una fuente problemática generadora de solidaridad social y pertenencia cultural.[18]
Si de acuerdo con la explicación clásica de Anderson (1991), se entiende convencionalmente que la pertenencia cultural de una nación se deriva del imaginario colectivo de participación en los símbolos y rituales de la identidad nacional, las solidaridades negativas, por otra parte, se suscriben en el ámbito de las historias y experiencias compartidas de tragedia y violencia. Los ejemplos antes analizados incluyen “la comunidad de testigos” testimoniales, el guion de la “tragedia compartida” en el Chile pospinochet, y “la ciudadanía del terror” de la inseguridad urbana. Asimismo, las Iglesias latinoamericanas han servido como avenidas para esas solidaridades alternativas. Entre algunos miembros de pandillas centroamericanas, la conversión y participación religiosas de las Iglesias evangélicas se ha convertido en una estrategia de salida, donde se intercambia el conjunto de marcas de identidad, símbolos, rituales y la comunidad por los de la Iglesia (véase Brenneman, 2011, y su capítulo en este volumen). A su vez, Burdick (1990: 154) ha descrito cómo las mujeres de la clase trabajadora, al enfrentar el conflicto doméstico diario agravado por la suspensión de las instituciones sociales de control social durante el período autoritario más reciente de Brasil buscaron a las Iglesias pentecostales para construir una nueva solidaridad social “a través de la experiencia del sufrimiento”. Theidon (véase su capítulo en este volumen) describe de forma similar los esfuerzos de restauración social entre antiguos combatientes evangélicos de Colombia como rituales de ruptura y actos de “redención y reconciliación” encaminados a dejar atrás sus antiguas identidades.
Green (1999) describe un escenario parecido, el del abrazo de las Iglesias evangélicas por parte de las viudas, víctimas y sobrevivientes de la guerra civil de Guatemala. En medio del colapso de la división tradicional de género del trabajo que se ocasionó al sacar a los hombres de sus comunidades, estas mujeres son ahora económicamente más vulnerables. En el contexto del final inconcluso del conflicto político y la militarización existente de las interacciones cotidianas, donde las patrullas civiles comunitarias continúan denunciando familiares, amigos y otros miembros de la comunidad ante los militares locales, las relaciones comunitarias se han convertido en sí mismas, en una expresión de la lucha y fuente potencial de violencia. Las relaciones entre los miembros de las comunidades aún se mantienen asociadas a la desconfianza, el miedo y el terror. Green (1999: 120) describe cómo muchas de estas viudas padecen de “susto”, un tipo de enfermedad con sintomatología no específica. Sin embargo, su participación en las Iglesias evangélicas les da la oportunidad de formar relaciones a través de su sufrimiento compartido en los rituales de sanación hacedores de sociedad, donde la memoria y el dolor personales se convierten en la base regenerativa de nuevas formas de comunidad.
México hoy día nos ofrece un ejemplo diferente de solidaridad negativa a nivel del Estado-nación. Para Claudio Lomnitz (2005), la identidad nacional mexicana está íntimamente relacionada con diferentes formas de depreciaciones de la vida, que él identifica como un rasgo dominante de la esfera pública en México en la actualidad, depreciaciones que también inciden en el aumento de la violencia que tienen que enfrentar los mexicanos regularmente. Lomnitz elabora las múltiples conexiones entre la muerte, el Estado y la imaginación popular en ese país en el proceso de extender lo que García Canclini y Rosa Mantecón (1996) describieron anteriormente como “formas democráticas de degradación” en México, tales como la contaminación generalizada, la corrupción y la violencia urbana. Lomnitz ve esas depreciaciones como fuente directa de un proceso de identificación nacional a través de los problemas comunes y las manifestaciones de decadencia en lugar de los rituales y símbolos positivos de nacionalidad identificados por Anderson, o la membresía basada en los derechos compartidos en el cuerpo político.
Para Lomnitz, el deterioro de las condiciones sociales en México —violencia, inseguridad, temor, impunidad, riesgo urbano cotidiano y la caída del poder adquisitivo que experimentan día a día los mexicanos corrientes— se expresa a través del entusiasmo popular actual por “el fatalismo” como rasgo nacional concretizado y utilizado para racionalizar el comportamiento de violar la ley y las celebraciones públicas de la muerte. Como sugieren estos casos de solidaridad negativa, la violencia, la corrupción y lo ilícito suscriben relaciones sociales y una pertenencia cultural difíciles de reemplazar en las vidas individuales de las personas.
La violencia y el futuro de los derechos
En décadas recientes la transición latinoamericana hacia la democracia ha estado acompañada por un intenso período de cambio constitucional en toda la región, comenzando por Brasil en 1988, pasando por Colombia en 1991 y terminando con Bolivia en 2009 (Negretto, 2012). Esta reciente ronda de reformas constitucionales ha buscado ampliar el marco de los derechos más allá de los deberes y derechos civiles y políticos individuales para incorporar un amplio conjunto de nuevos derechos políticos, económicos y culturales colectivos (Van Cott, 2008), con el objetivo de descolonizar y dar derechos de sufragio a diversos grupos e identidades subnacionales marginadas históricamente.
Comenzando por el período autoritario, las respuestas religiosas a la violencia han abarcado un nuevo vocabulario moral de derechos por medio de la adopción de “la tradición de la ley natural” y la nueva colaboración entre la Iglesia y los abogados en el esfuerzo por luchar contra la opresión estatal. De esta forma, los defensores religiosos de la causa de los derechos humanos utilizaron el lenguaje de la ley a la vez que ayudaron a enriquecer “la expansión del alcance de los derechos” (véanse los capítulos de Levine, Kelly, Wilde, y Queiroz en este volumen). Sin embargo, estos enfoques basados en los derechos respondían a las circunstancias de la violencia estatal de entonces, y no a la actual violencia no estatal. Como se ha demostrado en este capítulo, en términos de categorías, hoy es más difícil identificar a las “víctimas” como sujetos de derecho; es más, el concepto de derecho también está cuestionado por la experiencia real de la vida cotidiana.
Si en el sentido clásico se entiende que los beneficios del Estado-nación incluyen la extensión de la protección, los servicios, los derechos y la membresía (Marshall, 1963), los hechos generalizados de la violencia contemporánea que se destacan en este capítulo, en cierta medida socavan el ejercicio de los derechos. En todo nuestro hemisferio los derechos específicos de membresía política han sido impugnados activamente en los últimos tiempos (Yashar, 2005), debido a que los pueblos indígenas, las mujeres, los grupos lgbt e incluso la clase media, se han movilizado en diferentes momentos para cuestionar aspectos de derechos o para reclamar derechos adicionales. Junto a los cambios constitucionales y la expansión de los derechos, se han producido expresiones populares de desilusión y un mar de protestas por la falta de beneficios tangibles para las personas comunes. Las repetidas protestas callejeras a gran escala en Brasil en 2013 y 2014 son solo los hechos más recientes de una sucesión de movilizaciones populares, a menudo violentas, que articulan las insatisfacciones con la forma en que se reclaman, utilizan y redistribuyen los recursos públicos (Saad-Filho, 2013).
En América Latina existen hoy abundantes situaciones en las que la ley no funciona con eficacia, circunstancias que contribuyen a la percepción de los derechos como algo provisional y aplicado con desigualdad. Los regímenes legales en Brasil, por ejemplo, mantienen estrechas relaciones con la ilegalidad. Holston (2008: 137) ha explorado “la inestable y perversa relación entre lo ilegal y lo legal” y las diferentes formas en que la “ilegalidad crea legalidad y derechos” (Holston, 2008: 145) en la periferia urbana de São Paulo, ya que diferentes actores tratan de consolidar reclamos de propiedad sobre la tierra o propiedades que inicialmente estuvieron oscuras. Dicho autor describe un escenario donde no queda clara la distinción entre lo legal y lo ilegal y la ley es un “medio de manipulación, complicación, estratagema y violencia” (Holston, 2008: 203), para el establecimiento y aplicación de reclamos legales a fin de captar recursos. Aquí lo ilícito y lo ilegal son partes constitutivas de los esfuerzos por procurar y reclamar derechos similares a los descritos en este capítulo, en cuanto a las relaciones sociales y culturales.
Históricamente, los derechos humanos han sido una herramienta de primera mano en los esfuerzos por hacer rendir cuentas a los agentes de la violencia en América Latina (Keck, y Sikkink, 1998; Brysk, 2013). No obstante, uno