Patricia Thayer

Jamás te olvidé - Otra vez tú


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miró a Vance y después a Hank.

      –¿Tenemos que hacer algún preparativo?

      –Para empezar no. Conozco a unos cuantos que están deseando echar la caña en esta zona del río. Pero ningún pescador de caña quiere competencia –Hank miró a Mike–. ¿Pasado mañana?

      Mike asintió.

      –Tengo a un grupo de cuatro. Vamos a probar un poco a ver qué pescamos. La cosa es que Big Hole River es bueno en todos sus puntos.

      Hank volvió a sonreír.

      –¿Te parece bien así?

      Ana abrió los ojos.

      –Claro.

      –Relájate, Ana. Nosotros vamos a hacer todo el trabajo. Pero, si tuvieras alojamiento, hay un grupo que viene este fin de semana. Tendré que alojarlos en el motel de la zona.

      Vance sintió curiosidad de repente.

      –¿Cuántos pescadores? ¿Y qué tipo de alojamiento esperan?

      –Es un grupo de cuatro, pero son fáciles de contentar. Solo les hace falta un techo y una cama. Y sería mucho mejor si no tuvieran que cocinar.

      Vance miró a Ana.

      –Tengo una casa en el rancho, y si Kathleen cocina para algunos más, también podemos dar las comidas.

      Ana sacudió la cabeza.

      –No, Vance. No puedes dejar tu casa.

      Vance se encogió de hombros.

      –No es problema –miró a Mike–. Me iré a la casa grande contigo.

      –No me puedo creer que hayas dicho eso –dijo Ana mientras caminaba hacia al establo, rumbo al compartimento de Rusty, una hora más tarde.

      No estaba contenta con Vance. Se apoyó contra las tablas de madera y le observó mientras cepillaba al animal.

      –No veo cuál es el problema. Es mi casa.

      –Ya sabes a qué me refiero. Les hiciste pensar que hay algo entre nosotros.

      –¿Cómo voy a saber lo que piensan?

      –Lo sabes y les haces pensar lo que tú quieres.

      –Muy bien. Tienes razón. Pero no me gustaba la forma en que te miraba Sawhill. Y, admítelo, no te sientes cómoda con él.

      –Puedo manejar mis propios problemas con Mike.

      Vance dejó de cepillar al caballo.

      –Entonces admites que hay un problema.

      –Mira. Salimos unas cuantas veces. Yo no sentía nada por él, así que no seguí viéndole. Él no se lo tomó muy bien.

      –¿Te ha molestado hoy?

      –No. Así que no necesito que intervengas. Pero ahora has hecho que la gente piense que…

      –¿Que tienes algo con el gamberro de los Rivers?

      –No iba a decir eso –Ana soltó el aliento–. ¿No tenemos suficientes problemas ya?

      –No veo por qué estoy causando otro problema más. Resolví un par de problemas, de hecho. En primer lugar, conseguí que Sawhill te dejara tranquila. Así ya no volverá a pensar que puede empezar algo contigo de nuevo.

      –Yo no estoy interesada de todos modos.

      Vance Rivers hacía que perdiera los estribos.

      –Solo fueron unas cuantas citas, unos besos –le dijo en voz baja.

      Vance dejó a un lado el cepillo.

      –Y, en segundo lugar, tenemos clientes que pagan y, si añadimos el alojamiento, será otra entrada de dinero. Dime: «Gracias, Vance».

      Ana sabía que estaba siendo testaruda. ¿Por qué se sentía inquieta con la idea de tenerle en casa?

      –Muy bien. Gracias.

      Vance siguió peinando al caballo y entonces salió del establo.

      –Solo va a ser una semana, Ana. ¿Podrás soportarme durante ese tiempo?

      Echaron a andar por el pasillo del granero. A esa hora del día, los hombres estaban trabajando fuera, así que estaban solos.

      –¿Prefieres que me vaya a mi vieja habitación del granero, o a los barracones?

      Ana se detuvo.

      –No puedo dejar que hagas eso. Claro que puedes venirte a casa.

      La mirada de Vance se suavizó. Le agarró la mano y la acorraló contra una esquina.

      –Vance, ¿qué haces?

      Él le dio un tirón y la hizo pegarse a él.

      –He pensado que, como no quieres que te vean conmigo, no deberíamos dejar que nadie vea esto.

      Le dio un beso. Ana quería gritarle para que parara, pero en el fondo sabía que no quería que lo hiciera. Le deseaba desde que habían ido a Los Ángeles. Le rodeó el cuello con ambos brazos y le devolvió el beso.

      Un gemido sutil se le escapó de los labios. Se acercó más a él. Podía sentir su pecho duro bajo los dedos. Su cuerpo la traicionaba. Él se apartó y la miró fijamente. Su mirada era más oscura que nunca.

      –Parece que has aprendido a besar mejor con los años.

      La habitación estaba oscura, todo lo oscura que podía estar una habitación de hospital. Colt estaba deseando salir de allí. Quería dormir en su propia cama, en su propia casa. Cerró los ojos y entonces se dio cuenta de que eso tal vez no pasaría nunca.

      Si no mejoraba, no podría volver al rancho. Eso era seguro. ¿Qué le había pasado? Solo tenía cincuenta y cuatro años de edad. Malos hábitos, mucho estrés, horas de trabajo interminables…

      Había perdido muchas cosas. Había alejado a sus propias hijas y se había quedado solo.

      Tenía que recuperarse. Contempló su mano inerte y recordó lo que le había dicho el terapeuta.

      «Tienes que darte tiempo y trabajar duro…», le había dicho.

      Cerró los ojos y esa vez se dejó llevar por el sueño. Luisa… Siempre Luisa. Estaba en la puerta de repente.

      –Colton –susurró. Estaba a su lado.

      –Luisa –trató de abrir los ojos, pero no pudo–. Luisa.

      –Estoy aquí, Colton –le acarició el rostro–. Siempre he estado aquí.

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