, al no tener referencias previas, aquel movimiento de coctelera les pareció lo normal. Uno de los niños se movía divertido por el barco y se colgaba de las drizas o de la botavara como si estuviera en un parque de juegos, y nuestra principal preocupación era que no cogieran demasiada confianza y alguno se cayera por la borda. Por supuesto, con aquel viento todos íbamos con chaleco, hasta los que sabían nadar.

      Después de un par de horas dando bandazos, fuimos a fondear. Enseguida comprendimos que abarloarse con aquellas olas era imposible. La maniobra de abarloarse dos barcos es, a mi juicio, prescindible la mayoría de las veces. Al tratarse de veleros, hay que colocarse “de vuelta encontrada”, es decir, con las proas orientadas en sentido inverso, para que no coincidan las crucetas. He visto muchas veces la maniobra mal hecha, con ambas tripulaciones preparando las defensas en la banda de contacto de los dos barcos y, por lo tanto, inclinando los mástiles uno hacia el otro, y finalmente golpeando o enganchando las crucetas con riesgo de graves daños a la arboladura. Además, aunque se coloquen suficientes defensas, las olas habituales en la bahía por el paso de otra embarcación o por el viento, someten a las cornamusas de amarre a fuertes tirones que pueden llegar a aflojarlas o, en el peor de los casos, a arrancarlas. Así que optamos por fondear el barco mayor y los pequeños “colgarnos” en fila de su popa mediante una amarra simple. Esta distribución permitía pasar de un barco a otro acortando la amarra y con un cierto ejercicio de equilibrio circense, que para los niños más que una dificultad era un reto atractivo. Es la distribución que hemos adoptado desde entonces, juntándonos para merendar normalmente en el barco más grande, o bien de dos en dos. Una variación es amarrar la popa del segundo barco (en lugar de la proa) a la popa del primero más grande, de forma que se pueden mantener conversaciones de barco a barco con cada tripulación merendando en su bañera.

      Aunque parezca imposible, algunos niños se bañaron. La meteorología externa no prejuzga la temperatura del agua, y menos aún las ganas de aventura de estos niños, habitualmente sobreprotegidos. La más lanzada en todos estos años ha sido la niña de diez años que salió conmigo aquel primer día, cuyo afán de superación y fuerza de voluntad son encomiables. Suelen decirme que ha sido mi preferida, y puede que sea cierto. Se junta la coincidencia de que fue mi primera grumetilla, los rasgos de su personalidad que tanto comparto, y el hecho de no haber tenido yo ninguna hija. Al preparar el baño, comprendimos la necesidad de unas medidas de seguridad excepcionales, que posteriormente detallaré en el capítulo 16, y que incluyen necesariamente lanzar un aro salvavidas o una defensa por la popa con un cabo largo. La bahía se llena y se vacía por una canal de 0.4 millas de ancho, que en mareas vivas puede generar corrientes de marea de cinco nudos o más (es muy habitual ver desde tierra veleros navegando “marcha atrás”, creyendo ellos mismos que están avanzando). Y es precisamente en las proximidades de este “embudo” donde más habitualmente se fondea, es decir, en las playas de La Magdalena, Los Peligros o El Puntal. Cualquier distracción aleja al bañista unos metros del barco y ya no consigue volver a él. El aro salvavidas es un último asidero al que agarrarse si no alcanza el barco, con la condición de que no se use para jugar en él, en cuyo caso una distracción te deja sin punto de seguridad. Además, insistimos a los niños en que, si de todas formas la marea se les lleva, no traten de volver al barco, sino que se agarren a un punto más alejado (una boya, otro barco), o incluso se dejen llevar a la isla de los Ratones, que suele quedarnos corriente abajo, donde iremos a recogerles.

      Después de merendar y bañarse, regresamos al muelle antes de tiempo por la climatología tan adversa, y mientras esperábamos a los padres, nos dedicamos a otra de las actividades que posteriormente más les han entretenido: la pesca de quisquillas y cangrejos desde el pantalán. A los que nos hemos criado al borde del mar, nos resulta natural como el tomar aire, pero para los niños que son de tierra adentro (incluyendo muchos pueblos de Cantabria alejados de la bahía, y también a muchas familias de Santander que viven de espaldas al mar) la pesca de estos animalitos resulta fascinante. Para las quisquillas usamos un esquilero (en Cantabria se llama así a la red al extremo de un palo, que sirve para coger “esquilas”, que aquí es sinónimo de quisquillas), que se sitúa detrás de las quisquillas y se las llama la atención por delante con un palito. Como se escapan marcha atrás dando un coletazo caen ellas solas en el esquilero. Y para los cangrejos, lo más tradicional es apoyar un dedo encima y, cuando está inmovilizado, sujetar su caparazón por los lados con dos dedos, a donde no llega con las pinzas. Estas tonterías, así como estudiar las lapas, mejillones y toda la fauna que se pega a las partes sumergidas de los pantalanes, ha sido de lo más entretenido para los niños en estos años, tanto que posteriormente decidimos dedicar un día específicamente a estudiar toda la pequeña fauna de la bahía en los arenales que descubren en bajamar, como contaré más adelante.

      Cuando vinieron los padres (en realidad bastante antes de la hora que habíamos quedado, por los nervios), aparte de las caras de tranquilidad, todo eran signos de admiración ante lo que contaban los niños de lo bien que se lo habían pasado, y de sorpresa porque no les hubieran echado de menos. Ese día fue la prueba de fuego y la demostración de que la actividad saldría bien. Los niños estaban deseando que llegase la siguiente navegación, los padres les veían contentos y no había pasado nada malo. No sé si ellos habrían descansado o no, pero lo cierto es que habían dispuesto de una tarde libre y despreocupada de la atención permanente a su hijo enfermo, y a la vuelta les veían felices. ¿Qué más se podía pedir?

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      CAPÍTULO 3

      LA ISLA DE MOURO

      La isla de Mouro (43º 28´ 23´´ N; 003º 45´ 20´´ W) está situada a la entrada de la bahía de Santander, a unas dos millas de la ciudad. Es una isla rocosa de 100 x 200 metros, con forma de cruasán, con una ensenada orientada al Sudoeste